Creo que la mente puede ser profanada de modo permanente por el hábito de prestar atención a cosas triviales, que tiñen de trivialidad todos nuestros pensamientos [...] Deberíamos tratar a nuestras mentes, es decir, a nosotros mismo, como criaturas tiernas e inocentes de las que tenemos custodia, y vigilar qué objetos y temas dejamos llegar a su atención.*
Unas generaciones después, Stefan Zweig se preguntaba si seguiría habiendo poetas «en nuestros días, con nuestras nuevas formas de vida, que nos expulsan violentamente de todo recogimiento interior, como un incendio forestal expulsa a los animales de sus madrigueras». Tal vez lo que sorprendía a Thoreau y a Zweig se ha vuelto tan omnipresente que nos hemos acostumbrado a ello. O no hemos acabado de acostumbrarnos, si mantenemos un mínimo de recogimiento interior, que habrá que proteger guardando distancia del alud de información sin conocimiento y de conocimiento sin sabiduría que conforma, decíamos, «una especie de contaminación mental». Las redes digitales son una invitación a la disciplina.
También el novelista hoy más popular en Estados Unidos, Jonathan Franzen, hace afirmaciones contundentes sobre las plataformas digitales:
La contradicción de Occupy y los movimientos de indignados, que tienen unos argumentos políticos sofisticados [...], es la manera en que se comunican: utilizando estas plataformas de internet, redes como Facebook o Twitter, que son las que nos oprimen. Incluso si las utilizan para criticar a la sociedad, las están ayudando, y sin darse cuenta se quedan indefensos ante el poder real, que ellas ostentan. Hubo una época, la del comunismo, en la que la respuesta a todas las preguntas era: socialismo. Hoy esa respuesta es: redes sociales, internet. Damos un enorme poder a las grandes corporaciones que pretenden definir y dirigir todos los términos de nuestra existencia. Hay algo de totalitario en internet.
La expresión realidad virtual fue acuñada por Jaron Lanier, icono de la cultura digital, que desde hace años advierte contra la ideología predominante en el mundo digital, que él denomina totalitarismo cibernético: la tendencia creciente a reducir las personas y la realidad a los parámetros de la informática. Los acólitos del totalitarismo cibernético creen que «toda realidad, incluidos los humanos, no es más que <<un gran sistema de información».
La seducción del espejismo dataísta lleva a despojar el mundo real de matices, de cualidades y de profundidad ontológica, reduciéndolo a la unidimensionalidad yerma y desencantada de los meros datos.
De entender la realidad como misterio y prodigio a entenderla como información. De la sana experiencia de sentirse miembro de pleno derecho de un universo lleno de vida, a la experiencia alienada de sentirse mero resultado de combinaciones más o menos arbitrarias de dígitos inertes. De la participación holística a las sombras unidimensionales. Si, siguiendo al platonismo y al neoplatonismo, entendiéramos las cosas del mundo como sombras de las realidades de un mundo intangible, los datos no nos llevarían más cerca de ese mundo ideal, sino más lejos, más abajo. Si las cosas son sombras, los datos son sombras de sombras.
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La realidad no se puede digitalizar, porque no está hecha de objetos aislados, sino de relaciones, y es mucho más compleja e impredecible de lo que los mitos digitales en boga nos harían creer. La versión digital solo es una fría sombra del mundo real. La acumulación y el tratamiento de datos nunca podrán reemplazar a la vida ni a la interioridad humanas. El dataísmo se niega a ver la vida allí donde está, y esa vida que se niega a ver la proyecta en ídolos digitales, como señala Lanier:
A los totalitarios cibernéticos les encanta pensar en la información como si estuviera viva y tuviera sus propias ideas y ambiciones. Pero ¿y si la información es [...] menos que inanimada, un simple producto del pensamiento humano.
La información es una experiencia alienada.
Las seducciones del totalitarismo cibernético, según Lanier, quieren llevarnos a un mundo donde «soportaremos alegremente la indignidad siempre que esté recubierta de modernidad». Las tecnologías no han sido diseñadas por almas caritativas, sino por empresas que buscan beneficios. Lo que a nosotros nos parece gratuito mueve dinero por alguna parte, sea con la venta de datos a partir del rastro que vamos dejando, sea con publicidad explícita o encubierta. No pocos diseñadores de Silicon Valley impiden a sus hijos utilizar los móviles y juegos que inventan, precisamente porque saben que generan adicción. Uno de ellos, Tristan Harris, abandonó su trabajo en Google tras darse cuenta de hasta qué punto las aplicaciones y páginas web están deliberadamente diseñadas para que los usuarios queden enganchados. Desde entonces intenta introducir en el mundo digital un código ético que ponga el respeto a las personas por encima de la voluntad de manipularlas. Una de sus propuestas es un juramento hipocrático, como el de los médicos, que obligue a los diseñadores de software a actuar con mayor responsabilidad respecto a las aplicaciones psicológicas de sus productos.
El nihilismo digital es hijo del vacío existencial. La sociedad hipertecnológica propicia un desarraigo que es sentido interiormente como desasosiego. Sin arraigo, el viento se nos lleva y todo movimiento externo nos agita. Esta agitación ontológica, es la fuente última (previa a los factores psicológicos, sociológicos o económicos) que impulsa el espejismo de la aceleración, en espejismo consumista, el espejismo de la seguridad y el espejismo dataísta. Es también la fuente del autoengaño que nos hace ignorar nuestro desarraigo y nuestra insatisfacción existencial, y que nos hace soñar que, pese a todo, vivimos en el mejor de los mundos posibles.
Nunca antes el mundo había tenido tanta información y tantas posibilidades. Y sin embargo, nunca antes la inteligencia había estado tan cerca del delirio y la humanidad tan cerca del terricidio y del suicidio. El sistema global, poderoso y frágil como el Titanic, choca contra el iceberg (agua helada que vence al frío metal) de la realidad geológica y biosférica, local y global, mientras en cubierta casi todos lo ignoran, distraídos con sus pantallas. Las tecnologías de la información y la comunicación, maravillosamente útiles para tantas cosas, en ocasiones pueden transformar su acrónimo (TIC) en Tecnologías de Idiotización Colectiva.
* Henry David Thoreau
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