MEMORIALES DE AGRAVIOS
[...] Nos movemos por un suelo de arenas movedizas en el que la Razón está arrinconada por la emotividad. Hasta el extremo de que Manuel Cruz, además de la razón ilustrada y la racionalidad instrumental que tanto tiene que ver con nuestra galaxia posmoderna, atribuye a una racionalidad emotiva la legitimación de las más absurdas sinrazones, los desvaríos más reñidos con el sentido común siempre que detrás de ellos asome la faz de alguien que se reclama como víctima y así es reconocido.
A este respecto, del mismo modo que no me parece imprescindible diferenciar entre Posmodernidad y Modernidad líquida, pues se trata simplemente de dos descripciones homólogas de una misma realidad, considero muy oportuno añadir otro parámetro que nos ayudará a comprender más claramente las singularidades de nuestra época. Me estoy refiriendo a la emocionalidad como otra fuerza del complejo humano diferenciable, que no totalmente opuesta, a la pura racionalidad.
En concordancia cronológica con procesos como los que permiten hablar de Posmodernismo o Modernidad líquida, se registra la aparición y el desarrollo en el campo de la psicología de un nuevo concepto pertinente, el de inteligencia emocional. Con antecedentes en diversos tratados de psicología de los años sesenta, será, sin embargo, en 1995 cuando el periodista y también psicólogo Daniel Goleman, publique un libro titulado precisamente así que ejerció una influencia enorme y favoreció la proliferación de la literatura de autoayuda. De lo que representó en su día, y sigue representando en el escenario propicio del poshuamanismo posmoderno, ya me ocupé en Morderse la lengua.
Para alcanzar el logro de unas relaciones familiares, profesionales y sociales fructíferas hay que contar con algo más que con el uso competente de la lógica y la racionalidad; con unas capacidades que no son evaluables mediante ningún test al uso. Se habla así de la teoría de las «inteligencias múltiples», de la diferencia entre inteligencia «fluida» e inteligencia «cristalizada», hasta llegar al éxito rotundo de esa propuesta de inteligencia emocional de Goleman, cuya teoría ha sido objeto, no obstante, de considerables críticas y refutaciones, hasta el punto de que algunos de sus objetores consideren que fue construida sobre arenas movedizas, sin ninguna base científica sólida, como es el caso de Hans J. Eysenck, autor de obras tan reconocidas en el campo como The Biological Basis of Personality (1967).
Lo que Goleman aporta, según ellos, es la mera definición de una serie de habilidades como el autoconocimiento, el autocontrol, el entusiasmo, la capacidad de automotivarse, la empatía, la capacidad de resolver conflictos y de cooperar con los demás. Pero ello no es suficiente como para sostener que tenemos dos cerebros y dos clases distintas de inteligencia, la racional y la emocional, a cuyas motivaciones y estímulos ofrecemos respuestas diferenciadas. La coincidencia de este planteamiento con la quiebra de la racionalidad y la hipertrofia subjetivizante -o incluso narcisista- de la Posmodernidad son evidentes.
Sigo afirmando mi convicción, ya expresada en Morderse la lengua, de que la propia expresión inteligencia emocional lleva en su seno una tensión antitética, si no un oxímoron. Es imposible negar la influencia de las emociones en nuestra vida, tanto en nuestra conducta como en nuestro pensamiento, según el propio David Hume sostenía en el siglo XVIII. Siendo de suyo un empirista, su ética era de carácter emotivista porque sostenía que el fundamento de los juicios morales estaba en los sentimientos, las fuerzas primordiales que nos llevan a actuar de una u otra manera. No obstante, en mi ensayo de 2021 abogaba yo porque no se olvidase que la inteligencia significa conocimiento, compresión, acto de entender, y va acompañada de la capacidad de ejercer estas competencias humanas, mientras que emoción es definible como una alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática.
La inteligencia emocional de Goleman, convertido en best seller global, ha dado lugar a una banalización del concepto en una línea de clara inspiración posmodernista. Ha reforzado las posturas en contra de considerar a la Razón como eje de la vida individual y social —también política— a favor de un emocionalismo que ha arraigado en la entraña de la sociedad líquida, promotor de una deconstrucción de concepciones del ser humano como las que se asentaron con las Luces de la Ilustración. Y aunque no fuese su propósito en un momento especialmente sensible para ello como fue el pasado fin de siglo, David Goleman contribuye a echarle leña al fuego posmoderno al apropiarse del sustantivo inteligencia para adjetivarlo con el añadido de las emociones, en descrédito y detrimento de la genuina inteligencia racional.
No es de extrañar que nuestro repaso a las múltiples manifestaciones del atropello a la Razón nos lleve de la mano al gran tema de la estulticia, de la imbecilidad, de la necedad y la idiotez. Desde los pensadores clásicos hasta contemporáneos nuestros como André Glucksman, el «nuevo filósofo» posmarxista crítico tanto de Sartre como de Nietzsche, Heidegger y el posestructuralismo que escribió sobre las ideologías del Posmodernismo en un libro titulado La bêtise, han sido innumerables los autores que lo han abordado, de manera que podemos considerar la estupidez como un genuino universal humano, tanto como sus conceptos antónimos íntimamente ligados al campo semántico de la Razón, como la inteligencia, la discreción o la sensatez. También, por qué no, el sentido común.
ERASMO, FLAUBERT, MUSIL
La universalidad y pervivencia de la estupidez y de la preocupación por desentrañarla está presente en la obra de mentes preclaras después de los numerosos antecedentes clásicos, desde el Renacimiento hasta la Modernidad, que podríamos aducir. Me fijaré en tres de ellas: Erasmo, Flaubert y Robert Musil.
Desde su primera edición en castellano, la obra de Erasmo, inaugural de esta estirpe de indagaciones sobre la idiotez, es conocida en nuestra lengua como Elogio de la locura, cuando es patente que tanto en griego como en latín el autor avisa de que va a tratar de la necedad o estulticia. La lectura de sus sesudas, irónicas, mordaces y valientes páginas no deja lugar a dudas acerca de quiénes son el objeto de su atención, aunque el autor se cure en salud adelantando que no nombrará a nadie en concreto. Esa prudencia le viene sugerida por un prurito muy extendido hoy: «La delicadeza de los oídos de nuestros días; casi no pueden escuchar sino los títulos aduladores».
Es la propia Necedad la que habla en primera persona para ponderar que, desde Sófocles, es comúnmente aceptado que la vida es más agradable no sabiendo absolutamente nada. No espera respuesta para esta pregunta retórica: «¿Hay alguien más feliz que esos hombres a quienes las gentes llaman estultos, necios, imbéciles y tontos, nombres que son a mi entender hermosísimos?».
Denuncia Isaac Asimov a este respecto la falacia de pensar que la democracia debe asumir afirmaciones como «mi ignorancia es tan buena como tu conocimiento», algo que ya está en un verso del soneto 66 de Shakespeare al mencionar al necio que fingiéndose docto se atreve a juzgar el talento: «y el genio obedeciendo a un docto mequetrefe».
En el tratado de Erasmo leemos también que si la Sabiduría consiste en seguir la Razón, la Necedad aconseja dejarse llevar por las pasiones. La Fortuna favorece a los necios. Los sabios son inútiles para los menesteres de la vida, y la Historia demuestra que los Gobiernos más funestos han sido los que han estado en manos «de algún filosofastro o de algún aficionado a las letras». Pero si algo de estos busca el éxito como escritor, cuantas más tonterías escriba más aplaudido será por la multitud de necios ignorantes, por esa «enorme y poderosa bestia que llamamos pueblo».
* Villanueva, Darío (Morderse la lengua) Corrección política y posverdad
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