Nicola Chiaromonte (La paradoja de la historia) Cinco lecturas sobre el progreso: de Stendhal a Pasternak

—¿Qué puede hacer un gobierno en tiempo de guerra? ¿Dirigir los acontecimientos? Usted sabe perfectamente que no. ¿Y dirigir la opinión? Eso, sí: ¡incluso es lo único que puede hacer!... Pues bien, nos dedicamos a ello. Nuestro trabajo principal es, ¿cómo diría yo?, la transmisión «amañada» de los hechos [...]
—¿La mentira organizada?
—[...] ¡No y no; muy pocas veces es conveniente decir la verdad! ¡Es indispensable que el enemigo siempre esté equivocado, y que la causa de los aliados sea la única justa! Es indispensable.
—¡... mentir!
—¡Sí; aunque no fuera sino para ocultar, a los que luchan, lo que se trata en la retaguardia! ¡Aunque no fuera sino para ocultar a los de la retaguardia las cosas espantosas que pasan en el frente [...] Sí, mi querido amigo! Lo más efectivo de nuestra actividad (me refiero a la de los dirigentes civiles) está encaminada... ¡no sólo a mentir, como usted dice, sino a mentir «bien» [...] ¡En este terreno de la «mentira útil», hemos realizado en Francia, durante estos cuatro años, verdaderos prodigios!

Esta escena permite captar el origen, por decirlo así, de una operación similar a la que relata Voltaire al fabular cómo inventaron los curas la religión.

Prescindiendo de cómo improvisen sobre la marcha los gobernantes, la fabricación de «mentiras útiles» está de hecho regida por una lógica imperiosa. Los hechos son «elaborados» conforme a la situación del momento, no sin ton ni son. La primera norma del proceso es que el enemigo esté siempre equivocado. Pero no podemos estar seguros de que el enemigo esté siempre equivocado si no modelamos nuestras razones del tal modo que no puedan ser refutadas; lo que significa que han de estar más allá de toda prueba, como Dios. De hecho, su función no sólo es promover la disciplina y organizar y manejar la comunidad ocultando las «cosas horribles» que están pasando, sino también explicar y justificar lo que ocurre en general. En una palabra, no sólo hay que improvisar las mentiras, sino toda una teodecia que las acompañe. 

Desde el punto de vista del individuo no es posible entender el significado de la guerra. O más bien, el significado que uno pueda percibir mientras participa en ella y la padece, no tiene relación con las justificaciones que se urden «en las altas esferas». Porque, a fin de cuentas, si el acontecimiento llamado guerra queda fuera de la compresión (y del control) de quienes la dirigen, ¿cómo podrá tener significado para quienes lo padecen? 

Por otro lado, que la sociedad mantenga su cohesión, y más aún, que los individuos sean capaces de resistir lo que está pasando, es una necesidad común para todos: tanto para quienes mandan como para quienes han de obedecer, sean civiles o soldados. Por eso, es imperativo que las entidades gubernamentales dispongan de ideas y combinaciones de ideas que tengan el poder de exorcitar el caos. Debe crearse un lenguaje mágico.

De entrada, ese lenguaje estará compuesto de palabras, o mejor, de signos rituales a cuya autoridad se cree que el individuo no se puede oponer: Francia, democracia, civilización, humanidad y otras palabras semejantes. De esa región suprema obtendrán su autoridad (así como su justificación) las mentiras apropiadas.

Pero esas palabras no sólo crean un lenguaje, sino un sistema. El lenguaje tiene gramática, el sistema, lógica. Una «mentira útil» no solo es una declaración falsa hecha en el curso de un debate. Suele ir acompañada de obligaciones y de sanciones que afectan no sólo a quienes deben aceptarlas como verdad —tanto si la creen como si no—, sino también a quiene la fabrica conscientemente. 

[...] Pero una vez alcanzado ese punto, no es posible retirar de circulación las «mentiras útiles» como se hace con el exceso de billetes de banco. Su fabricación empezó como un intento de procurar un remedio a unos acontecimientos sobre los que se había perdido el control y cuyo desenlace dependía de la autoridad de determinadas palabras. La victoria pone fin a la matanza, pero no puede devolverles a los gobernantes la buena conciencias que tuvieron antes, ni al pueblo la confianza de no ser gobernado por medio de mentiras. En lo sucesivo, entre los gobernantes y las masas quedará la pantalla de esas ficciones que, aunque reconocidas como tales, no se pueden desautorizar públicamente. Será necesario seguir gobernando como si esas fórmulas rituales tuvieran el significado y el valor que se les atribuyó; y, sobre todo, como si el bien común fuera un concepto tan claro como se pretendió durante todo ese tiempo. Los hechos horribles que han sucedido entre tanto y que han sido falseados en atención al interés común deben continuar siendo ignorados. Sólo los conocerán quienes los han soportado. 

Desde el punto de vista de los gobernantes, es posible concebir la guerra como la continuación de la política por otros medios. Pero lo cierto es que, para el individuo, la guerra es el final de la política así como de cualquier otra relación normal con la vida en comunidad. Es una situación extrema, la más extrema de todas. 

¡Por qué es una situación extrema? ¿Por la muerte? Eso es lo que sostienen determinados pacifistas (por ejemplo, Barbusse, Céline o Giono). Pero lo más terrible de la guerra no es la muerte. El hombre que era capaz de hacer frente a la muerte por una causa en la que creía y consideraba su propia destrucción como un mal menor que la abdicación moral, ha sido objeto de admiración en todos los tiempos. Lo que resulta profundamente desmoralizador es verse forzado a dar muerte y a morir sin saber por qué. La persona que actúa sin creer en lo que hace es, estrictamente hablando, alguien que ha sido privado del respeto a sí mismo. Sólo puede actuar en un estado de abyección o degradación.

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El retorno a la realidad después de que la mente y el alma se hayan nublado sólo puede producirse por desilusión y desesperación. Pero esta voluntad sufriente seguirá estéril y le será imposible recobrar la razón a menos que se produzca una verdadera conversión.

Pero ¿de qué conversión se trata? Para empezar, de convertirse a la inmediatez de la naturaleza y la experiencia, del contacto con las cosas, una por una, en su desorden primitivo; de convertirse incluso a los que alguien podría llamar nihilismo. Porque si bien es verdad que nihilismo ha significado generalmente no creer en los valores de la cultura y de la tradición, desconfiar de las ideas y el idealismo, y rechazar la moral tradicional y la fe aceptada, también implica que el individuo retorna a un estado en que se halla frente a sí mismo, frente a la sociedad y al mundo, y está obligado a confrontar su naturaleza real si desea efectivamente distinguir lo esencial de lo que no es.

Ninguna fórmula metafísica ni literaria proporciona la clave para esa labor. Tampoco es una labor para todo el mundo, sino únicamente para quienes sienten la necesidad de emprenderla.

El primer paso es liberarse de la fe en el mundo actual y sus ídolos, que lo convierten a uno, por elevadas que sean sus ideas, en su cómplice y prisionero. El segundo es rechazar la más pervertida de las ideas comunes, a saber, que el curso de las cosas debe tener un solo significado, o que un solo sistema pueda integrar todos los acontecimientos y justificarlos en nombre de una idea abstracta o una «tendencia histórica». El tercero es liberarse completamente del falso optimismo que subyace en el movimiento acelerado pero estructuralmente predeterminado de las sociedades contemporáneas. Por último, hay que aceptar el hecho de que el mundo y nuestra existencia son sólo fragmentos de una totalidad eternamente impenetrable. Eso significa redescubrir lo que Bertrand Russell llamó una vez «piedad cósmica», algo de lo que, según él, carecía absolutamente el hombre moderno. 

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