Un paternalismo sin padre
El nuevo rico y el rico a la antigua
Buena parte de los males analizados en este libro se originan en una nueva forma de paternalismo, surgida de las ruinas del antiguo paternalismo de los reyes, los sacerdotes, los padres autoritarios, el amo esclavista y el terrateniente. El capitalismo destruyó los vínculos de dependencia personal solo para revivir la dependencia bajo la cobertura de la racionalidad burocrática. Tras dejar atrás el feudalismo y la esclavitud y desbordar, luego, su propia modalidad íntima y familiar, el capitalismo evolucionó hacia una nueva ideología política, el del liberalismo del bienestar, que absuelve a los individuos de toda responsabilidad moral y los trata como víctimas de las circunstancias sociales. Desarrolló nuevos estilos de control social, que tratan a quien se desvía de la norma como un «paciente» y reemplazan el castigo por la rehabilitación médica. Dio pie a una nueva cultura, la cultura narcisista de nuestra época, que tradujo el individualismo predatorio del Adán americano a una jerga terapéutica que no proclama tanto el individualismo como el solipsismo, justificando el ensimismamiento como «autenticidad» y como «apertura de conciencia».
De talante en apariencia igualitario y antiautoritario, el capitalismo moderno desechó la hegemonía del clero y de la monarquía solo para sustituirla por la hegemonía de las grandes corporaciones, de la clase gerencial y profesional que opera el sistema corporativo y el Estado corporativo. Surgió una nueva clase dominante de administradores burócratas, técnicos y expertos, la cual retuvo tan pocos atributos previamente asociados a una clase dominante —orgullo de su posición, «hábito de mandar», desdén por los órdenes inferiores— que su existencia como clase pasa a menudo inadvertida. La diferencia entre la élite gerencial y la vieja élite propietaria marca la diferencia entre una cultura burguesa, que hoy subsiste únicamente en los márgenes de la sociedad industrial, y la cultura terapéutica del narcisismo.
La diferencia aflora más nítidamente en los estilos contrastantes de crianza de los hijos. Mientras que el nuevo rico participa de la confusión reinante acerca de los valores que los padres deberían transmitir a sus retoños, el rico de viejo cuño tiene ideas muy firmes sobre la crianza y no duda en ponerlas en práctica. Intenta impresionar al niño con las responsabilidades asociadas a los privilegios que habrá de heredar. Hace lo que está en su mano para inculcarle cierta rudeza, que incluye no solo la disposición a sortear los obstáculos, sino la aceptación sin sensiblerías de las diferencias sociales. Para que los herederos del privilegio se conviertan en administradores y custodios de la gran riqueza —en presidentes de consejos de dirección, propietarios de minas, coleccionistas, connsoisseurs, padres y madres de las nuevas dinastías— deben aceptar la inevitabilidad de las desigualdades, lo ineludible de las clases sociales. Han de dejar de preguntarse si la vida es justa con sus víctimas. Deben dejar de «soñar despiertos» (como lo ven sus padres) y seguir adelante con los asuntos verdaderamente serios de la vida: los estudios, la preparación para una carrera, las lecciones de música, las lecciones de equitación, de ballet, de tenis, las fiestas, los bailes, la vida social; toda esa ajetreada ronda de actividades, aparentemente sin finalidad para un observador casual (o incluso para un observador atento como Veblen), a través de la cual el rico propietario adquiere disciplina y coraje, el don de la persistencia y el dominio de sí mismo.
En las familias de la vieja élite propietaria, los padres parecen plantear más exigencias a sus hijos que los padres «modernos», y la riqueza les brinda la facultad de respaldar esas exigencias. Controlan los colegios e iglesias a los que asisten sus vástagos. Cuando deben recurrir al consejo de algún profesional, tratan con el experto desde una posición de fuerza. Exhiben la confianza en sí mismos que se deriva del éxito: de un patrón de éxito reiterado, en muchos caos, durante varias generaciones. Al lidiar con sus críos, insisten no solo en su propia autoridad, sino en la voz autorizada del pasado. Las familias ricas se inventan leyendas en torno a sí mismas que los jóvenes internalizan. En muchos sentido, los más importante que entregan a sus hijos es una conciencia de continuidad generacional, algo muy poco frecuente en cualquier otro segmento de la sociedad contemporánea. James, el hijo de un empresario del algodón de Nueva Orleans, «da por sentado que él también tendrá un hijo», según Robert Coles, y que «la familia habrá de sobrevivir» como «lo ha hecho por siglos: a través de las guerras, las revoluciones, los desastres naturales y aquellos provocados por el hombre».
El sentido de la continuidad se debilita de forma significativa a medida que la élite va desplazando a la vieja clase proletaria. La antigua burguesía, que obtiene sus ingresos de sus propiedades antes que de un sueldo, representa aún la cima de la riqueza, pero, a pesar de sus cadenas de grandes almacenes y las fincas urbanas y las grandes plantaciones, no controla ya las grandes corporaciones locales y transnacionales, ni desempeña un papel preponderante en la política nacional. Es una clase agónica, obsesionada, ciertamente, con su propia decadencia. Pero, aun, en decadencia, sabe inculcar a los más jóvenes una sensación preclara de la propia valía, a menudo teñida de aprensiones que surgieren que las influencias foráneas están arrasando con todo. En Estados Unidos, la lealtad de clase que las familias propietarias inculcan a sus hijos se forjó en medio de impactantes escenas de la lucha de clases en ciertas áreas del país —el delta del Misisipi, los bosquecillos de naranjas de Florida, los Apalaches—donde la lucha sigue viva e intensa. Esa generalización de que los niños de hoy ven rara vez a sus progenitores en el trabajo se aplica difícilmente a niños que ven con sus propios ojos lo que sus padres hacen para ganarse la vida: explotar a los más pobres. Los padres de la vieja clase empresarial ni están ausentes ni se muestran impotentes en uno u otro sentido. De hecho, su aptitud para inculcar no solo respeto, sino temor, inquietan a sus vástagos. A pesar de todo, la mayoría de esos niños aprende finalmente a superar su noción de juego limpio, a aceptar las responsabilidades que supone la riqueza y a identificarse en todo sentido con la fortuna familiar.
Cuando oscilamos desde los propietarios ricos a los mucho más numerosos empresarios ricos, el patrón cambia. Aquí nos topamos con ejecutivos en fase ascendente, cuyos hijos no adquieren un sentido de la posición propia. El trabajador se convierte en algo abstracto, el conflicto de clases se institucionaliza y su ocurrencia se evita o niega. En las grandes urbes contemporáneas, el pobre tiende a hacerse invisible y el problema de la injusticia ya no se presenta tan nítidamente como en otros lugares. En las viejas familias empresariales, los niños temían que la casona familiar fuera arrasada y sus posesiones, saqueadas. Los hijos de las familias de los gerentes no poseen este sentido de la permanencia que origina ese temor. La vida se reduce para ellos a una serie de traslados y sus padres se reprochan por no brindarles un verdadero hogar: por no ser «mejores padres».
En una de las familias estudiadas por Coles, que ilustra a la perfección este patrón emergente de desarraigo y anomina de los cuadros gerenciales, el padre, un ejecutivo de una empresa electrónica de Nueva Orleans, bebe en exceso y se pregunta en ocasiones «si todo vale la pena: la lucha que libró para llegar a la cima». La madre bebe también, aunque en secreto, y se disculpa ante sus hijos por «no ser una mejor madre». Su hija, criada por una serie de sirvientas, crece con ansiedades y rencores no bien definidos, con escasa culpa, pero mucha ansiedad. Se ha transformado en una niña problemática. En dos ocasiones ha escapado de su hogar. Ahora consulta a un psiquiatra y ya no siente nada «en particular» por ello, porque la mayoría de sus amigos acuden también al psiquiatra. La familia está a un paso de volver a mudarse.
La élite gerencial y profesional como clase dominante
Como hasta los ricos pierden el sentido de su posición y de la continuidad histórica, la sensación de «tener prerrogativas» —que da por sentadas las ventajas heredadas— da paso a lo que los clínicos denominan «prerrogativas narcisistas»: ilusiones grandiosas, vacío interior. Las ventajas que el. nuevo rico otorga a sus hijos se reduce únicamente al dinero. A medida que la nueva élite desecha la perspectiva de an antigua burguesía, no se identifica con la ética del trabajo y de la responsabilidad que conlleva la riqueza, sino con una ética del ocio, el hedonismo y la realización personal. Aunque siga gestionando las instituciones contemporáneas en provecho de la propiedad privada, sustituye la formación del carácter por la permisividad; la sanación de las almas, por la cura de la psiquis; la justicia ciega, por la justicia terapéutica; la filosofía, por las ciencias sociales; la autoridad personal, por la autoridad igualmente irracional de los expertos profesionales. Atenúa la competencia mediante la cooperación antagónica, a la vez que elimina muchos rituales en que las pulsiones agresivas se manifestaban en forma civilizada. Rodea a la gente de «información simbólicamente mediatizada» y sustituye la realidad por las imágenes de la realidad. Sin proponérselo, crea nuevas formas de analfabetismo, incluso al instaurar un sistema de enseñanza universal. En su intento de rescatarla, ha minado a la familia. La nueva élite ha rasgado el velo de caballerosidad que antaño atenuaba la explotación de la mujer y puesto a hombres y mujeres frente a frente, como antagonistas. Ha expropiado de manos del trabajador el conocimiento de su especialidad y el «instinto» de crianza a las madres y reorganizado todo ese conocimiento como un cuerpo de tradiciones esotéricas que resultan asequibles únicamente para los iniciados. La nueva clase dominante ha elaborado nuevos patrones de dependencia, con la misma eficacia con que sus antepasados erradicaron la dependencia del campesinado de su señor, la del aprendiz de su amo y la de la mujer de su hombre.
No pretendo sugerir aquí que exista una conspiración de vastos alcances en contra de nuestras libertades. Las cosas que he mencionado se han hecho a la luz del día y, por lo general, con buenas intenciones. Tampoco surgieron como una política unificada de control social. La política social, por lo menos en Estados Unidos, se desarrolló como respuesta a una serie de urgencias inmediatas, y quienes la elaboraron rara vez veían más allá de los problemas que enfrentaban. Por lo demás, el culto al pragmatismo justifica su falta de voluntad o incapacidad de elaborar planes de largo plazo. El hilo conductor de sus acciones es la necesidad de promover y defender el sistema capitalista corporativo del que ellos mismos —los gerentes profesionales que operan el sistema— derivan buena parte de sus beneficios. La necesidades del sistema van perfilando la política y establecen los límites permitidos a debate público. La mayoría de nosotros puede ver el sistema, pero no la clase que lo administra y que monopoliza la riqueza que aquel general. Nos resistimos a un análisis de clase de la sociedad moderna por tratarse de una «teoría conspirativa». Nos privamos así de entender cómo surgieron nuestras actuales dificultades, por qué o cómo podríamos resolverlas.
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