Jordi Pigem (Ángeles o robots) La interioridad humana en la sociedad hipertecnológica

Creo que la mente puede ser profanada de modo permanente por el hábito de prestar atención a cosas triviales, que tiñen de trivialidad todos nuestros pensamientos [...] Deberíamos tratar a nuestras mentes, es decir, a nosotros mismo, como criaturas tiernas e inocentes de las que tenemos custodia, y vigilar qué objetos y temas dejamos llegar a su atención.*

Unas generaciones después, Stefan Zweig se preguntaba si seguiría habiendo poetas «en nuestros días, con nuestras nuevas formas de vida, que nos expulsan violentamente de todo recogimiento interior, como un incendio forestal expulsa a los animales de sus madrigueras». Tal vez lo que sorprendía a Thoreau y a Zweig se ha vuelto tan omnipresente que nos hemos acostumbrado a ello. O no hemos acabado de acostumbrarnos, si mantenemos un mínimo de recogimiento interior, que habrá que proteger guardando distancia del alud de información sin conocimiento y de conocimiento sin sabiduría que conforma, decíamos, «una especie de contaminación mental». Las redes digitales son una invitación a la disciplina.

También el novelista hoy más popular en Estados Unidos, Jonathan Franzen, hace afirmaciones contundentes sobre las plataformas digitales:

La contradicción de Occupy y los movimientos de indignados, que tienen unos argumentos políticos sofisticados [...], es la manera en que se comunican: utilizando estas plataformas de internet, redes como Facebook o Twitter, que son las que nos oprimen. Incluso si las utilizan para criticar a la sociedad, las están ayudando, y sin darse cuenta se quedan indefensos ante el poder real, que ellas ostentan. Hubo una época, la del comunismo, en la que la respuesta a todas las preguntas era: socialismo. Hoy esa respuesta es: redes sociales, internet. Damos un enorme poder a las grandes corporaciones que pretenden definir y dirigir todos los términos de nuestra existencia. Hay algo de totalitario en internet.

La expresión realidad virtual fue acuñada por Jaron Lanier, icono de la cultura digital, que desde hace años advierte contra la ideología predominante en el mundo digital, que él denomina totalitarismo cibernético: la tendencia creciente a reducir las personas y la realidad a los parámetros de la informática. Los acólitos del totalitarismo cibernético creen que «toda realidad, incluidos los humanos, no es más que <<un gran sistema de información»

La seducción del espejismo dataísta lleva a despojar el mundo real de matices, de cualidades y de profundidad ontológica, reduciéndolo a la unidimensionalidad yerma y desencantada de los meros datos.

De entender la realidad como misterio y prodigio a entenderla como información. De la sana experiencia de sentirse miembro de pleno derecho de un universo lleno de vida, a la experiencia alienada de sentirse mero resultado de combinaciones más o menos arbitrarias de dígitos inertes. De la participación holística a las sombras unidimensionales. Si, siguiendo al platonismo y al neoplatonismo, entendiéramos las cosas del mundo como sombras de las realidades de un mundo intangible, los datos no nos llevarían más cerca de ese mundo ideal, sino más lejos, más abajo. Si las cosas son sombras, los datos son sombras de sombras.

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La realidad no se puede digitalizar, porque no está hecha de objetos aislados, sino de relaciones, y es mucho más compleja e impredecible de lo que los mitos digitales en boga nos harían creer. La versión digital solo es una fría sombra del mundo real. La acumulación y el tratamiento de datos nunca podrán reemplazar a la vida ni a la interioridad humanas. El dataísmo se niega a ver la vida allí donde está, y esa vida que se niega a ver la proyecta en ídolos digitales, como señala Lanier:

A los totalitarios cibernéticos les encanta pensar en la información como si estuviera viva y tuviera sus propias ideas y ambiciones. Pero ¿y si la información es [...] menos que inanimada, un simple producto del pensamiento humano.

La información es una experiencia alienada.

Las seducciones del totalitarismo cibernético, según Lanier, quieren llevarnos a un mundo donde «soportaremos alegremente la indignidad siempre que esté recubierta de modernidad». Las tecnologías no han sido diseñadas por almas caritativas, sino por empresas que buscan beneficios. Lo que a nosotros nos parece gratuito mueve dinero por alguna parte, sea con la venta de datos a partir del rastro que vamos dejando, sea con publicidad explícita o encubierta. No pocos diseñadores de Silicon Valley impiden a sus hijos utilizar los móviles y juegos que inventan, precisamente porque saben que generan adicción. Uno de ellos, Tristan Harris, abandonó su trabajo en Google tras darse cuenta de hasta qué punto las aplicaciones y páginas web están deliberadamente diseñadas para que los usuarios queden enganchados. Desde entonces intenta introducir en el mundo digital un código ético que ponga el respeto a las personas por encima de la voluntad de manipularlas. Una de sus propuestas es un juramento hipocrático, como el de los médicos, que obligue a los diseñadores de software a actuar con mayor responsabilidad respecto a las aplicaciones psicológicas de sus productos.

El nihilismo digital es hijo del vacío existencial. La sociedad hipertecnológica propicia un desarraigo que es sentido interiormente como desasosiego. Sin arraigo, el viento se nos lleva y todo movimiento externo nos agita. Esta agitación ontológica, es la fuente última (previa a los factores psicológicos, sociológicos o económicos) que impulsa el espejismo de la aceleración, en espejismo consumista, el espejismo de la seguridad y el espejismo dataísta. Es también la fuente del autoengaño que nos hace ignorar nuestro desarraigo y nuestra insatisfacción existencial, y que nos hace soñar que, pese a todo, vivimos en el mejor de los mundos posibles.

Nunca antes el mundo había tenido tanta información y tantas posibilidades. Y sin embargo, nunca antes la inteligencia había estado tan cerca del delirio y la humanidad tan cerca del terricidio y del suicidio. El sistema global, poderoso y frágil como el Titanic, choca contra el iceberg (agua helada que vence al frío metal) de la realidad geológica y biosférica, local y global, mientras en cubierta casi todos lo ignoran, distraídos con sus pantallas. Las tecnologías de la información y la comunicación, maravillosamente útiles para tantas cosas, en ocasiones pueden transformar su acrónimo (TIC) en Tecnologías de Idiotización Colectiva.

* Henry David Thoreau

Pigem, Jordi (La nueva realidad) Del economicismo a la conciencia...
Pigem, Jordi (Inteligencia vital) Una visión postmaterialista de la vida y...
Pigem, Jordi (Pandemia y posverdad) La vida, la conciencia y la Cuarta...
Pigem, Jordi (Tècnica y totalitarisme) Digitalizació, deshumanizació...

Félix de Azúa (Baudelaire y el artista de la vida moderna)

Presupuestos 

Para orientarnos en nuestra perplejidad en materia de «arte» es conveniente volver una y otra vez al último momento ingenuo, momento anterior a las vanguardias del siglo XX, cuando todavía era posible hablar de arte. Sobre nuestra perplejidad no es preciso perder el tiempo en demostrarla, es demasiado evidente. Puede, sin embargo, resumirse diciendo que carecemos de método para enjuiciar lo relacionado con el arte (bueno, malo; verdadero, falso; real, imaginario) porque el objeto del juicio se ha oscurecido. La máxima complejidad que admite nuestro juicio sobre un objeto artístico es «barato», «caro». En este sentido (pero sólo en este sentido) puede afirmarse que nada de cuanto se produce en el departamento de «arte» tiene ya la posibilidad de ser tratado como arte. Algo similar sucede en el departamento de «religión».

Así y todo, y para evitar el uso irritante de las comillas, usaremos la palabra arte para referirnos al «arte», es decir, a las producciones artísticas posteriores a 1865, aunque es dudoso que respondan al mismo concepto. 

El objeto del arte occidental es la representación continua de espacios, tiempos y sujetos en articulación. Cada representación da lugar a un objeto implicado en nuestro mundo. En su versión ingenua, este proceso se describía así: «Hay un objeto en el mundo y ese objeto es descubierto por el arte». Su versión moderna, es decir, irónica, se formula a la inversa: «Hay un objeto y este objeto nos descubre el arte». Por esta razón, es necesario regresar al último momento ingenuo para investigar lo sucedido y cómo se ha producido la inversión, e incluso si esa inversión es una perversión.

El último objeto de la representación artística anterior a nuestra perplejidad se presentó bajo la forma de una negación de la Naturaleza. El objeto resultante de esa negación es lo que solemos llamar «modernidad» y todavía no es del todo visible, pues nos encontramos en el tramo final de su acabamiento. Coincidimos plenamente con Walter Benjamin al considerar a Baudelaire el primer signo de apropiación del último objeto artístico. Llamamos «Baudelaire» a la primera construcción consciente de ese objeto, al que otros más o menos coetáneos de Baudelaire —Manet, Edgar Allan Poe, Wagner— también se dedicaron.

Que el nombre del último objeto del arte sea «Metrópolis», en la denominación de Benjamin, la gran ciudad industrial, es circunstancial. Lo cierto es que aún no conocemos su verdadero nombre, y no lo conoceremos hasta que su forma esté acabada. La proximidad del final nos invita a estos tanteos del objeto como forma acabada. Sin la menor duda, «Metrópolis» se ha impuesto como nombre del objeto de la modernidad, debido a su carácter de extrema concentración y exhibición de los técnico. Quien dice «Metrópolis» (y ya no volveré a emplear comillas) está diciendo «corazón de dominación técnica». Todos los efectos técnicos tienen su fuente de energía en Metrópolis. El arte de la modernidad, siendo él mismo un efecto técnico, un modo más de la técnica, no podía sino representar su propio fundamento. 

Como objeto, sin embargo, Metrópolis impone una imitación adecuada. Los anteriores objetos clásicos y románticos participaban de una mímesis nunca puesta en duda; en efecto, una Naturaleza llena de objetos minerales, vegetales, animales y humanos, a la que imitar. Pero Metrópolis no admite esa mímesis inmediata. En su acabamiento, los procesos de imitación llevan incluido un sentido del fin, aunque ese sentido sea todavía para nosotros, una incógnita. Los procesos no inmediatamente miméticos de la imitación de Metrópolis son denominados, por la Historia del arte «movimientos» y también «vanguardias». Son términos extraordinariamente equívocos, aunque con el grado de acierto que caracteriza a la Providencia. «Movimientos» remite a los partidos políticos militarizados encargados de la represión en el Estado totalitario: por ejemplo, el Movimiento Nacional de la España franquista. Y «vanguardia», a las élites técnicas encargadas de instalar los dispositivos de control del Estado totalitario; por ejemplo, la Vanguardia del Proletariado en la Rusia bolchevique. Que el arte de la modernidad sea una fiel anagrama del orden nazi-soviético, o de su versión más irracional, el orden democrático-nihilista, a nadie puede extrañar. A pesar, pues, de su ambigüedad, los términos «movimiento» y «vanguardia» equivalen a «estrategias imitativas del objeto Metrópolis». Su acción es similar a la de un restaurador que va descubriendo, paulatinamente, la imagen oculta bajo duras capas de mugre. La paradoja es que esa imagen que se va descubriendo describe únicamente los procesos de la restauración, como si la acción de descubrir fuera, en realidad, una acción de construir.

Baudelaire

Baudelaire es el primero que concibe la metrópolis —y la masa anónima a ella unida—como un objeto artístico cuyo significado se ha presentado en el horizonte. No es un enemigo, un monstruo devorador, un espanto. Es una obra de arte. Un significado que no se agota en el análisis técnico, en la descripción científica, en el panfleto moral, o en el uso meramente fáctico del objeto físico llamado metrópolis. Si bien Dickens y Edgar Allan Poe antes que Baudelaire dieron a la metrópolis la categoría de ser viviente, en Baudelaire aparece la conciencia del fenómeno unida a la lucidez sobre sus consecuencias.

El primer texto en el que Baudelaire reflexiona sobre el anonimato de las masas ciudadanas y las incluye como elemento del poema se encuentra en Mi corazón al desnudo. Sin duda, en la compresión lírica de Baudelaire jugó un papel esencial su experiencia durante la revolución de 1848. Aun cuando el radicalismo ideológico y su amistad con Proudhon y Courbet apenas dejaron huella política en el Baudelaire de la madurez, su baño de multitudes durante el período revolucionario dio nacimiento a un signo artístico enteramente nuevo. Haberse visto a sí mismo fundido en la unidad viviente que presentaba batalla por y para sí misma, sin nombre propio, sin una «nación» como excusa simbólica; haberse confundido en el mar humano que a la luz de las hogueras y mosquetones en mano montaba guardia en las barricadas; haber saltado sobre cadáveres de artesanos, obreros y pequeños comerciantes sin uniforme ni ornamento militar, como ladrillos abandonados de una obra inacabada; más allá de toda reflexión política, fue, para Baudelaire, la iluminación sobre un objeto nuevo que esperaba tomar forma en la palabra y en la figuración. 

El placer de participar de la muchedumbre es una misteriosa expresión del gozo de la multiplicación de los número.

Placer y gozo son síntomas de los que aún podía hablar un artista clásico, pues placer y gozo eran fundamento de los artístico en el pensamiento de la Ilustración. La muchedumbre, piensa el joven Baudelaire, es objeto de arte porque proporciona gozo. La inversión de la protesta elitista, que veía en las masas anónimas un elemento de destrucción y horror, es el primer paso hacia la aceptación de la metrópolis.

Embriaguez religiosa de las grandes ciudades. Panteísmo. Yo soy todos; todos son yo. Torbellino.

La embriaguez religiosa era el síntoma romántico de los artístico, el enemigo del pensamiento Ilustrado. Pero la revelación de lo significativo es ahora el anonimato: todos y yo son lo mismo. El anonimato, sufrido como carencia por parte de los artistas distinguidos, se convierte ahora en lo sagrado para el lírico de la metrópolis.

El vértigo que producen las grandes ciudades es análogo al que se siente en el seno de la Naturaleza. Delicias del caos y de la inmensidad.

En la transposición de los valores, una Nueva Naturaleza, la metrópolis ocupa el lugar de la antigua Tierra. El territorio aparece selvático y por conquistar: es caos, es inmensidad. Así como para Hölderlin la desaparición de los dioses antiguos era un enigma incomprensible, pero forzaba a los mortales a empuñar su destino como el de aquellos que «han llegado tarde» y están dirigidos a una labor más alta y peligrosa que la encomendada a los inmortales, así también para Baudelaire la Tierra y la Naturaleza se han extinguido y frente a cualquier nostalgia propone la asunción radical, es decir, artística, en sí, del mismo orden y de la Nueva Naturaleza: metrópolis, masa anónima, nihilismo. Por eso definía a la vieja Naturaleza como «un montón de hortalizas sacralizadas».

No es casual que la «jungla de asfalto» se pueble de tribus pintorescas, cada una con su propia lengua y sus propias costumbres, hábitos, modas, sistemas de guerra y sistemas de parentesco. En la metrópolis reaparece el tupido tejido por áreas más o menos asilvestradas que caracterizan a la vieja Naturaleza. En el París del siglo XX, los miembros de la delincuencia aún son llamados «apaches». 

Pero la reflexión de Baudelaire no se limita a la mera aceptación pasiva del nuevo objeto, sino que piensa también en una práctica concreta, capaz de dar forma adecuada a ese objeto. El espléndido poemario titulado El Spleen de París, comenzado en 1853, es un documento extraordinario.

¿Quién no ha soñado en sus días de mayor ambición con una milagrosa prosa poética, musical, pero sin ritmo ni rima, lo bastante flexible y brusca como para adaptarse a los impulsos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación, a los sobresaltos de la conciencia? Este ideal obsesivo nace sobre todo de la vida en las enormes ciudades, del cruce de sus innumerables relaciones.

Esta «prosa poética», que el propio Baudelaire inaugura, no es otra que la poesía tal y como evolucionará de Rimbaud a Mallarmé y de Proust a Joyce, tras la disolución de la separación en géneros; la pintura de Manet a Cézanne y a Schwitters; la música de Wagner a Schönberg. Una forma capaz de dar cuenta de la «innumerables relaciones» de la metrópolis. La Nueva Naturaleza exige un sistema formal adecuado a su propia esencia, incompatible con la mímesis clásica. Y a ese conjunto de estrategias figurativas se le dará, mucho más tarde, el nombre de «vanguardia. El término «vanguardia» equivale a «representación de la metrópolis».

Gregorio Luri (En busca del tiempo en que vivimos) Fragmentos del hombre moderno

Acosados por la ideología 

III

Para multitud de filósofos críticos que produce Occidente, la alienación es la mansedumbre ajena. Creen de buena fe que cualquiera que no comparta su indignación con la realidad está intelectualmente tan colonizado por «el poder» que es incapaz de ver con claridad. Lo que nunca nos explican es por qué el mundo de la vida, si es tan alienante, produce tanto filósofo crítico.

Se ha hablado mucho del desencantamiento del mundo, pero lo notable es la inquina de los intelectuales críticos hacia el mundo de la vida. Bien es cierto que tras décadas de lanzar sospechas contra la realidad de la realidad, el mundo de la vida sigue en pie, es que cuenta con algún fundamento.

IV

Si Husserl lamentaba la reducción matemática de la complejidad del mundo de la vida, bien podemos lamentar también la reducción ideológica de los científicos sociales autodenominados críticos. Si Husserl había visto en peligro el sentido precientífico, pero vital, de la verdad, por su sometimiento a la lógica científica, los científicos sociales niegan que en el alineado mundo de la vida haya posibilidad de acceso a la verdad. Husserl creyó que el mundo de la vida estaba sitiado por el positivismo, pero han sido las ideologías las que han entrado a saco con él. 

Desde los intelectuales críticos de los años sesenta del siglo pasado, empeñados en denunciar una alienación presente hasta en los dibujos del pato Donald, hasta el llamado The Great Awokwoke [El gran despertar], que han puesto en marcha la cultura woke, llevamos décadas denunciando el mundo heredado y propugnando mundos hipotéticos que, a pesar de ser muchos imaginarios, tendrían la capacidad de sacarnos de la caverna y conducirnos a la luz del sol. El mundo de la vida funciona entonces como el principio de realidad que hay que destruir para poder expandir lo posible.

Es evidente, lo repito, que los mundos del hombre corriente están muy lejos de ser perfectos. El mundo de la vida es un mundo de penumbras. No hace falta traer hasta aquí lo que el lector puede encontrar diariamente en los medios de comunicación. Pero son habitables (que es lo que algunos científicos sociales interpretan como una alienación) y perfectibles (que es lo que esos mismos científicos consideran una rendición). 

A mi parecer, el científico social que no se interese por cómo se ve a sí mismo el hombre corriente, en su religión o en su ateísmo, en su euforia cuando su equipo de fútbol derrota escandalosamente al adversario, en su ilusión cuando compra un décimo de lotería, en su gozo de la risa, el matrimonio y la cerveza, etcétera, no comprende bien el mundo de las cosas humanas. Es, en este sentido, bien sorprendente que ciertos científicos sociales (me refiero siempre al científico social que quiere ser la conciencia crítica de la sociedad) defiendan tan vehemente el valor de la autonomía, mientras critican al hombre corriente por ejercer su autonomía autónomamente. 

 V

La reducción ideológica del mundo de la vida deja como secuela una inquietante concepción de la verdad. A diferencia del físico de partículas, el científico social cree que la verdad (que él posee en custodia) nos ama tanto que está dispuesta a salvarnos incluso contra nuestra voluntad. Nos llevará a la luz, aunque haya de abrasarnos.

Las ciencias sociales nos han hecho forasteros del cosmos y las ciencias sociales, forasteros del mundo de la vida, lo cual sería un completo desastre si no fuera porque, al menos hasta la llegada del transhumanismo, el fenómeno natural de la natalidad (¡ay, decreciente!) juega a favor de lo obvio. Los recién nacidos llegan al mundo sin memoria y, por lo tanto, sin adoctrinamiento. Todos nacemos en el mundo de la vida y desnudos de ideologías, y mientras no es necesario adoctrinar a ningún niño para que crea en la realidad de este mundo, es imprescindible adoctrinar a los adultos para que decrean.

Siguiendo a la Hannah Arendt de La condición humana, podemos añadir que con el recién nacido todo recomienza. Ella sostiene, además, que aquí radica la posibilidad de iniciar algo nuevo. Yo creo, más bien, que, como el mismo mundo de la vida nos enseña, lo que comienza es el esbozo del hombre espontáneo, que es el que no ha nacido para morir, sino para vivir una vida cotidiana necesitada de consuelo que ni la ciencia ni la ideología pueden garantizarle, porque cuando sufre, el universo entero sufre con él, y cuando ama, hasta las estrellas lucen con más intensidad.

VI

Aquellos intelectuales sesentayochistas que buscaban el mar bajo los adoquines toparon con un imprevisto que los dejó perplejos a las puertas del mundo nuevo: los obreros, sin cuya colaboración era inimaginable la revolución socialista, no se mostraban dispuestos a renunciar ni a las risas, ni al matrimonio, ni a la cerveza para dejarse guiar por vagas esperanzas del romanticismo estudiantil. No aspiraban a la revolución, sino a incrementar su bienestar. Ésta era, para los intelectuales de izquierda, la prueba de su alienación. Habían interiorizado tanto las consignas del poder que ni notaban su peso.

De este manera, el malestar social que, según Marx, se cebaba en la clase obrera se transforma, para mantenerse vivo, en malestar psicológico, emotivista e individual. Mayo del 68 fue la revolución de Frankenstein, y su principal herencia, la decepción con la clase obrera, que había dejado de ser el sujeto revolucionario. 

A los herederos del Mayo del 68 les preocupan menos las relaciones de producción que a la izquierda clásica. Lo que los moviliza es, sobre todo, las llamadas formas de supremacismo, que estarían encriptadas en el lenguaje y los comportamientos cotidianos de burgueses y obreros. Para los nuevos utopistas, el poder —el ajeno— es siempre sospechoso; la tranquilidad es culpable; la buena conciencia es hipócrita; Occidente es la causa del colonialismo y, por lo tanto, de todos los males; el mundo de la vida es un infierno de explotación de las diferencias. 

IX 

Con frecuencia la actitud profética se convierte en un misticismo estusiasta que le permite al profeta creerse la genuina voz del pueblo o, al menos, creer que expresa mejor la verdadera voluntad del pueblo ( que no es extraño que crea que sólo él puede conocer) que cualquier otro. Él es más pueblo que nadie porque conoce la verdad, no está alienado. Es la conciencia crítica del pueblo tal como él la conoce (y que con frecuencia la ignora el pueblo). Si va a una manifestación, el que se manifiesta es el pueblo. Si ocupa una casa, la ocupa en nombre del pueblo. Si pide el voto es para representar al pueblo. Si ocupa un escaño, es el escaño del pueblo. Si te opones a él, eres un enemigo del pueblo.

XII

La misión de los intelectuales críticos es cambiar el mundo y, para ello, más que una revolución social, propugnan una revolución psicológica que consiga alterar la «propensión natural de la inteligencia cotidiana». Las ideologías «emancipadoras» quieren ser la matemática de las cosas humanas y, por lo tanto, se empeñan en buscar verdades bajo las apariencias. Pero en las ciencias sociales, la diferencia entre apariencia y realidad depende de lo que se tenga por «construcción social» y, si todo es construcción social, no hay nada ni aparente ni real.

XIII

Las ideologías parten del supuesto de que la historia es una mascarada trágica que es preciso denunciar, pero para ello, más que a la persuasión, a lo que aspira es a la hegemonía de sus prejuicios.

Luri, Gregorio (¿Matar a Sócrates?) El filósofo que desafía a la ciudad
Luri, Gregorio (La imaginación conservadora) Una defensa apasionada...

José Carlos Ruiz (Incompletos) Filosofía para un pensamiento elegante

La gentileza de la elegancia

El sujeto elegante, al igual que el pensamiento elegante, es gentil, transmite cercanía y reconoce al otro desde la diferencia. Esta gentileza provoca que lo elegante sea percibido como cercano, familiar. En su elegancia no enjuicia al otro, sino que abraza la libertad desde el momento en el que evita toda pretensión de imponerse. Por el contrario, el individuo hipermoderno, sabedor de su incapacidad para adquirir y producir elegancia, desvía sus esfuerzos a viralizarse como mecanismo de expresión. Trata de convencer e imponer el valor de lo viral, esforzándose por situarlo en los primeros peldaños de su jerarquía vital y procuran así compensar cuantitativamente (mayor número de visualizaciones, de likes, de seguidores...) lo que sabe que no logrará adquirir cualitativamente (la elegancia). Su acción pasa por tratar de inocular su virus a la aldea digital, supliendo su tosquedad con popularidad. Es un fenómeno que Ortega señaló: «En la misma sociedad aristocrática acontece lo propio. No son las damas mejor dotadas de espiritualidad y elegancia quienes imponen sus gustos y maneras, sino, al revés, las damas más aburguesadas, toscas e inelegantes quienes aplastan con su necedad a aquellas criaturas excepcionales». 

[...] El individuo elegante muestra disposición a la escucha y no racanea a la hora de hacer el esfuerzo de acomodarse al nivel del interlocutor. Una de las virtudes de esta elegancia comporta saber estar, lo que conlleva ser capaz de inclinarse para acercar la oreja (auscultare) ante un discurso plano, o de prestar toda su atención, tratando de elevar su comprensión, ante una disertación elevada. El resultado de ese saber estar implica no incomodar al otro durante su locución, independientemente de quién sea este. 

El ordinario sujeto hipermoderno no demanda esfuerzos intelectuales, en su lugar solicita atención. Al mismo tiempo, evita realizarlos, y se decanta por la distracción. El desgaste de su energía se produce como consecuencia de malas elecciones. Balzac pensaba que «todo lo que revela ahorro es poco elegante» y esta afirmación bien puede extenderse al plano intelectual. La atención es un mecanismo directo e inmediato que atañe a todos los sujetos por igual, la única facultad que este individuo encuentra es la competencia. La sobreabundancia de demanda de atención, donde todos publican, comentan, valoran..., debilita la posibilidad de centrarla y sostenerla durante largos periodos, al tiempo que dificulta cualquier tarea exigente de análisis, cualquier ejercicio intelectual.

Este personaje, conocedor de su tosquedad, rehúye de la profundidad del estudio, elude el pensamiento crítico, y suple todo ello con mecanismos ligeros de reflexión. El eslogan, el tuit y las stories se convierten en referentes con los que configurar su modus aperandi. A pesar de todo, no es una persona resentida, como podría apuntar Nietzsche, en lo que respecta a la elegancia. No hará nada por desprestigiarla o menospreciarla, si bien tampoco la ensalzará porque hacerlo supondría una desvalorización de sí mismo. La elegancia es una cualidad tan elevada que no genera envidias destructivas. Lo elegante se admira, lo viral se consume.

Neolingua

La similitud entre este proceso de reduccionismo léxico actual y el uso y control de la lengua para condicionar el modo de pensamiento que postuló George Orwell en su novela 1984 es cada vez más palmario. No deja de ser un dato curioso que, una vez terminada la novela, Orwell dedicara un apartado en forma de apéndice exclusivamente a explicar en qué consistía la neolingua (nuevalengua), cómo se estructuraba y cuáles eran las intenciones y los propósitos que se trataban de gestionar en torno a ella. Cuando se termina de leer la novela, el lector encuentra un apéndice de varias páginas que parece ser una declaración de intenciones sobre el porvenir. Es un micromensayo, está al margen de la trama y no parece tener intención de prologar la línea argumental de los personajes. Orwell explica la neolingua así: «La neolingua era el idioma oficial de Oceanía y había sido ideada para hacer frente a las necesidades ideológicas del Socing, o socialismo ingles». Es importante no perder la perspectiva de este apéndice para no enfocarlo como prolongación de un relato meramente de ficción, sino que podría interpretarse como una teorización de lo que Orwell estaba percibiendo en el devenir de los medios de comunicación; no en vano había trabajado como periodista en The Observer, o para la propia BBC británica.

Orwell muestra un entramado organizado en torno a la importancia que tiene el lenguaje, su uso y la relación que este guarda con el pensamiento. Y lo que es más inquietante: Orwell postula la posibilidad distópica de que se puede producir el control del mismo por parte de algún organismo oficial. Si bien en la actualidad la lengua es un »organismo vivo que pertenece a aquellos que usan», nadie niega el poder de las redes sociales y los medios de comunicación de masas para condicionar y hasta teledirigir su uso con diversos fines, entre los cuales destacamos, al igual que Orwell, los políticos y económicos.

En nuestro sistema político se ha potenciado una serie de vocablos, con la única finalidad de condicionar el pensamiento y activar el lado emocional del ciudadano. En los últimos años, hemos escuchado, leído y puede que hasta pronunciado términos como casta, sorpaso, ideología de género, pinza, pin parental, feminazi... No es vano: cuando se diseña una campaña política, se pone especial énfasis en las palabras que se pueden usar y la intención con la que se usan, y se presta especial cuidado en no salirse del mensaje. En política, se genera lo que se ha denominado el «marco mental», donde, a través de las palabras, se logra que el votante interiorice emocionalmente un marco ideológico cuyo objetivo es fanatizarle. En la novela de Orwell, la neolengua (nuevalengua, dependiendo de la traducción) era creada y controlada no solo para condicionar el pensamiento del usuario, sino también como respuesta a unas necesidades ideológicas concretas, tratando de intervenir hasta el modo de pensar: «El propósito de la nuevalengua no era solo el de proporcionar un modo de expresión a la visión del mundo y los hábitos mentales de los devotos del Socing, sino que fuese imposible cualquier otro modo de pensar». Lo que parecería ciencia ficción, una vez más, se está configurando como realidad para el sujeto hipermoderno.

Lo curioso de este control mental que se realizaba por medio del lenguaje es el modo en el que Orwell imagina cómo este proceso se llevaría a cabo. El proceso se centra en la reducción de vocabulario: «La nueva lengua estaba pensada no para extender, sino para disminuir el alcance del pensamiento, y dicho propósito se lograba de manera indirecta reduciendo al mínimo el número de palabras disponibles». El vocabulario no solo era limitado, sino que también se había logrado algo especialmente significativo: eliminar sus antigüedades, de tal modo que se usaba para expresar ideas sencillas, concretas y que representaban hechos y acciones. En realidad, Orwell clasifica las palabras y su uso en tres modelos: por una parte, están las palabras ordinarias, las comunes, que se centran en anunciar hechos, objetivos o pensamientos objetivos y directos; luego aparecen las nuevas palabras o expresiones que se forman con la intención exclusiva de control político (burbuja, social, nueva normalidad, transgénero, poliamor...), y, por último, un vocabulario compuesto por palabras y expresiones científicas y técnicas (neurolingüistica o desconfinar, por ejemplo).

Junto a esto, la neolengua nace con un segundo objetivo: hacer olvidar el modo en el que se usaba la lengua anteriormente para poder controlar uno de los elementos más importantes de la identidad del sujeto, como es la historia, el pasado. El control sobre el pasado adquiere unas dimensiones muy importantes en esta distopía, y la mejor manera de provocar el olvido en la población es desmembrando y proscribiendo el lenguaje con el que el pasado se recordaba, e imponiendo una lengua nueva. De este modo se logra un desapego no solo emocional, sino también intelectual, con la historia subjetivada.

El individuo hipermoderno encuentra similitudes en este proceso de olvido histórico, que se presenta en la actualidad bajos dos modalidades: la memoria histórica, por un lado, y, por otro, el constante canto hedonistas al que sometemos el presente inmediato, mostrándolo como el mejor de los mundos posibles, dos elementos magníficos de control de la identidad del sujeto, de cuyo ideario se le extirpan las raíces históricas, lo que facilita el proceso de control de su identidad. El mejor modo de fiscalizar el relato histórico es lograr que la atención de este individuo se centre en el presente. Para ello, apenas basta un argumento elemental: la mundialización de las TIC ha supuesto un cambio de paradigma social tan enorme que se ha convencido al sujeto de la ineficacia de la historia para comprender el presente. El sujeto hipermoderno entiende el mundo actual desde la radical novedad y ruptura con el mundo preinternet, lo que implica que los códigos que configuraban esta realidad previa al mundo de la omnipantalla no lo son válidos. Una de las consecuencias de esta percepción del pasado se muestra en el hecho de que se acuda a la historia desde el sesgo del entretenimiento: novelas, series y películas biopic, biografías... Otra de las manifestaciones de este pasado es su uso como elemento motivacional dirigido a lo emocional, que celebra una materialización de la nostalgia, representada en el consumo material y emocional de merchandising de los años ochenta, noventa y principios del siglo XXI, de series de televisión basadas en esas épocas, de musicales rerivals, etc. 

Partiendo del reduccionismo léxico podríamos interpretar cierta aproximación a esta distopía. Somos testigos y partícipes de la introducción naturalizada de elementos visuales en la comunicación de las pantallas, gifs, emojis, secuencias de vídeo... Esta prevalencia de la imagen sobre el texto a la hora de comunicarnos tiene como objetivo eliminar posibles interpretaciones erróneas en torno al uso del lenguaje. A su vez, el límite de caracteres que se producen en redes sociales como Twitter obliga al emisor a sintetizar, pero sobre todo a concretar, casi de un modo literal y directo, aquello que quiere decir, lo cual no deja lugar a interpretaciones del mensaje e invita a huir, a ser posible, de la metáfora. Un lenguaje reducido, uniformado e impregnado de emociones unifica al sujeto de tal manera que termina convirtiéndose en aquella cámara de eco de la que hablábamos, donde todo lo que consume o publica está homogeneizado.

Ruiz, José Carlos (El arte de pensar) Cómo los grandes filósofos...
Ruiz, José Carlos (Filosofía ante el desánimo) Pensamiento crítico...

Alain Finkielkraut (La posliteratura)

Revolución cultural

Enero de 2021: estalla un nuevo caso: se desenmascara a un nuevo poderoso; una nueva celebridad muerde el polvo; satisfaciendo el vicio del voyerismo como la virtud de defender a los indefensos, un nuevo libro pulveriza todos los récord de ventas. En La familia grande, Camile Kouchner revela que, cuando eran adolescentes, su hermano gemelo fue víctima de abuso por parte de su padrastro, el muy mediático profesor de Derecho Constitucional Olivier Duhamel. Como este no presentó ningún desmentido a esa acusación, la opinión pública quedó conmocionada y horrorizada. Nada más legítimo. «Un hombre se reprime», dijo una vez el padre de Albert Camus. Si Olivier Duhamel, por la razón que fuera, no quiso, no supo o no pudo reprimiese, es totalmente inexcusable. Tanto si hubo violencia física o verbal como si no, la autoridad moral que ejercía sobre el adolescente, debería haberle impedido dar ese paso.

Al mismo tiempo, nuestra época consume con voracidad al menos un M, el vampiro de Dusseldorf por trimestre. En lugar de regodearse sin fin en su vigilancia e intransigencia, debería empezar a hacerse preguntas sobre su extraño régimen alimentario. «M. el vampiro», me permito recordarlo, es un asesino de niñas que aterroriza la ciudad de Düsseldorf. Atrapado por los mafiosos, cuyos negocios perturba, termina juzgado y ejecutado de una manera atroz. Tal es la lección de la genial película de Fritz Lang: la justicia puede reprimiese, asumir su responsabilidad, controlarse y disciplinar por medio del derecho. El derecho representa el esfuerzo grandioso de la civilización para arrebatar la justicia a la pasión justiciera. El derecho no conoce la verdad, la busca tratando los asuntos caso a caso y sometiendo a las partes a la prueba del principio de contradicción. Para saber, en este caso, si ha habido violación o agresión sexual, hace las preguntas más delicadas (en particular, sobre el consentimiento), entra en los detalles: ¿Qué edad tenía la víctima en el momento de los hechos? ¿Qué ha sucedido exactamente? Y, aunque considere que hay incesto en ambos casos, no olvida la diferencia entre padre y padrastro. No se trata en modo alguno de que el juez exonere de responsabilidad al adulto, sino de que, después de un largo proceso de investigación y de confrontación, dicte la sentencia más adecuada posible. En los momentos de exaltación, la moral común entra en conflicto con el derecho. Sus escrúpulos la impacientan, sus limitaciones la oprimen, sus gradaciones la exasperan, sus minucias la escandalizan. Un abismo se abre entre la justicia penal y la justicia popular. La sabiduría práctica, inteligencia de las especificidades, está en el corazón mismo de la justicia penal. Para la justicia popular, matizar es debilitar; distinguir es minimizar; individualizar las historias es pactar con el Mal. La gran máxima de todos los sistemas jurídicos civilizados —que la carga de la prueba incumbe a la acusación— le resulta aborrecible, puesto que ese principio implica no dar por cierto sin más el testimonio de las víctimas. Pero estas dicen la verdad indefectiblemente. Su palabra basta. ¿Para qué sirven entonces la presunción de inocencia, la exigencia de pruebas, el principio de contradicción, los abogados, si no es para poner en igualdad de condiciones a la presa y al depredador? Se recusa la forma misma del tribunal. Como Michel Foucault no dudaba en afirmar en un diálogo con los maoístas publicado por Les Temps modernes en junio de 1972, los pretorios confiscan la justicia popular: «¿No es el establecimiento de una instancia neutral entre el pueblo y sus enemigos capaz de establecer la división entre lo verdadero y lo falso, el culpable y el inocente, lo justo y lo injusto una forma de oponerse a la justicia popular, de desarmarla en su lucha real a favor de un arbitraje ideal?».

Esa justicia popular no tuvo ocasión de ejercerse durante el periodo izquierdista. Hoy se extiende por las redes sociales, en nombre de la lucha contra la prohibición de prohibir y la complacencia por la pedofilia propia del espíritu de 1968. Los liquidadores del pensamiento del 68 están perpetuando lo peor que tenían. Amplían incluso el imperio de la radicalidad. Atemorizados y asqueados por lo que creen que es la inmoralidad esencial de la generación del baby-boom, los «despiertos» del tercer milenio pretenden ser sensible a todas las ofensas y a todos los sufrimientos. Pero esa sensibilidad es abstracta. No son seres de carne y hueso los que la conmueven y la ponen en movimiento, sino entidades. Una sensibilidad que, desbordante de consideración con la víctima en sí, no les presta ninguna atención a las verdaderas víctimas. Nos congratulamos, por lo tanto, de que l libro de Camile Kouchner haya liberado la palabra de todas y todos los que han sufrido incesto, olvidando que la víctima de la que se trata en La familia grande había optado por liberarse de su dolorosa historia negándose obstinadamente a hacerla pública y a presentar una denuncia. «No es muy difícil de entender, no quiero hablar de ello. Tal es el medio que imaginé para construir mi vida. Mi energía la empleo en otras cosas», le repetía a su hermana. Poco importa la piedad reinante. Basándome en la vulgata psicoanalítica que ha terminado por imponerse al sentido común, interpretar el rechazo a permanecer encerrado en su propio trauma como el síntoma mismo de ese encierro. Y pone tanto más empeño en rastrear a los pocos amigos de Olivier Duhamel que sabían y no denunciaron cuanto que es demasiado tarde para un juicio. Como quiera que el autor del crimen se ha librado de la cárcel, hay que asegurarse, haciendo el vacío a su alrededor, de que cuando le quede de vida sea, según la fórmula de Tocqueville, peor que la muerte.

En tiempo ordinario, hay dos antídotos contra la desaparición de lo particular en lo general: la literatura y el derecho. La atención a las diferencias y el rechazo a pensar en masas, que caracterizan al enfoque jurídico y al enfoque literario de la existencia, nos preservan de la ideología. En periodo revolucionario, esa humanidad y esa perspicacia quedan barridas por el aluvión de una piedad despiadada y, como la fiebre no perdona a ninguna institución, se aprueban apresuradamente leyes para poner la justicia penal al servicio de la justicia popular. La primera ya no le guarda respecto a la segunda y se ve obligada a jurarle lealtad. Para satisfacer la ira del pueblo, el ministerio fiscal llega hasta a vulnerar sus propias normas abriendo investigaciones sobre casos que han prescrito. Como me dijo un periodista entusiasta, estamos viviendo una revolución cultural.  Lo anterior es, en esencia, lo que dije el 11 de enero de 2021 en el canal de televisión donde tenía una columna semanal desde septiembre de 2020. Esa misma noche, algunos fragmentos cuidadosamente descontextualizados de mi sección circulaban por la red. Los internautas, con la delicadeza que caracteriza a los nuevos tiempos, manifestaron inmediatamente su descontento: «él y su madre, la puta que lo parió por el culo: Finkielkraut»; «propongo que nos juntemos y quememos a esa escoria de Finkielkraut»; «es hora de que el Covid se ocupe de esa mierda» etc, etc. Al día siguiente, al mediodía, la emisora de comunicación, que había elegido titular mi columna « Alain Finkielkraut en libertad», decidía interrumpirla y ponerme en la calle. Al intentar devolver la justicia al redil de la ley, había insultado a las víctimas y pisoteado la moral. La revolución cultural está en marcha. 

Finkielkraut, Alain (La humanidad perdida) Ensayo sobre el siglo XX
Finkielkraut, Alain (La ingratitud) Conversaciones sobre nuestro tiempo
Finkielkraut, Alain (Lo único exacto)

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