Douglas Murray (La masa enfurecida) Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura

[...] No es de extrañar que los estudios muestren un incremento de la ansiedad, la depresión y los trastornos mentales entre la juventud de hoy en día. Más que un rasgo de la llamada «generación copo de nieve» o «generación vulnerable», es una reacción comprensible ante un mundo cuya complejidad aumenta en progresión geométrica; una respuesta perfectamente natural ante una sociedad movida por mecanismos que plantean infinitos problemas sin ofrecer ni una sola respuesta. A pesar de que las hay.

En noviembre de 1964, Hannah Arendt pronunció en la Universidad de Chicago una conferencia titulada «Labor, trabajo, acción», en el marco del congreso El Cristianismo y el Hombre Económico: Decisiones Morales en una Sociedad Acomodada. El tema principal de su intervención giraba en torno a una pregunta: ¿en qué consiste una vida «activa»? ¿Qué hacemos cuando estamos «activos»? Hacia el final de la ponencia, Arendt reflexiona sobre algunas de las consecuencias de participar de forma activa en el mundo. Todas las vidas pueden narrarse como si fueran historias porque tienen principio y final, pero los actos que llevamos a cabo entre esos puntos fijos —lo que hacemos cuando «actuamos» en el mundo— tienen consecuencias imprevisibles e ilimitadas. La «fragilidad y la falta de fiabilidad de los asuntos estrictamente humanos» implica que actuamos constantemente dentro de una «red de relaciones» en la que «toda acción provoca no solo una reacción sino una reacción en cadena». Esto significa que «todo proceso es la causa de nuevos procesos impredecibles». Una sola palabra o acción puede cambiarlo todo. Por consiguiente, afirma Arendt, «nunca podemos realmente saber qué estamos haciendo». 

Pero hay algo que exacerba esta «fragilidad y falta de fiabilidad de los asuntos humanos», y es el hecho de que aunque no sabemos lo que estamos haciendo, no tenemos ninguna posibilidad de deshacer lo que hemos hecho. Los procesos de la acción no son solo impredecibles, son también irreversibles; no hay autor o fabricador que pueda deshacer, destruir, lo que ha hecho si no le gusta o cuando las consecuencias muestran ser desastrosas.

Del mismo modo que el único recurso contra la impredecibilidad reside en la capacidad de hacer y mantener las promesas,  Arendt explica que solo hay un medio para paliar la irreversibilidad de nuestras acciones. Ese medio es la «facultad de perdonar». Ambas cosas van necesariamente de la mano: la capacidad para crear vínculos mediante promesas y la posibilidad de mantenerlos a través del perdón. Sobre esto último añade Arendt:

Sin ser perdonados, liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad de actuar estaría, por así decirlo, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobrarnos; seríamos para siempre las víctimas de sus consecuencias, semejantes al aprendiz de brujo que carecía de la fórmula para romper el hechizo. 

Esto era verdad antes del auge de internet; desde entonces, lo es más aún.

La clave para afrontar este punto consiste no tanto en el olvido personal como en el olvido histórico. Lo mismo vale para el perdón. Olvidar no es lo mismo que perdonar, pero a menudo van juntos y, sin duda, el primero facilita el segundo. Las personas y los pueblos cometen actos terribles, pero con el tiempo la memoria se difumina. Poco a poco, las personas olvidan los detalles concretos o el motivo del escándalo. Los individuos o sus acciones quedan envueltos en una nebulosa que gradualmente se disipa entre el conjunto de nuevos descubrimientos y experiencias. En el caso de las grandes injusticias históricas, víctimas y perpetradores, ofendidos y ofensores, mueren. Durante un tiempo, es posible que sus descendientes mantengan vivo el recuerdo. Pero a medida que, de generación en generación, el insulto o el agravio se evaporan, aferrarse a ellos acaba siendo visto no como un signo de sensibilidad o de honor, sino de beligerancia. 

[...] Durante siglos, el consenso general fue que solo Dios podía perdonar los pecados, aunque al mismo tiempo, en lo referente a los asuntos mundanos, la tradición cristiana (entre otras) ensalzaba las virtudes, cuando no la necesidad, del perdón. Según Friedrich Nietzsche, una de las consecuencias de la muerte de Dios podía ser que la gente se viera atrapada en una estructura teológica sin salida aparente. Más concretamente, que la sociedad heredase los conceptos de culpa, pecado y vergüenza, pero que no dispusiera de los medios de redención que ofrecía la religión cristiana. Parece que hoy en día vivimos en un mundo en el que las acciones pueden acarrear consecuencias inimaginables, en el que la culpa y la vergüenza están más presentes que nunca, y en el que no disponemos de ningún medio de redención. Ni siquiera sabemos quién podría darnos esa redención, ni si sería algo deseable en comparación con este ciclo infinito de exaltación, certidumbre y denuncia. 

De modo, pues, que vivimos en un mundo donde todos corremos el riesgo —como el profesor Tim Hunt— de tener que pasarnos el resto de la vida lamentando un chiste desafortunado y donde lo que se fomenta no es la acción, sino la reacción, en concreto la aspiración a encarnar el papel de víctima o juez con el fin de obtener unas migajas de virtud moral que, erróneamente, creemos han de llegarnos por la vía del sufrimiento. Un mundo donde nadie sabe en quién reside la potestad de atenuar las ofensas, pero en el que todos tienen incentivos para hacerlas suyas. Un mundo donde cada momento se ejerce una de las formas más abrumadoras de «poder»: el poder de enjuiciar (y, potencialmente, arruinar) la vida de otro ser humano por motivos que no siempre son sinceros. 

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