El efecto montaplatos
Ojos que no ve, corazón que no siente
No podemos culpar al capitalismo de todos los males de la tecnología ni podemos culpar a la gran tecnología de los devastadores excesos y puntos flacos de las empresas. Pero ni las empresas ni la tecnología digital podrían haber causado los estragos del presente por sí solas. Antes bien, ambas han generado un bucle de realimentación que se refuerza mutuamente y alienta a los empresarios a imaginar un futuro gobernado por tecnologías del sector privado que trabajan para invisibilizar nuestros problemas, aunque no sean capaces de resolverlos.
Los aspirantes a ser los artífices del futuro humano tratan a la sociedad civil como antagonistas de sus grandes diseños. Creen que ellos pueden hacerlo mejor. Libres de cualquier consideración relativa al impacto de sus proyectos en el resto de nosotros, sin duda pueden construir cosas espectaculares más deprisa y de forma más rentable que cualquier Gobierno. Pero ello requiere esconder muchas cosas bajo la alfombra, como las personas y lugares donde sus sistemas funcionan realmente.
Por ejemplo, usurpando el papel de los ayuntamientos en la planificación del transporte de masas. Uber encargó a ocho importantes estudios de arquitectura que elaboran propuestas de diseño de skyports (literalmente, «cielopuertos») donde los futuros usuarios de su aplicación de transporte compartido pudieran embarcar y desembarcar en aerotaxis urbanos todavía por inventar. Pese a su teórico compromiso con el impacto social y medioambiental de sus propuestas, estas evocan un futuro similar al descrito en la película Metrópolis, de Fritz Lang, en la que los ricos vuelan de un punto a otro de una ciudad que se eleva en el cielo, mientras los obreros que sustentan ese estilo de vida trabajan a ras de suelo.
A toda marcha
Deshumanización, dominación y extracción
En un primer momento, la economía de mercado, estrenada justo después de las cruzadas en la Baja Edad Media, benefició a los antiguos siervos del feudalismo. Se trataba de una economía transversal, entre iguales, no jerárquica. Los granjeros y panaderos locales no aspiraban en general a ser «ricos», sino a vivir de su trabajo. Sus monedas estaban optimizadas para el comercio; no constituían tanto una forma de ahorrar o atesorar dinero como de facilitar el intercambio de bienes entre las personas. El sistema funcionó tan bien que Europa vivió el que sería su mayor periodo de crecimiento económico hasta la fecha medido en términos de prosperidad de la gente corriente. Las ciudades se enriquecieron tanto que invirtieron en la construcción de catedrales para estimular las peregrinaciones y el turismo. La gente trabajaba menos, comía más y crecía más que nunca antes; y, en algunos casos, más de lo que lo haría después.
Conforme el pueblo se hacía más rico e independiente, la aristocracia se descubría relativamente más pobre y menos poderosa. Con frecuencia, aquellas acaudaladas familias no habían trabajado ni creado valor durante siglos y necesitaban encontrar una nueva forma de dominar a las masas. La primera fue la concesión de «monopolios privilegiados», que otorgaban a los nobles favorecidos el dominio exclusivo de una industria. Si hasta entonces un zapatero podía trabajar por su cuenta fabricado y vendiendo sus propios zapatos, ahora tendría que ser un empleado de la Real Compañía de Calzado de Su Majestad. Se negó a los individuos la capacidad de crear e intercambiar valor por sí mismo.
Luego los monarcas prohibieron el dinero mercantil y obligaron a todo el mundo a utilizar «moneda del reino». Dicha moneda debía tomarse prestada de la tesorería del Estado y devolverse con intereses. Con el monopolio de esta tecnología financiera, la aristocracia podía ganar dinero con solo prestarlo. Una nación tras otra fueron adoptando el nuevo enfoque, aplastando los mercados locales y restableciendo la dependencia de los campesinos de los ricos para tener trabajo. La moneda centralizada se convirtió en el nuevo sistema operativo de la economía, mientras las corporaciones venían a ser como el software que funcionaba en él. Fue un programa arrollador.
Exponencial
Cuando no puedas avanzar más, devén meta
[...] En la década de 1980, el director general de General Electric, Jack Welch, supo identificar la pauta subyacente lo que esta implicaba: había llegado lo más lejos posible en la abstracción financiera. Como cualquier empresa que vende artículos de gran valor, GE contaba con una división de servicios de capital para ayudar a financiar las compras de sus productos, concebida originalmente como una forma de facilitar el pago a sus clientes. Sin embargo Welch se dio cuenta de que ganaba menos vendiendo lavadoras a la gente que prestándole el dinero necesario para comprarlas. Cuando fabricaba lavadoras, sus beneficios se veían limitados por las fricciones propias del mundo real, como el coste de los materiales, la mano de obra y el transporte; en cambio, cuando vendía préstamos, podía ganar dinero como por arte de magia: en este caso manejaba únicamente cifras, que podían escalarse sin experimentar fricción alguna. De modo que Welch se embarcó en la aventura de vender los activos productivos de GE y volcarse integramente en las finanzas. La revista especializada Harvard Business Review ensalzó las virtudes de su nueva estrategia; esta empezó a estudiarse en las escuelas de negocios y a ser imitada por otras empresas, que, en su intento de parecerse más a los bancos, acabaron por devorarse a sí mismas, liquidando cualesquiera divisiones esenciales que realmente crearan valor.
Pero ni GE ni ninguna de aquellas empresas tenían una experiencia real en el sector de los servicios financieros, de manera que cuando la crisis financiera de 2007 cerró el grifo del dinero fácil, quedaron en una situación mucho más precaria que los auténticos bancos. Jack Welch no tardó en comprender que ya no había vuelta atrás y abandonó el barco. Tras despedir a decenas de miles de empleados de fabricación y ingeniería, se retiró de General Electric con una jubilación dorada y fueron sus sucesores quienes tuvieron que reconstruir las deterioradas divisiones industriales, de consumo y aeroespacial.
Visiones del hombre ardiente
Somos como dioses
La creencia de que podemos codificar nuestra vía de salida de este lío presupone que el mundo está hecho de códigos y que todo aquello que aún no es código puede convertirse tarde o temprano a un formato digital con la misma facilidad con la que puede trasladarse un disco de vinilo a un archivo de transmisión en línea. Una vez que los elementos del problema se han convertido en datos, podemos utilizar la tecnología digital para arreglarlos. La pega de este planteamiento es que todo lo que no se puede convertir en código se deja de lado. Esto nos sitúa a todos en una carrera por escanearnos, digitalizarnos o formatearnos en un lenguaje compatible con las tecnologías que orquestan nuestras libertades. Incluso las soluciones a los propios problemas de la tecnología tienden a traducirse en introducir aún más tecnología en nuestras vidas y aprender a optimizar nuestra conducta en función del funcionamiento de estas. Nos ajustamos a la estructura de recompensas del entorno tecnológico en el que vivimos, acomodándonos constantemente a cualesquiera sistemas operativos que nos exijan nuestras tecnologías y los milmillonarios que las sustentan. Esta tendencia a la tecnocracia totalitaria es lo que el educador y teórico de los medios Neil Postman denominaba tecnópolis: «la sumisión de toda forma de vida cultural a la soberanía de la técnica y la tecnología». Aunque empecemos utilizando las herramientas en nuestro propio beneficio colectivo, poco a poco vamos rehaciendo nuestro mundo en torno a las necesidades de la tecnología, por ejemplo, construyendo autopistas y periferias residenciales para favorecer el uso del automóvil o modificando los currículos escolares para adaptarlos a los ordenadores. Una vez llevamos haciendo esto el tiempo suficiente, acabamos encontrándonos dentro de algo parecido a una máquina: un sistema autónomo y autodeterminado que elimina activamente todos los demás «mundos mentales». Postman dice que los dioses de la tecnología son la eficacia, la precisión y la objetividad, lo que no deja espacio alguno a los valores humanos, que existen en un «universo moral» completamente independiente e ignorado.
De hecho, la tecnópolis es inexorable, sobre todo para aquellos que viven para apoyarla y han ganado miles de millones encontrando formas de contribuir a su dominio. Por eso, cuando los tecnopolitanos van a la selva a beber el vino de la sabiduría, experimentan una versión muy particular de la revelación de que «todo es uno» y regresan con el celo propio de un fanático pata hacerla realidad, a gran escala.
Los humanos acabamos viviendo dentro de la Mentalidad. Conseguir que nos sometamos a sus valores se convierte en su mayor reto.
El Gran Reinicio
Para salvar el mundo hay que salvar el capitalismo
Basta con leer un poco sobre cualquiera de esas iniciativas para ver nombres como los de los delincuentes Jeffrey Epstein, Ghislaine Maxwell y Michael Milken junto a los miembros de la realeza británica como los príncipes Carlos (actual monarca) y Andrés; fundadores de empresas tecnológicas como Bill Gates y Paul Allen; políticos como Bill y Hillary Clinton, y asesores de megaproyectos científicos como Boris Nikolic y Melaine Walker. Cada uno de esos nombres viene a ser como la punta de lanza de toda una cultura privilegiada de aspirantes a reyes filósofos para quienes las nociones convencionales de moralidad y equidad son meros obstáculos en su objetivo de perpetuar su propio dominio. Representan un legado profundamente arraigado que se resiste a cualquier forma de cambio radical.
Para esta oligarquía global, la inversión ecológica y eso que —en términos contradictorios— denominan «filantropía de capital riesgo» no hace sino justificar nuevas formas de colonialismo territorial o incluso interpersonal. Cualquier cosa de la naturaleza puede mejorarse o hasta preservarse si primero la convertimos en una forma de propiedad y luego explotamos su valor en función del mercado. Según esta lógica, sin una apropiación real y una explotación consciente acabamos en una «tragedia de los bienes comunales» en la que los campesinos u otros seres humanos inferiores arrasan con algo valioso.
Bill Gates ha empleado esta misma lógica para convertirse en el mayor propietario privado de tierras agrícolas de Estados Unidos. Desde una perspectiva inversionista, eso le permite cumplir con los objetivos de neutralidad en carbono de las carteras sostenibles, a la vez que le sirve de contrapeso a sus numerosas inversiones tecnológicas. Por más que los pequeños granjeros que recurren a prácticas de baja tecnología o incluso de tradición autóctona ya saben perfectamente cómo mantener el suelo vegetal, rotar los cultivos y gestionar las escorrentías. Gates está convencido de que puede mejorar todo eso con el pensamiento analítico. Cree que puede utilizar la ciencia, la tecnología y más capital riesgo para desarrollar semillas más productivas, biocombustibles más baratos y prácticas agrícolas más avanzadas. Gates actúa como si comprando recursos como la tierra y el agua, quienes tienen una inteligencia y una capacidad de previsión superiores pudieran gestionarlos en nombre de todos nosotros, utilizando una lógica y unas tecnologías que de todos modos los demás no podríamos entender.
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