Carles Casajuana (Las leyes del castillo)

INTELECTUALES Y POLÍTICOS

¿Tienen los intelectuales razones de peso para menospreciar a los políticos? Un breve repaso a la historia del pensamiento permitirá encontrar puñados de citas despectivas. Los intelectuales saben que entre los políticos no abundan las formaciones sólidas, que la mayoría compensa su falta de conocimiento con la fuerza del instinto, que sobreviven más gracias al olfato que a la mente. Saben que los políticos, salvo contadas excepciones, no les llegan a la suela de los zapatos en materia de conocimientos teóricos y de refinamiento intelectual, y lo dicen con frecuencia. También lo saben de los carpinteros, los mecánicos, de los cardiólogos y de los ingenieros de caminos, pero esto no les llama tanto la atención porque ni los carpinteros, ni los mecánicos, ni los cardiólogos ni los ingenieros de caminos les gobiernan, y por eso no suelen sentir la necesidad de decirlo a cada paso. Los intelectuales tienen también buenas razones para temer a los políticos, porque incluso en los países en los que impera un respeto escrupuloso a la libertad de pensamiento y de expresión, los políticos conservan poderosos resortes que pueden afectar de forma directa a sus vidas cotidianas. La mezcla del sentimiento de superioridad, de temor y de resentimiento está sin duda en la raíz de esta necesidad que sienten de recordar a todas horas que los políticos profesionales tienen a menudo una formación muy superficial.

A su vez, los políticos que lo deseen encontrarán buena razones para menospreciar a los intelectuales. Saben que, pese a sus años de estudio, y a su conocimiento profundo del cuerpo social, los intelectuales carecen con frecuencia del sentido común necesario para dirigir los asuntos públicos, de la humildad indispensable para ganarse a sus semejantes. Saben que, en la arena política, los conocimientos teóricos son a menudo un pesado lastres y que el instinto a ras de suelo de un Fujimori puede bastar para derrotar a todo un Vargas Llosa, pese a su elevada estatura literaria e intelectual. También tienen buenas razones para temerles. Con una frase -y si hay algo que los intelectuales sepan hacer son frases-, pueden hundirles en el ridículo. Con un artículo, pueden desbaratar toda su manera de ver las cosas. Pero normalmente no se permiten reaccionar a ese temor con altanería ni desprecio. No es su estilo. Fieles a su afán profesional, intentan ganárselos. Utilizan para ello la misma arma de que se sirven, cuando están en campaña, para ganarse a los vendedores en los mercados y a los obreros en la fábricas: hablar su lenguaje, tratar de agradarles. Y ahí es donde se pierden, porque nada hay que excite tanto a la altanería de un intelectual como el deseo de agradarles, máxime si proviene de un político.

La distancia que separa a políticos e intelectuales se ve en la práctica cuando un intelectual entra en política. A veces se le concede protagonismo por su prestigio, pero en cuanto hay que comenzar a actuar con sentido práctico se le aparta a un lugar secundario. Los intelectuales suelen tener la piel demasiado fina para aceptar el porcentaje de miseria humana que comporta la realización de cualquier acción, el contacto desagradable con la parte mezquina, baja y siniestra de las cosas, sin el cual es muy difícil llevar a nada a término. Aristóteles ya nos advirtió de la inconveniencia de conceder a los filósofos papel alguno en los asuntos públicos. A su juicio, a personas que, por razones profesionales, no deben preocuparse de lo que es bueno para ellos mismos, no se les puede confiar el cuidado de lo que es bueno para los demás, y aún menos del bien común. Nietzsche es de parecida opinión. <<La política -escribe en Aurora- es el campo de acción de cerebros mediocres, y este campo no debería estar abierto a los espíritus más elevados, aunque la máquina se haga pedazos>>. En Humano, demasiado humano, va un poco más allá y, con su fino bisturí, capta el servicio que los políticos esperan de los intelectuales a los que incorporan a su causa: <<A los doctos que se convierten en políticos suele asignárseles el cómico papel de tener que ser la buena conciencia de una política>>.

Hay una anécdota de las memorias del filósofo francés Jean-François Revel que ilustra muy bien una de las principales diferencias entre ambos mundos. Revel entró brevemente en política. Fue candidato socialista en las elecciones generales de 1967 y, gracias a ello, trató a François Mitterrand. Un día Mitterrand le pidió que le leyera un discurso que se había preparado para la campaña. El discurso comenzaba: <<Aunque no puedo negar algunos de los logros de mi adversario>>. Mitterrand le interrumpió de inmediato, a gritos: <<¡No! ¡Nunca, nunca! En política no se debe reconocer nunca ningún mérito al adversario. Esta es la regla básica del juego>>. Ravel comprendió para siempre que aquel no era su juego y ahí murieron sus ambiciones políticas.

El político tiende a ver las cosas en blanco y negro. Debe convercerse de que su oponente no tiene el menor atisbo de razón, de que la razón está toda de su parte y de que si consigue hacerla prevalecer el mundo será un poco mejor. Solo así convencerá a otros. El intelectual, en cambio, sabe que nunca tiene toda la razón. Tiene razones que pueden ser mejores o peores que la de los demás, pero que nunca las anula por completo. Tampoco está muy seguro de que el mundo vaya a mejorar mucho si consigue convencer a los demás. El político debe tener una opinión sobre todo lo que ocurre. El intelectual solo opina sobre lo que sabe. El político es impulsivo: su mundo es el de la acción. Vivir, para él, no es pensar sino hacer, y no pone en cuestión sus actos sino cuando ya se halla en ellos. El intelectual es reflexivo: su mundo es el del pensamiento. El Mirabeau o el político, Ortega y Gasset lo resumió así: <<Hay, pues, dos clases de hombres: los ocupados y los preocupados; políticos e intelectuales. Pensar es ocuparse antes de ocuparse, es preocuparse de las cosas, es interponer ideas entre el desear y el ejecutar. La preocupación extrema lleva a la apraxia, que es una enfermedad. El intelectual es, en efecto, casi siempre un poco enfermo. En cambio, el político es, -como Mirabeau, como César-, por lo pronto, un magnífico animal, una espléndida fisiología>>.

Sin embargo, como señala el propio Ortega y Gasset en el ensayo citado, los grandes políticos, a diferencia de los vulgares gobernantes, han de ser capaces de elevarse por encima de los problemas del Estado y ver los de la nación (hoy quizá diríamos los del ciudadano), tiene que saber ir más allá de la letra del boletín oficial y llegar al corazón de los problemas, y para ello requieren un elemento intelectual, de intuición histórica. Ortega recuerda que César, mientras pasa los Alpes en su litera, compone un tratado de analogía, Mirabeau escribe en prisión una gramática y Napoleón, en su tiempo de campaña sobre la nieve rusa, un minucioso reglamento de la Comedia Francesa. Y concluye: <<Yo siento mucho que la veracidad me obligue a decir que no creeré jamás en las dotes de un político de quien no haya oído cosa parecida. ¿Por qué? Muy sencillo. Estas creaciones suplementarias y superfluas son síntoma inequívoco de que estos hombres sentían fruición intelectual>>

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