Fernando Savater (Figuraciones mías) Sobre el gozo de leer y el riesgo de pensar

EL COMPROMISO CON LA VERDAD
En memoria de Jorge Semprún

George Orwell quiso ser <<un escritor político, dando el mismo peso a cada una de estas dos palabras>>. El placer de causar placer, es decir la vocación de escribir, no anularía en él el interés político: la defensa de la justicia y la libertad. Pero aún menos se doblegaría a la manipulación política de la escritura: <<El lenguaje político -y con variaciones esto es verdad en todos los partidos políticos, de los conservadores a los anarquistas- está diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato parezca respetable, y para dar apariencia de solidez a lo que es puro viento>>. Luchar contra la tergiversación y la máscara es la primera tarea del escritor político. Su credo empieza por el mandamiento que prohíbe mentir, aun antes del que prohíbe matar.

Por supuesto, la ficción no es una mentira -siempre que se presente sin ambigüedades como tal- sino otra vía de aproximación a la verdad amordazada: pero en cambio la oscuridad del estilo, apreciada por los estetas y los las mentes confusas que elogian en cuanto no entienden, ya es un comienzo de engaño. La precisión y la inteligibilidad tienen un componente técnico (que Orwell analiza en La política y el lenguaje inglés) pero sobre todo son una decisión moral: <<La gran enemiga del lenguaje claro es la sinceridad>>. También hace falta tener un ánimo poco sobrecogido, que no retroceda ante los anatemas de los guardianes de la ortodoxia ni ante la desaprobación hostil de los voceros de la heterodoxia: <<Para escribir en un lenguaje claro y vigoroso hay que pensar sin miedo, y si se piensa sin miedo no se puede ser políticamente ortodoxo>>. Por supuesto, eso lleva a enfrentarse tanto con los partidarios a ultranza de lo establecido como con los ordenancistas de la subversión. Desde el frustrado viaje a Siracusa de Platón, la peor dolencia gremial de los intelectuales es no considerar poder legítimo más que el que parece instaurar las ideas que ellos comparten. Los demás son adversarios o usurpadores. De aquí una gran dificultad para hacer dirigir la democracia a quienes debieran argumentar en su defensa. 

George Orwell (como Chesterton, como cualquiera que asume la mentalidad reptiliana del <<amigo-enemigo>> en el plano social) aceptó la paradoja y se autodenominó <<anarquista conservador>> o si se prefiere la versión de Jean-Claude Michéa, <<anarquista tory>>.  Esto implica saber que <<en todas las sociedades, la gente común debe vivir en cierto grado contra el orden existente>>. Pero también que las personas normales no aspiran al Reino de los Cielos ni a la perfección semejante a él sobre la tierra, sino a mejorar su condición de forma gradual y eficiente. Existe en la mayoría de las personas -y ésta es quizá la única concesión de Orwell a la peligrosa tentación de la utopía- una forma de common decency, una decencia común y corriente que consiste, según la glosa de Bruce Bégout, <<en la facultad instintiva de percibir el bien y el mal, frente a cualquier forma de deducción transcendental a partir de un principio>>. Es lo que hace que, más allá de izquierdas y derechas, existan buenas personas en los dos campos o a caballo entre ambos. En cuanto prevalecen, el mundo mejora. Por cierto, siguiendo esta vena de benevolencia utopista, Orwell descubrió cuando estuvo en Catalunya durante la guerra civil que los españoles tenemos una dosis de decencia innata, tonificada por un anarquismo omnipresente, más alta de lo normal y gracias a la cual nos salvaremos de los peores males...

Es bien sabido que Orwell combatió el totalitarismo, tanto nazi como bolchevique, pero su compromiso político no fue meramente negativo ni maximalista. Por supuesto, apoyaba la democracia pese a sus imperfecciones y se revolvía contra quienes decían que era <<más o menos lo mismo>> o <<igual de mala>> que los regímenes totalitarios: según él, una estupidez tan grande como decir que tener sólo media barra de pan es lo mismo que no tener nada que comer. Consideraba que el capitalismo liberal en la forma que él conoció era insostenible, además de injusto, por lo que siempre apoyó el socialismo, cuyo proyecto constituía a sus ojos la combinación de la justicia con la libertad. Y ello pese a que quienes se autoproclaman socialistas no sean siempre precisamente dechados de virtud política: <<Rechazar el socialismo porque muchos socialistas son individualmente lamentables sería tan absurdo como negarse a viajar en un tren cuando a uno le cae mal el revisor>>. Pensaba que la mayoría de las escuelas privadas de Inglaterra merecían ser suprimidas, porque sólo eran negocios rentables <<gracias a la extendida idea de que hay algo malo en ser educado por la autoridad pública>>. Se oponía a los nacionalismos en cuanto tienen de beligerante, disgregador y ficticio (para cualquier extranjero, por ejemplo, un inglés es indiscernible de un escocés...¡y hasta de un irlandés!) y defendía el patriotismo democrático, reclamando que se uniera de nuevo a la inteligencia que hoy le volvía la espalda. Se escandalizaba porque Inglaterra fuese quizá el único gran país cuyos intelectuales están avergonzados de su propia nacionalidad. Algo le podríamos contar hoy de lo que ocurre en otros lugares.

Orwell eligió no más difícil: no escribió para su clientela y contra los adversarios, sino contra las certidumbres indebidas de su propia clientela política. No tuvo complejos ante la realidad, sino que aspiró a hacer más compleja nuestra consideración de lo real. Es algo que la pereza maniquea nunca perdona: siempre proclama que se siente <<decepcionada>> por el maestro que prefiere moverse con la verdad en vez de permanecer cómodamente repantingado en el calor de establo de las certidumbres ortodoxas e inamovibles. Esa decepción proclamada por los rígidos le parecía a Orwell indicación fiable de estar en el buen camino: <<En un escritor de hoy puede ser mala señal no estar bajo sospecha por tendencias reaccionarias, así como hace veinte años era mala señal no estar bajo sospecha por simpatías comunistas>>. Esta toma de postura atrajo sobre él no sólo los malentendidos, quizá inevitables, sino también la calumnia. Estalinistas de esos que han olvidado que lo son le acusaron (al final de los años noventa del pasado siglo) de haber facilitado una lista de intelectuales comunistas a los servicios secretos ingleses. La realidad, nada tenebrosa, es que a título privado ayudó a una amiga que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores buscando intelectuales capaces de contrarrestar la propaganda comunista en la guerra fría, señalándole a quienes por ser sectarios o imbéciles le parecían inadecuados para la tarea. Los mismos que se pasan la vida denunciando agentes al servicio de la CIA o fascistas encubiertos no se lo perdonaron ni se lo perdonan. Yo mismo tuve que defenderle no hace muchos años de esta calumnia en las páginas de este diario.

Javier López Facal (Breve historia cultural de los nacionalismos europeos)

[...] La comitiva se dirige a primera hora de la mañana al monumento a Rafael Casanova, erigido en 1888 por el Ayuntamiento de Barcelona en el "Salón de San Juan", donde se vienen depositando las flores desde el año 1984 y allí se entorna el himno Els segadors, compuesto en 1899 sobre la letra arreglada en clave nacionalista de un romance anterior.

Entre los presentes que entonan el himno se da por supuesto que Rafael Casanova fue algo así como el iniciador de la lucha por la independencia de la nación, por la que resistió heroicamente en 1714 el asedio de la ciudad de Barcelona, cap y casal de Catalunya, frente a las tropas españolas que acabarían arrasando la ciudad y suprimiendo sus tradicionales derechos y centenarias libertades.

La guerra que, como hemos dicho anteriormente, recuerdan las niñas españolas cantando que quieren ser tan altas como la luna para ver los soldados de Catalunya no fue, como es archisabido, una guerra entre España y Catalunya, sino una guerra entre dos bloques europeos, los Habsburgo de Austria, aliados con Holanda y Gran Bretaña, frente a Francia, tratando cada bando de situar a su propio candidato en el trono vacante de la Corte española. En los reinos españoles, por otra parte, las simpatías políticas por uno u otro bando estaban muy divididas, incluso entre ciudades muy cercanas, como la Alcalá austracista y el Madrid borbónico, o la Tortosa borbónica y la Barcelona austracista.

Rafael (un nombre poco catalán) Casanova creía y confesaba luchar per la llibertad de tota Espanya y, a la hora de organizar la defensa de la ciudad de Barcelona, estructuró los ocho regimientos con los que contaba de acuerdo con los orígenes de sus efectivos: los cuatro regimientos catalanes de la Generalitat, de la ciudad de Barcelona, de Nuestra Señora del Rosario y del coronel Busquets, unidos al de San Narciso de los alemanes, al de Nuestra Señora de los Desamparados de los valencianos, al de santa Eulalia de los navarros y al de la Inmaculada de los castellanos, que, por cierto, estaba comandado por el quizá gallego Gregorio de Saavedra. 

Considerar esta contienda, pues, como una guerra de España contra Catalunya es un anacronismo o un desvarío, como el de no pocos manuales de segunda enseñanza de hoy que nos presentan la batalla del Ebro de la guerra civil como un ataque español contra Catalunya.

El himno de Els Segadors, por otra parte, hace referencia a un levantamiento popular contra la política del conde duque de Olivares, que, en tiempos no tan lejanos, se habría interpretado en clave de lucha de clases, pero que hoy, cautivo y desarmado el ejercito rojo, las tropas nacionalistas han alcanzado sus últimos objetivos analíticos y, en consecuencia, no se admite otra interpretación que la de alzamiento nacional. Es curioso que entre el marxismo y el nacionalismo, creaciones ideológicas casi rigurosamente contemporáneas, el primero haya pasado a ser percibido como una antigualla decimonónica o vegésima, mientras que el segundo es visto como un lozano fenómeno vigesimoprimero casi posmoderno.

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LAS PATRIAS CONSTRUIDAS
La invención de las naciones ha solido ser obra de urbanistas más o menos cultos: intelectuales, escritores, poetas, historiadores, maestros, curas, periodistas y gentes de similares oficios o profesiones. Ocurre que tras una primera fase muy minoritaria en la que la nación era objeto de atención y culto solo en cenáculos o círculos muy reducidos, se pasa pronto a su extensión a sectores amplios de la ciudadanía, hasta alcanzar el carácter de movimiento de masas que acabará adquiriendo en todas partes y en todos los casos.

Este proceso implica una gran movilización de entusiasmos y recursos y una larga marcha sobre todo los ámbitos y sectores de la actividad humana: de la nación "en todo estás y eres todo/para mí y en mí misma habitas, /y no me abandonarás nunca, /sombra que siempre ensombreces".

El proceso de nacionalización no termina, además, cuando las tropas nacionales alcanzan sus últimos objetivos, porque para el nacionalismo, que es de natural muy voraz y aun insaciable, hay un plus ultra que le permite continuar la historia interminable de la formación del espíritu patrio.

Hemos mencionado ya cómo el osianismo de Mcpherson, y el subsiguiente romanticismo, habían desatado en toda Europa un gran interés por lo popular, lo antiguo, lo propio, y cómo una serie de estudiosos empezaron por doquier un sistemático trabajo de recogida de poesías orales y de tradiciones populares. Jacob Grimm fue uno de los personajes clave de este movimiento y sus magníficos trabajos obtuvieron de inmediato una gran repercusión. Pues bien, la lectura de las obras de Grimm condujo al "anticuario" inglés William Thoms (1803-1885) a inventar el término folk-lore, formado sobre el modelo de etno-grafía, que significaba más o menos lo mismo, pero que tenía la ventaja de estar en inglés y no en griego. Es claro que para hablar de lo nuestro, lo genuino, lo propio, un cultismo griego no era tan apropiado como si lo llamamos con un compuesto creado con palabras inglesas de toda la vida, especialmente si resultan algo arcaicas, poéticas o dialectales, como es el caso de lore. El neologismo tuvo un éxito fulgurante y, lo que es más importante, tuvo muchísimos seguidores la propia actividad de recoger y estudiar manifestaciones de literatura oral y objetos y tradiciones antiguas, conservados especialmente en las zonas rurales y entre los campesinos.

Thoms era persona inteligente e intelectualmente honesta, por lo que advirtió ya contra el "ultracentenarismo", otro neologismo de su propia cosecha, que consiste en atribuir una antigüedad exagerada a tradiciones recién inventadas o, en todo caso, no tan viejas como se reclaman. Su libro Human Longevity: its Facts and Fictions, de 1873, sienta los principios contra ese vicio, pero ni entonces no ahora sus llamadas a la cautela y al rigor histórico resultaron del agrado de los entusiastas creyentes en la ancestral perennidad de las naciones: tras un somero análisis, uno puede concluir que resulta grotesco, por ejemplo, que se postule una secular antigüedad para la "tomatina de Buñol, un poner, pero en cambio esa misma persona, dotada de capacidad crítica, acepta con aparente ingenuidad que los Estados-nación europeos y otros candidatos a serlo tengan una secular antigüedad como entes diferenciados ya desde la más remota antigüedad. 

Lo malo es que el folclore se convirtió con frecuencia en un fake-lore, es decir, en una "supercherigrafía" porque se pasaba con muchas facilidad de estudios etnográficos reales a invenciones "pseudografías" que más que recolectar tradiciones, las inventaban, pero no se vayan a creer ustedes que se hacía eso con ánimo de engañar a incautos lectores: en absoluto. El propósito era loable, noble y legítimo, porque se trataba de engendrar y honrar a la naciente patria con lo que todo estaba permitido, incluida la falsedad intelectual.

Luis Racionero (El mapa secreto)

Enzo en Florencia
Cuando Enzo regresó finalmente a la ciudad que le viera nacer había cruzado ya el umbral de la mitad de su vida. Volver a Florencia, donde se había criado, le reconfortó: comenzaba a sentirse un desarraigado, un chino impostor o un renegado musulmán.

Tras tantos años alejado de su patria, se sentía Enzo más ajeno y extranjero incluso de lo que en otro tiempo se sintiera mientras recorría el mar de la China con el almirante eunuco o visitaba ciudades y países tan distintos y se mezclaba con hombres que profesaban credos variados. Eran tiempos en que observar otras culturas les fascinaba, y especialmente conocer más sobre las divinidades a las que rendían culto, a las que hacían sacrificios para conseguir tierras fértiles, abundancia para los cultivos, o enlaces conyugales favorables. Quería saberlo todo de aquellas deidades que otorgan serenidad a los hombres que las complacen con ofrendas o se muestran piadosos según los dictados de la tradición. Pensaba que el conocimiento sobre religiones y los dioses en la culminación de su condición de extranjero, pues pese a todo él seguía ligado a su propia cuna florentina. Sin embargo, cuando regresó a Florencia tuvo miedo de sentirse más próximo a lo que había conocido con minuciosidad de entomólogo o de copista medieval que de sus propias gentes. Y decidió recuperar, aunque fuera parcialmente, su condición de florentino. Así pues, la primera tarea a la Enzo decidió entregarse fue obtener información sobre quiénes eran los hombres más influyentes en la Signoria y, de entre ellos, quiénes podían serle más útiles para acceder a la presencia de Lorenzo de Medici, al que ya entonces llamaban el Magnífico, en condiciones favorables para cumplir la promesa hecha a Zheng He.

Muchas veces había oído a su padre hablar de la inesperada información que poseen sobre la vida de las ciudades y sus habitantes aquellos que por su profesión frecuentaban a los influyentes en situaciones en que estos escuchan relajados y en confianza porque quienes escuchan sus cuitas carecen de oportunidad de incentivos para perjudicarles; claro está, que reciban por sus servicios paga generosa y puntual. Tal es el caso, por ejemplo, de los sastres y barberos o, igualmente, libreros, joyeros o comerciantes en obras de arte, que dan ocasión a los acomodados de mostrar agradable presencia, dar muestra de su cultura o alardear de su gusto por las artes y mostrar, sin ser tenidos por fanfarrones, que su bolsillo les permite adquirir cosas de tanto valor que otros ni aun empeñado su propiedad más preciada podrían procurarse.

Así pues, pensó que en su primera visita tenía que dirigir sus pasos al sastre de su padre, que le conociera de niño. Lo recordaba con ternura por su carácter bondadoso y la generosidad con la que le obsequiaba golosinas, le fabricaba curiosos objetos de papel u otros artefactos que en la fértil imaginación de la infancia fácilmente se convertían en juguetes maravillosos y daban motivo a juegos e ilusiones felices y variadas.

La visita al sastre resultó entrañable. <<El tiempo pasa y todo cambia>>, pensó Enzo al ver al antiguo sastre familiar del que tan buen recuerdo conservaba. Andaba el hombre ahora cojitranco, encorvado, y su barriga, si antes prominente, ahora parecía dispuesta a estallar. Su nariz dejaba ver unas venillas entre rojo y violeta trazadas por los años y el gusto por los espíritus. Una enorme papada daba igualmente testimonio de que a su afición por los caldos de Montepulciano la acompañaban pitanzas. Sin embargo, mantenía el buen hombre un talante cordial y afectuoso. No había perdido su gusto por la conversación ni por mantenerla con ingenio, verbo fácil y frase certera. Cuando vio a Enzo entrar en el taller, lo miró primero con ese gesto tan común cuando se ve a alguien que se conoce pero que no se sabe quién es.

Cuando le dijo su nombre, abrió los brazos como si fuera a abrazarle pero no dio ni un paso pues la obesidad se lo desaconsejaba. Con voz de barítono ligeramente ronca exclamó:

-¡Bendito sea el Señor! ¿Qué ha sido de vuestra vida durante todos estos años? Desde que vuestro padre, que bien seguro en la gloria está, muriera muchas veces he pensado en qué lances andarías metido. Supe por vuestra madre que marchasteis a China, y que navegasteis en unas embarcaciones enormes con un marino al que llaman Simbad.

-Así es, a rasgos gruesos, Jacopo, así es. Pero ya pasó. Y bien, contadme qué hacéis vos. Cómo os van las cosas.

-No me quejo. Trabajo poco pues la vista no deja de hacerme trastadas pero con la ayuda de mis hijos me defiendo.

-Habladme de ellos. Cuando me fui erais un solterón empedernido. No serían pocas las veces que oí decir a mi madre que loado sería el día en que encontrarais una mujer con quien compartir vuestras cuitas.

-Pues así fue. La encontré, me dio hijos y van cumplirse ya más de cinco años que el señor se la llevó.

-Quisiera conocer a vuestra prole.

-Con sumo placer.

El buen hombre empezó a dar voces hasta que dos mozalbetes, un varón y una hembra, entraron en aquel desordenado taller que más que taller parecía una mirabilia de la confección. Tijeras de todo tipo, retales de telas variadas con predominio de las de lana, algunas sedas, brocados, ligas, calzas. Un enorme acerico de terciopelo con agujas de cabeza que parecían piedras preciosas, aunque eran meras cuentas de colores.

-Contadme pues, Jacopo, vos que frecuentáis a la flor y nata de esta ciudad. Qué ha sucedido durante estos años por la Signoria. ¿Qué se cuece hoy por aquí?

-No diría tanto como que fuera la flor y nata.

-No os quejéis, hombre, que bien feliz y satisfecho os encuentro.

-La verdad es que yo echo de menos los tiempos de Cosme el Viejo. Es cierto que era un hombre sin escrúpulos, como se dice en todos los rincones de la ciudad, pero no lo es menos que sabía como nadie hacer que todo funcionara.

-¿No os parece Lorenzo un buen estadista?

-No he dicho yo lo contrario, pero mantener el equilibrio se hace día a día más complicado. La guerra con Milán y Pisa ha dejado bastante temblorosa la hacienda de la Signoria y nosotros tenemos ahora que pagar los desperfectos. Los impuestos nos ahoga. Y aun no me importa porque Lorenzo, ni de lejos, es lo peor que pudiera sucedernos.

John Gray (El silencio de los animales) Sobre el progreso y otros mitos modernos

LOS ALQUIMISTAS DE LAS FINANZAS

Ha finales del siglo XX se instauró un nuevo tipo de política económica. En el pasado, el capitalismo reconocía el peligro del endeudamiento: hasta entonces, para que la economía no estuviera demasiado basada en el préstamo, se habían establecido límites sobre cuánto podían prestar los bancos. En el nuevo capitalismo se creía que la deuda podía crear riqueza: prestando suficiente dinero a gente suficiente, pronto todo el mundo sería rico.

La riqueza real es física e intrínsecamente finita: la riqueza real está formada por cosas que se utilizan o que se dejan oxidar, el tiempo las consume. La deuda es potencialmente ilimitada, se alimenta así misma y aumenta tanto que resulta imposible saldarla. La riqueza inmaterial creada por el nuevo capitalismo era también potencialmente ilimitada. La práctica de ofrecer hipotecas de alto riesgo, préstamos que los prestatarios nunca podrían devolver con sus ingresos, se ha descrito como préstamo abusivo. Y así lo era desde un determinado punto de vista. A no ser que los precios de la vivienda continuaran subiendo, los prestatarios estaban destinados a incumplir los pagos. Los únicos que se beneficiaban claramente de todo ello eran los empleados del los bancos, que recibían comisiones por vender préstamos que sabían que no podrían ser devueltos. 

Desde otro punto de vista, esta práctica era una forma de alquimia. Prestar dinero a gente que no podía permitirse esos préstamos era una manera de crear riqueza a partir de la nada. A pesar de la deslocalización industrial, la pérdida de habilidades de los trabajadores y el encarecimiento del petróleo, la prosperidad continuaba aumentando. La riqueza no se arrancaba de la tierra como antaño. Entre los antiguos alquimistas, los intentos de convertir un metal común en oro era considerado una forma del arte de la magia, un intento de subvertir las leyes de la naturaleza. En el siglo XXI, los que se dedican a la presunta disciplina de las ciencias económicas no fueron tan perspicaces. Salvo en contadas excepciones, se quedaron boquiabiertos cuando este experimento de alquimia terminó en farsa y en ruina.

El hipercapitalismo basado en la deuda que emergió en estados Unidos en las últimas décadas del siglo XX tenía que tener necesariamente una corta existencia. Los hogares cuyos ingresos decrecían o se mantenían al mismo nivel no podían pagar un endeudamiento en escalada. Cuando estalló la crisis financiera de 2007, el nivel de ingresos de la mayoría de los estadounidenses llevaba más de treinta años estancado. El auge del crédito había ocultado el empobrecimiento de la mayoría. Una nueva política económica estadounidense estaba emergiendo: una política económica en la que la proporción de la población que se encuentra entre rejas supera a la población presa de cualquier otro país, en la que hay muchísimos desempleados de larga duración, y en la que gran parte de los contratos son temporales y en la que mucha gente subsiste de la economía sumergida derivada del tráfico de de drogas, la prostitución y los mercadillo. Una economía propia de la época de las plantaciones en cuya versión posmoderna la servidumbre se puede encontrar en la calle en cualquier esquina. 

Según algunos historiadores, la desigualdad en Estados Unidos a principios del siglo XXI es mayor de lo que lo era en la economía esclavista de la Roma imperial del siglo II. Por supuesto, hay diferencias. Puede que el Estados Unidos de hoy sea menos estable que la Roma imperial. Cuesta comprender cómo la riqueza volátil de papel de unos pocos puede mantenerse sobre la base de una fuerza de trabajo diezmada en una economía hueca. El problema insuperable del capitalismo estadounidense quizá sean los beneficios decrecientes de la esclavitud de la deuda.

No es sólo la pobreza generalizada lo que hace difícil vivir bajo el nuevo capitalismo. En América del Norte más que en ningún sitio, la creencia de que la vida de una persona puede ser una historia de continua mejora ha formado parte de la psique. En la nueva economía, en la que la existencia desarticulada es una suerte común, esa historia carece de sentido. Si el significado de la vida se proyecta hacia el futuro ¿cómo ha de vivir la gente cuando el futuro ya no se puede imaginar? El éxito del <<Tea Party Movement>> sugiere un repliegue hacia una especie de psicosis cargada de rencor, cuyos populistas demagogos prometen un retorno a un pasado mítico.

Y lo que está ocurriendo en Europa no es tan diferente. Al tiempo que las clases trabajadoras se quedan sin trabajo, las clases medias ese están convirtiendo en un nuevo proletariado. El resultado final del boom ha sido la merma de los ahorros y la destrucción de los oficios. Como resultado de la austeridad, se está produciendo una huida de la ciudad al campo y una reversión a la economía de trueque, reverso del desarrollo económico. La ironía, un tanto predecible, es que la determinación de imponer la modernización está forzando una vuelta a formas de vida más primitivas.

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LA FELICIDAD, UNA FICCIÓN DE LA QUE ES MEJOR DESHACERSE
Freud escribió a una de sus pacientes: <<No dudo que para el destino sería más fácil que para mí curarla, pero ya se convencerá usted de que adelantamos mucho si conseguimos transformar su tristeza histérica en un infortunio corriente. Una vez restaurada su vida interior, tendrá usted más armas para luchar contra esa infelicidad>>. Para Freud, la búsqueda de la felicidad nos distrae del hecho de vivir. Sería mejor ponerse algo diferente como objetivo, un tipo de vida en el que uno no necesitara una ilusión de satisfacción para considerar el hecho del ser humano una experiencia interesante  que merece la pena vivir.

Según el credo contemporáneo, la plenitud sólo puede encontrarse siendo la persona que uno realmente quiere ser. En cada uno de nosotros hay posibilidades únicas que esperan ser desarrolladas. Para nuestra desgracia, la mayor parte de estas posibilidades terminan en frustración, razón por la que a mucha gente le ahoga su vida: han perdido la oportunidad de ser ellos mismos. ¿Pero saben a caso quién es la persona que quieren ser? Si llegaran a ser esa persona ¿serían entonces <<felices>>? En la practica sólo alguien que estuviera crónicamente triste basaría su vida en una especulación tan disparatada. Lo que en realidad ocurre es que la mayoría de la gente pasa su vida en un estado de prometedora agitación. Encuentran sentido en el sufrimiento que conlleva la lucha por la felicidad. En su huída del vacío, no hay nada a lo que la humanidad moderna esté tan apegada como a este estado de tristeza feliz.

La idea de la realización personal debe mucho al movimiento romántico. Para los románticos, la originalidad era el logro supremo. Al crear nuevas formas, el artista era como un dios. Los poemas y los cuadros de los artistas románticos no era eran variaciones sobre temas tradicionales. Esteban hechos para ser algo nuevo en el mundo y pronto comenzó a pensarse que cada vida humana podía ser original de esta misma manera. Sólo buscando y llegando a ser su yo verdadero podía uno ser feliz.

Para Freud no había ningún yo verdadero que encontrar. La mente era un caos y la tarea de la razón consistía en poner orden sobre ella. En 1932, Freud se carteó con Einstein, quien le preguntó si alguna vez terminarían las guerras. En este contexto, Freud escribió: <<Lo ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida instintiva a la dictadura de la razón. Ninguna otra cosa sería capaz de producir una unión más perfecta y resistente entre los hombres, aun renunciando a vínculos efectivos entre ellos, pero es muy probable que sea una esperanza utópica>>.

Para Freud la vida humana era un proceso de construcción del ego, no una búsqueda de un yo interior ficticio. Si uno se empeña en buscar su yo verdadero, nunca dejará de sentirse decepcionado. Si uno no tiene un potencial especial, el coste de intentar conseguir que su naturaleza interior dé frutos será una existencia dolorosamente malgastada. Si no tiene un talento inusual, este talento sólo le proporcionará la plenitud buscada si los demás también lo encuentran valioso. Hay pocos seres humanos tan infelices como aquéllos que tienen un don especial por el que nadie se interesa. En cualquier caso, ¿quién quiere pasarse la vida sin hacer nada más que esperar a ser reconocido? Como escribió John Ashbery:

Un talento para la propia realización
no te llevará más que hasta el espacio que queda libre
junto al depósito de madera, donde se pasa lista.

El ideal romántico invita a la gente a buscar su auténtico yo. No existe un tal <<yo>>, pero eso no significa que podamos ser cualquier cosa que queramos. El talento es un don de la fortuna, no algo que podamos elegir. Si uno cree tener un talento que resulta no tener, se convierte en una versión de Salieri, el compositor cuya vida se envenenó con la aparición de Mozart. No es que Salieri no tuviera talento. Durante gran parte de su vida tuvo una carrera exitosa. Pero si hemos de creer el retrato que Pushki y otros nos han dejado de él, su vida estuvo consumida por la sospecha de que no era más que un impostor. Una sociedad en la que a la gente le han enseñado a ser ella misma tiene que estar forzosamente llena de impostores. 

La idea de la propia realización es una de las ficciones modernas más destructivas. Sugiere que uno sólo puede florecer en un tipo de vida o en un pequeño número de vidas similares, cuando lo cierto es que todo el mundo puede desarrollarse en un gran variedad de formas. Pensamos que una vida feliz es aquélla que termina en plenitud. Desde Aristóteles, los filósofos nos han animado a pensar de esta manera: mirando hacia atrás. Pero eso significa mirar nuestra vida como si ya hubiera terminado, y nadie sabe cómo acabará su vida. Pasarse los días escribiendo la esquela de la persona que uno habría podido ser parece un extraño modo de vida.

Los seres humanos tienen más probabilidades de encontrar maneras de vivir bien si no se pasan la vida intentando ser felices. Esto no significa que hayamos de perseguir la felicidad de forma indirecta, una idea también heredada de Aristóteles. En su lugar, lo mejor que podemos hacer es no buscar la felicidad en absoluto. Buscar la felicidad es como haber vivido de antemano todo lo que es importante: lo que uno quiere, quién es... ¿Por qué encanquetarse a uno mismo la carga de ser un personaje en una historia tan sosa? Mejor inventarse la propia vida mientras se camina y no apegarse demasiado a las historias que uno se cuenta a sí mismo por el camino.

Aprender a conocerse a uno mismo significa contar la historia de la propia vida de una manera más imaginativa que en el pasado. Al tiempo en que uno llega a ver su vida a la luz de esta nueva historia, uno cambia. La vida de uno la conformará entonces una ficción, podría decirse. A lo que Freud se refería al hablar del trabajo de la construcción del ego es el hecho de enmascarar ficciones. El yo en sí mismo es una ficción, una ficción que nunca se fija ni se termina. En palabras de Freud: <<En el ámbito de la ficción encontramos la pluralidad de vidas que necesitamos>>.

* John Gray (La comisión para la inmortalidad) La ciencia y la extraña...
* John Gray (El alma de las marionetas) Un breve estudio sobre...
* John Gray (Misa negra) La religión apocalíptica y la muerte de la utopía
Gray, John (Los nuevos leviatanes) Reflexiones para después del... 

Moisés Naím (El fin del poder) Empresas que se hunden, militares derrotados, papas que renuncian y gobiernos impotentes: cómo el poder ya no es lo que era

LA OLEADA DE INNOVACIONES POLÍTICAS QUE SE AVECINA

Restablecer la confianza, reinventar los partidos, encontrar nuevas vías para que los ciudadanos corrientes puedan participar de verdad en el proceso político, crear nuevos mecanismos de gobernanza real, limitar las peores consecuencias de los controles y contrapesos y, al mismo tiempo, evitar la concentración excesiva del poder y aumentar la capacidad de los países de abordar conjuntamente los problemas globales, deberían ser los objetivos fundamentales de nuestra época.

Sin estas transformaciones, el progreso sostenido en la lucha contra las amenazas nacionales e internacionales que conspiran contra nuestra seguridad y nuestra prosperidad serán imposibles.

En esta época de constante innovación, en la que casi nada de lo que hacemos o experimentamos en nuestra vida cotidiana ha quedado intocado por las nuevas tecnologías, existe un ámbito crucial en el que, sorprendentemente, muy poco ha cambiado: la manera en que nos gobernamos. O nuestras formas de intervenir como individuos en el proceso político. Algunas ideologías han perdido apoyos y otras lo han ganado, los partidos han tenido su auge y su caída, y algunas prácticas de gobierno han mejorado gracias a reformas económicas y políticas, y también gracias a la tecnología de la información. Hoy, las campañas electorales se apoyan en métodos de persuasión más sofisticados, y, por supuesto, más gente que nunca vive gobernada por un líder al que ha elegido, y no por un dictador. Pero estos cambios, aunque bienvenidos, no son nada en comparación con las extraordinarias transformaciones en las comunicaciones, la medicina, los negocios, la filantropía, la ciencia o la guerra.

En resumen, las innovaciones disruptivas no han llegado aún a la política, el gobierno y la participación ciudadana.

Pero llegarán.

Se avecina una revolucionaria oleada de innovaciones políticas e institucionales positivas. Como ha demostrado este libro, el poder está cambiando tanto, y en tantos ámbitos, que sería sorprendente que no aparezcan nuevas formas de usar el poder para responder mejor a las necesidades y exigencias de la gente.

Por todo esto no es descabellado pronosticar que veremos transformaciones inevitables en la forma en que la humanidad se organiza para sobrevivir y progresar.

No sería la primera vez que esto sucede. En otras épocas también hubo estallidos de innovaciones radicales y positivas en el arte de gobernar. La democracia griega y el alud de cambios políticos desencadenado por la Revolución francesa no son más que dos de los ejemplos más conocidos. Y ya va siendo hora de que haya otro. Como afirmaba el historiador Henry Steele Commager a propósito del siglo XVIII:

Inventamos prácticamente todas las instituciones políticas importantes que poseemos, y no hemos inventado ninguna más desde entonces. Inventamos el partido político, la democracia y el gobierno representativo. Inventamos el primer sistema judicial independiente de la historia... Inventamos el procedimiento de revisión judicial. Inventamos la superioridad del poder civil sobre el militar. Inventamos la libertad religiosa, la libertad de expresión, la declaración de derechos constitucionales. Podríamos seguir y seguir... Todo un legado. ¿Pero qué hemos inventado después que tenga una importancia comparable?

Después de la Segunda Guerra Mundial, vivimos una oleada de innovaciones políticas para evitar otro conflicto de esa magnitud. El resultado fue la creación de Naciones Unidas y toda una serie de organismos especializados, como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que cambiaron el mapa institucional del mundo.

Ahora está fraguándose una nueva oleada de innovaciones, incluso de mayor envergadura, que promete cambiar el mundo tanto como las revoluciones tecnológicas de los últimos decenios. No empezará desde arriba, no será ordenada ni rápida, resultado de cumbres o reuniones, sino caótica, dispersa e irregular. Pero es inevitable.

Empujada por los cambios en la manera de adquirir, usar y retener el poder, la humanidad debe encontrar, y encontrará, nuevas fórmulas para gobernarse.

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