Para los autores del siglo XIX, la cuestión del bien y del mal no se plantea en modo alguno. Ni Balzac ni Dickens ni Dostoievski ni Maupassant ni Flaubert tienen la menor duda sobre los momentos en que el comportamiento de sus personajes les parece estimable, admirable, ligeramente condenable o francamente abyecto. Que después decidan desplegar un amplísimo espectro moral, poner en escena casos extremos o, al contrario, concentrar su atención en personajes normales, es una elección estética personal, donde existen infinitas variaciones. Pero, para ellos, las bases del juicio moral son tan sólidas e indiscutibles como siempre lo han sido para los filósofos que, a lo largo de los siglos anteriores, se han preocupado por el tema de la ética.
Las cosas se estropean un poco a principios del siglo XX. Bajo la influencia de pensadores nefastos y falsos que atribuyeron un carácter contingente a la ley moral, se creó poco a poco una oposición estúpida, pero extrañamente tenaz, entre conservadores y progresistas. En realidad es algo que podría haber ocurrido mucho antes, bajo la nociva influencia de los «filósofos de la Ilustración»; pero esos supuestos filósofos tenían un caudal intelectual demasiado limitado como para ejercer una influencia real sobre creadores de cierto nivel, y al magnífico ímpetu romántico no le costó el más mínimo esfuerzo hacerlos trizas. Hay que reconocer que Marx y Nietzsche eran, comparados con Voltaire y La Mettrie, de otro calibre. Y así se instaló una duda moral, incluso entre los mejores, sobre cuestiones no obstante poco dudosas. Se centró sobre todo en la sexualidad, y debemos admitir que la mayor parte de culpa recae, en este caso, en los conservadores. La mojigatería victoriana es un fenómeno incomprensible, exagerado, que nunca se había visto (y jamás se volverá a ver), y no resulta sorprendente que la mayor confusión se produjera en Inglaterra.
[...] Cuanto más nos adentramos en el siglo XX, más aumenta la confusión y más terreno pierde la ley moral, hasta que se deja de entender del todo, cuando no se ve sistemáticamente menospreciada. El adagio «con buenos sentimientos no se puede escribir buena literatura» tuvo un impacto negativo considerable. Incluso creo que es el origen de la inconcebible sobrevaloración de la que son objeto desde hace mucho los autores colaboracionistas. No confundamos las cosas. Céline no carece de mérito, pero está sobrevalorado de una manera ridícula. Y los Poemas de Fresnes de Brasillach son muy hermosos, de una belleza sorprendente en un autor tan flojo. Pero todos los demás, Drieu, Morand, Félicien Marceau, Chardonne... una ristra de mediocres. Y me parece a mí que esta extraña sobrevaloración se origina en un énfasis perverso del adagio antes citado, que podría formularse así: «Si es un cabrón, probablemente es un buen autor».
[...] Y siempre me produce una leve irritación cuando oigo alabar «el profundo conocimiento de la naturaleza humana» de tal o cual autor que no ha hecho, en el curso de su larga carrera, otra cosa que soltar una bien poco apetecible teoría de personajes egoístas y cínicos. Un autor así, en mi opinión, lo único que muestra es una comprensión superficial del alma humana. Pues algunos seres, de manera consciente y deliberada, deciden tratar a los demás todo el tiempo con lealtad, honradez y buena fe; y se ajustan a esta máxima hasta el día de su muerte. Y otros, sin que nadie les obligue, se lanzan de forma temeraria en auxilio de los demás, hacen todo lo que pueden para ayudarles y aliviar su sufrimiento. El bien existe, existe absolutamente, igual que el mal. Y es esta existencia, absolutamente contraria a cualquier ley natural, esta existencia contraproductiva desde el punto de vista biológico, lo que en realidad plantea un problema. Y es ese problema del bien, tal vez el único que merece la pena considerar, el que Emmanuel Carrère explora en las páginas más hermosas de esos libros. ¿Por qué Étienne Rigal, joven promesa del Sindicato de la Magistratura, rechazó el camino dorado de un gabinete ministerial para ejercer como juez de vigilancia penitenciaria? ¿Por qué decidió ayudar a unos miserables alcohólicos y medio degenerados? ¿Por qué?
[...] Retomando el tema desde un ángulo un tanto distinto, creo que la cuestión de la comunidad humana, de la posibilidad de una comunidad humana, es la que vuelve de forma más insistente en los libros de Emmanuel Carrère. Cioran observa de manera concisa que creer en Dios «era una solución», y que está claro que nunca encontraremos otra mejor. Entre las inmensas ventajas de esa fe, veo al menos tres. Una, los interrogantes cosmológicos sobre el origen del universo, del espacio y del tiempo, etc., quedarán resueltos ipso facto. Dos, había vencido a la muerte (la suya propia, y sobre todo la de los demás). Tres, quedaba establecida la posibilidad de una comunidad humana (las reconoceréis porque en ella los seres humanos se aman los unos a los otros, etc). Siempre he pensado que, de estos tres puntos, el más importante para Emmanuel Carrère, el que mejor explica su renovada fascinación por el cristianismo, era el tercero. La Ilustración más impresionante es, sin duda, la extraordinaria penúltima página de El Reino, en la cual, bailando al lado de Élodia, la joven trisómica, en la comunidad El Arca de Jean Vanier, entre lágrimas, vislumbra lo que es realmente el Reino.
[...] Puede que también me interese menos la cuestión de la comunidad humana en general porque me interesa apasionadamente esa comunidad más restringida que forman un hombre y una mujer. a Emmanuel Carrère también le interesa mucho, el amor desempeña un papel considerable en nuestros libros (él insiste de forma conmovedora en el amor conyugal), y en la sexualidad conyugal también). Pero él no ha renunciado a la cuestión de la comunidad humana en general. Yo sí, lo reconozco; y lo que la palabra «fraternidad» me inspira de entrada es cierto recelo. Estoy muy lejos de vanagloriarme de ello, tan solo lo constato. Hago constar mis faltas, pero no quiero exagerarlas; hay pocas cosas en las que creo, pero creo en ellas intensamente. Creo en la posibilidad del reino restringido. Creo en el amor.
[...] En resumen, aunque no conozco la respuesta de Emmanuel Carrère, creo que lo he leído bastante como para saber que apreciará esta frase que tomo prestada de Versilov (uno de los personajes más enigmáticos de Dostoievski, por estar extrañamente desprovisto de histeria):
"Erigiría en mandamiento para todo hombre culto la obligación de hacer feliz al menos a una criatura a lo largo de su vida, pero hacerlo de modo práctico, es decir, efectivo, exactamente como podría recomendar la obligación para todo campesino de plantar al menos un árbol en su vida, habida cuenta de la deforestación en Rusia".
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