En memoria de Jorge Semprún
George Orwell quiso ser <<un escritor político, dando el mismo peso a cada una de estas dos palabras>>. El placer de causar placer, es decir la vocación de escribir, no anularía en él el interés político: la defensa de la justicia y la libertad. Pero aún menos se doblegaría a la manipulación política de la escritura: <<El lenguaje político -y con variaciones esto es verdad en todos los partidos políticos, de los conservadores a los anarquistas- está diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato parezca respetable, y para dar apariencia de solidez a lo que es puro viento>>. Luchar contra la tergiversación y la máscara es la primera tarea del escritor político. Su credo empieza por el mandamiento que prohíbe mentir, aun antes del que prohíbe matar.
Por supuesto, la ficción no es una mentira -siempre que se presente sin ambigüedades como tal- sino otra vía de aproximación a la verdad amordazada: pero en cambio la oscuridad del estilo, apreciada por los estetas y los las mentes confusas que elogian en cuanto no entienden, ya es un comienzo de engaño. La precisión y la inteligibilidad tienen un componente técnico (que Orwell analiza en La política y el lenguaje inglés) pero sobre todo son una decisión moral: <<La gran enemiga del lenguaje claro es la sinceridad>>. También hace falta tener un ánimo poco sobrecogido, que no retroceda ante los anatemas de los guardianes de la ortodoxia ni ante la desaprobación hostil de los voceros de la heterodoxia: <<Para escribir en un lenguaje claro y vigoroso hay que pensar sin miedo, y si se piensa sin miedo no se puede ser políticamente ortodoxo>>. Por supuesto, eso lleva a enfrentarse tanto con los partidarios a ultranza de lo establecido como con los ordenancistas de la subversión. Desde el frustrado viaje a Siracusa de Platón, la peor dolencia gremial de los intelectuales es no considerar poder legítimo más que el que parece instaurar las ideas que ellos comparten. Los demás son adversarios o usurpadores. De aquí una gran dificultad para hacer dirigir la democracia a quienes debieran argumentar en su defensa.
George Orwell (como Chesterton, como cualquiera que asume la mentalidad reptiliana del <<amigo-enemigo>> en el plano social) aceptó la paradoja y se autodenominó <<anarquista conservador>> o si se prefiere la versión de Jean-Claude Michéa, <<anarquista tory>>. Esto implica saber que <<en todas las sociedades, la gente común debe vivir en cierto grado contra el orden existente>>. Pero también que las personas normales no aspiran al Reino de los Cielos ni a la perfección semejante a él sobre la tierra, sino a mejorar su condición de forma gradual y eficiente. Existe en la mayoría de las personas -y ésta es quizá la única concesión de Orwell a la peligrosa tentación de la utopía- una forma de common decency, una decencia común y corriente que consiste, según la glosa de Bruce Bégout, <<en la facultad instintiva de percibir el bien y el mal, frente a cualquier forma de deducción transcendental a partir de un principio>>. Es lo que hace que, más allá de izquierdas y derechas, existan buenas personas en los dos campos o a caballo entre ambos. En cuanto prevalecen, el mundo mejora. Por cierto, siguiendo esta vena de benevolencia utopista, Orwell descubrió cuando estuvo en Catalunya durante la guerra civil que los españoles tenemos una dosis de decencia innata, tonificada por un anarquismo omnipresente, más alta de lo normal y gracias a la cual nos salvaremos de los peores males...
Es bien sabido que Orwell combatió el totalitarismo, tanto nazi como bolchevique, pero su compromiso político no fue meramente negativo ni maximalista. Por supuesto, apoyaba la democracia pese a sus imperfecciones y se revolvía contra quienes decían que era <<más o menos lo mismo>> o <<igual de mala>> que los regímenes totalitarios: según él, una estupidez tan grande como decir que tener sólo media barra de pan es lo mismo que no tener nada que comer. Consideraba que el capitalismo liberal en la forma que él conoció era insostenible, además de injusto, por lo que siempre apoyó el socialismo, cuyo proyecto constituía a sus ojos la combinación de la justicia con la libertad. Y ello pese a que quienes se autoproclaman socialistas no sean siempre precisamente dechados de virtud política: <<Rechazar el socialismo porque muchos socialistas son individualmente lamentables sería tan absurdo como negarse a viajar en un tren cuando a uno le cae mal el revisor>>. Pensaba que la mayoría de las escuelas privadas de Inglaterra merecían ser suprimidas, porque sólo eran negocios rentables <<gracias a la extendida idea de que hay algo malo en ser educado por la autoridad pública>>. Se oponía a los nacionalismos en cuanto tienen de beligerante, disgregador y ficticio (para cualquier extranjero, por ejemplo, un inglés es indiscernible de un escocés...¡y hasta de un irlandés!) y defendía el patriotismo democrático, reclamando que se uniera de nuevo a la inteligencia que hoy le volvía la espalda. Se escandalizaba porque Inglaterra fuese quizá el único gran país cuyos intelectuales están avergonzados de su propia nacionalidad. Algo le podríamos contar hoy de lo que ocurre en otros lugares.
Orwell eligió no más difícil: no escribió para su clientela y contra los adversarios, sino contra las certidumbres indebidas de su propia clientela política. No tuvo complejos ante la realidad, sino que aspiró a hacer más compleja nuestra consideración de lo real. Es algo que la pereza maniquea nunca perdona: siempre proclama que se siente <<decepcionada>> por el maestro que prefiere moverse con la verdad en vez de permanecer cómodamente repantingado en el calor de establo de las certidumbres ortodoxas e inamovibles. Esa decepción proclamada por los rígidos le parecía a Orwell indicación fiable de estar en el buen camino: <<En un escritor de hoy puede ser mala señal no estar bajo sospecha por tendencias reaccionarias, así como hace veinte años era mala señal no estar bajo sospecha por simpatías comunistas>>. Esta toma de postura atrajo sobre él no sólo los malentendidos, quizá inevitables, sino también la calumnia. Estalinistas de esos que han olvidado que lo son le acusaron (al final de los años noventa del pasado siglo) de haber facilitado una lista de intelectuales comunistas a los servicios secretos ingleses. La realidad, nada tenebrosa, es que a título privado ayudó a una amiga que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores buscando intelectuales capaces de contrarrestar la propaganda comunista en la guerra fría, señalándole a quienes por ser sectarios o imbéciles le parecían inadecuados para la tarea. Los mismos que se pasan la vida denunciando agentes al servicio de la CIA o fascistas encubiertos no se lo perdonaron ni se lo perdonan. Yo mismo tuve que defenderle no hace muchos años de esta calumnia en las páginas de este diario.
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