Peter Neumann (La república de los espíritus libres) Jena, 1800

«Carl» es el nombre de todos sus criado. Dada la cantidad de años a su servicio del primero y de la estrecha relación con él, resulta difícil cambiar de costumbre. El gran Kant, que era olvidadizo en su vejez, siguió llamando «Lampe» al sucesor del primer sirviente, que estuvo muchísimos años en el cargo. En un pequeño y astuto libro anotó la necesidad de olvidar el nombre de «Lampe». En cambio, Goethe no ocultó en ningún momento su deseo de conservar sin más el nombre de «Carl».

La preparación del chocolate líquido es una de las tareas más sobresalientes de su criado. Carl es irreemplazable no solo como ayudante en los viajes, cuando se trata de mantener en orden el equipaje, de negociar con cocheros y fondistas, de cuidar los abrigos y trajes; sino también a la hora de recoger objetos de colección, sobre todo piedras, de dictar y de copiar, así como de llevar el diario y el libro de gastos. No hay que perder de vista la situación económica, por si su excelencia Von Goethe, el real consejero privado y ministro de Estado, gasta más dinero del previsto. En resumen, el criado ha de cuidarse de todas las tareas que surgen en el barullo cotidiano. Es escribano, secretario, chocolatero; pasa de una actividad a otra con fluidez. Sin su criado, aquella persona universalmente ocupada estaría perdida y sobrecargada por tanta universalidad.

A Johann Jacob Ludwig Geist estas cosas no le cuestan nada. Cuando en 1795 entró al servicio de Goethe, ya era bien consciente de la valía de su señor y no tuvo que formarse a conciencia, como sus antecesores Paul Götze y Christoph Sutor. En cualquier caso, Götze estuvo diecisiete años al servicio del poeta, ministro de Estado e investigador de la naturaleza; y Sutor le servició durante veinte años. Geist proviene de la instrucción pública, domina el latín, tiene amplios conocimientos en el campo de la botánica e incluso sabe tocar bastante bien el órgano. Schiller lo llama «el buen espíritu de Goethe». Es más Sancho Panza que fámulo de Wagner. Goethe le ha prometido ya un puesto al servicio del Estado de Weimar en el caso de que alguna vez quiera dejar su trabajo, tal como corresponde a un fiel caballerizo mayor.

Todos, el señor, los sirvientes, el cochero y Schiller, están contentos en este día de febrero cuando se acercan a Jena. Incluso los caballos tiran del trineo con mayor rapidez cuando les salen al encuentro las montañas que rodean la ciudad. Resuena un latigazo que comprime el aire.

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La mujer se ha atado la cesta con fuerza al hombro y las correas se le clavan en la carne. Las cuerdas cruzadas sujetan las mercancías y los paquetes, que amenazan con caerse de la repleta canasta. Lleva un pañuelo en la cabeza, delantal, falda y una cestita adicional de mimbre en la mano para productos de menor tamaño: fruta, hierbas, verdura fresca. Es la segunda vez que en las últimas veinticuatro horas que pasa por el pequeño poblado de Frankendorf, al noroeste de Jena. Los pueblos cercanos se llaman Umpferstedt, Kappellendord y Hammerstedt.

La mensajera Wenzel hace una parada en la taberna de Frankendorf antes de continuar su trayecto a primera hora de la mañana. Tras unas cinco horas de caminata se detiene para descansar del peso de la cesta, especialmente por la noche, cuando el frío es penetrante.

La cesta de Wenzel pesa medio quintal. Dos veces por semana la mensajera se pone en camino con correspondencia confidencial, medicamentos y productos necesarios para la vida de cada día. Los martes y los viernes se dirige de Jena a Weimar, los miércoles y los sábados regresa. Aunque el correo a caballo recorre el trayecto mucho más deprisa, la ventaja es obvia. Ella puede entregar directamente los envíos; es posible recibir al día siguiente la respuesta a una carta. A las mujeres de los campesinos, que en época de cosecha no tienen tiempo para nada, les compra artículos domésticos y vajilla en el mercado, a los médicos y farmacéuticos les lleva medicamentos, y reparte ricas mercancías a los hombres de negocios. Como contribución suele recibir una décima parte del valor de la mercancía.

El correo ducal le gustaría prohibir semejante competencia. El recurso de pierde en las instancias del gobierno. Las ciudades de Weimar y Jena prácticamente desconectadas del tráfico suprarregional, no están situadas en la Vía Regia, en la ruta comercial central del Sacro Imperio Romano Germánico. Leipzig y Erfurt son nudos importantes, el acceso directo más cercano está junto a Buttelsdedt, al norte de Weimar, a doce kilómetros de distancia. Las mujeres mensajeras son un complemento indispensable de las sillas de posta, que también iban muy despacio. Sin ellas, amplias regiones del país carecerían de correo postal.

Hoy la mensajera Wenzel transporta otra vez algo especial: cartas del señor Goethe al señor Schiller. Eso sucede desde hace ya largo tiempo. Y no solo cartas, también arrastra de aquí para allá regalos que ambos se hacen. Precisamente viene de la casa de Frauenplan con un lucio en el equipaje. La persigue un penetrante olor a pescado y, si de repente el viento cambia de dirección, el tufo se percibe a unos buenos cien metros por delante. Ha tenido que transportar a Jena incluso piedras de la colección del príncipe poeta, o pliegos de alguna revista, e incluso le tocó llevar a Weimar, envueltos en un caja, unos bizcochos que había hecho la señora Schiller. Regalos y respuestas a los regalos.

Con mucha frecuencia, la mujer debe esperar hasta que los señores terminan de leer una carta, formulan una respuesta y encuentran el aditamento deseado. Pero en ella se puede confiar. La mensajera presta servicios incalculables precisamente cuando hay que proceder con prisa, cuando hay que cerrar los últimos acuerdos de la inauguración. Al final es ella la que determina el ritmo de la correspondencia, el intercambio intelectual entre ambos hombres.

La mensajera Wenzel toma un último trago del cántaro, la mañana alborea, tiene que darse prisa. El camino conduce a través de Hohlstedt a Isserstedt, se adentra en el Mühltal, aproximadamente a una milla más, y llegamos a Jena. 

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