Miquel Seguró Mendlewicz (Vulnerabilidad)

El riesgo de la empatía
 
Empatía es una palabra que puede llegar a aborrecerse con suma facilidad. La pérdida de credibilidad, fruto de su uso indiscriminado, y el fetichismo con el que a veces se la nombra para amortiguarlo todo, explican en parte ese hastío. Eso no quita que si no pudiéramos empatizar tendríamos muchas más dificultades para llegar a la noche de una jornada ordinaria. Ser capaz de trasladarse al mundo del otro y atinar con esa suposición ayuda en muchas cosas cotidianas. Incluso es lo que las hace posible. Es lo que facilita salir airoso de una situación en la que las rutinas de conducta no aclaran cómo hacerlo.

La empatía suele reclamarse sobre todo en el contacto relacional estrecho. Pedirle empatía a alguien es rogarle que no se muestre inconmovible e insensible, ante lo que pasa o le dicen que pasa. Es una combinación híbrida de petición de universalidad y particularmente dirigida a una persona para que demuestre empatía en una determinada situación porque se le presupone la capacidad de tenerla en general. Sin esa presunción, directamente no sería requerida a selo y, menos aún, criticada o punida por no actuar empáticamente. A nadie se le puede exigir una facultad que no puede tener.

Lo decisivo para poder valorar si una determinada actuación es o no empática, parecer ser, entonces, mostrar o mostrarse como tal. Es decir, que para aterrizar la voluntad universal de cuidarse y de cuidarnos y llevarlo a cada caso concreto la empatía se hace indispensable. Pero con esto no queda resuelto el asunto, pues como Descartes prescribe, hay que dudar metódicamente de ciertas cosas, porque muchas de ellas parecen lo que no son y otras son lo que no parecen. 

Decimos que empatizar es fundamentalmente saber y querer compartir la risa y el llanto. Sin embargo, en sentido que hoy le damos mayoritariamente a la palabra empatía (que entronca con la Einfühlung alemana) no guarda mucha relación con el que le otorgaban los antiguos. Para Galeno, por ejemplo, empatía significaba dolencia y no tenía nada de saludable; comportaba, si acaso, un trance desestabilizarte por excesos de dolor. Poco que ver, asimismo, con la apatheia como gran virtud del sabio ante los acechos de la vida que propugnaban los estoicos, quienes probablemente considerarían que lo que hoy entendemos por empatizar no tiene nada de deseable.

Para nosotros, en cambio, se trata de una cualidad, de una virtud de conexión que facilita una interrelación «sana». Asumimos que una persona empática es aquella que es capaz de ponerse en el lugar del otro, de hacerse cargo de las razones ajenas y de priorizar el consenso al disenso. Hacerse suyo algo es llevarlo a la propia vivencia. En incorporar un pathos. Lo que requiere ser capaz de combinar objetividad y subjetividad, universalidad y particularidad, semejanza y diferencia. Analogía en acción, en definitiva. Como sucede con la vulnerabilidad, en la empatía tiende a enfatizarse el sentido sufriente del circuito de identificación, aunque sí es verdad que, a diferencia de la vulnerabilidad, no es inusual decir que uno empatiza con la alegría de otros. 

[...] El punto de partida para pensar la empatía es que nos están dados sujetos que no somos nosotros. Que hay que nos trasciende, una vez más. En este caso, algo que es ya alguien. No deja de ser paradójico que uno sea su «yo» para sí mismo, pero cuando está en una cola para pagar y se pide por quién es el siguiente y alguien responde «yo», no nos sobresaltemos reclamando la auténtica «yoiedad» para nosotros. Parece un juego de palabras pero no lo es. Es el tácito reconocimiento de que hay más «yo» fuera de uno mismo. De que nadie agota los «yo» a pesar de que para cada uno de nosotros el único «yo» accesible sea el que se encarna. 

A partir de las investigaciones doctorales de Edith Stein sobre la empatía (tesis que dirigió Edmund Husserl, por cierto) podemos decir que la dinámica empática transita por tres momentos: la aparición de la vivencia, su explicación y su objetivación. La concreción de esta experiencia tiene que ver con aquello que se está manifestando, que es la incorporación de la vivencia ajena, o la excentricidad de esa vivencia, ya no centrada en el «yo» sino remitida al «otro». Pero la pregunta es: ¿qué es lo que aparece, lo que se manifiesta, en la vivencia de la empatía? ¿Es factible decir que realmente salimos de nosotros mismos?

En todo este proceso una cosa sí parece clara, y es que el ejercicio de la mirada es fundamental. Mirarse cara a cara y, sobre todo, no bajar la mirada ante el «otro» dice mucho. De uno mismo, claro. Se estima que en nuestras sociedades nos miramos un 60 por ciento del tiempo en que mantenemos una conversación, menos cuando nos apasionamos o cuando litigamos, que entonces la mirada es más directa y sostenida. En la mirada es donde la posibilidad de la empatía se pone más en juego y donde circula más claramente en ambos sentidos: miramos al mismo tiempo que nos miran. La exposición de la propia intimidad y el resquebrajamiento de la máscara que todos llevamos puesta (prósopon, en griego; persona, en latín). Es lo que más incomoda de esos ojos que nos interpelan. Por eso cuesta tanto aguantar la mirada.

Yendo al punto crítico de la pregunta por la posibilidad de la empatía en el momento del surgimiento del elemento propio con el que empatizamos (porque no empatizamos con el «otro», sino con una vivencia en nosotros del «otro» y que reportamos como ajena), es donde se pone en juego la circularidad que ya conocemos. La analogía puede ayudar como mecanismo relacional al inferir elementos empáticos, pero también puede interferir con ellos. Cuando hay una previsión excesiva por analogía, todo se reporta en exceso al «yo». Es lo que sucede cuando uno conversa y lo relaciona todo con su propia experiencia, dando pie a una injerencia excesiva que se convierte rápidamente en una interferencia. 

La analogía también se hace desde un punto de fuga, que es uno mismo, con lo cual la pregunta permanece incólume. Si es cuestionable que sea posible salir del ego cogito, teniendo en cuenta que lo ajeno es «ajeno» a mí, ¿a qué podemos acceder con rigor en esa vivencia ajena?

Este cortocircuito, radical, pone en tela de juicio la posibilidad misma de la empatía y traza una duda que siempre la acompaña. Debemos ser claro en este punto y asumir que el círculo de la empatía no puede cerrarse. La pregunta por la posibilidad de la empatía es una pregunta límite, abierta, incluso vulnerable, si se prefiere. Ahora bien, hemos visto antes que en el concepto de lo limítrofe se da una circularidad por la cual las cosas se reconocen mutuamente. Así que preguntarse por el límite de la propia empatía es presuponer en primer lugar que algo alrededor de ella existe. Falta saber qué, si una idea, una ilusión o realmente una compresión de la alteridad.

No hay comentarios:

analytics