David Runciman (Así termina la democracia)

¡LA TECNOLOGÍA HA TOMADO EL PODER!

Muchos se ríen cuando Al Gore se atribuye haber inventado internet. Y bien que hacen. No fue Gore. Fue el Mahatma Gandhi. El ya citado relato de Forster «La máquina se para» se publicó originalmente en la Oxford and Cambridge Review en noviembre de 1909. Gandhi, por entonces un aún joven abogado y activista pro derechos humanos que vivía en Sudáfrica, al parecer lo leyó en una travesía por mar de vuelta a casa desde Londres ese mismo mes (la Review estaba en la biblioteca del buque y todos los que viajaban a bordo dispusieron seguramente de muchos ratos muertos durante el viaje, incluso Gandhi. Es evidente que le afectó. Gandhi paso la mayor parte del viaje escribiendo Hind Swaraj («Autobierno de la India»), su manifiesto a favor de la independencia india del yugo británico. La inquietante imagen de nuestro futuro en red descrita por Forster contribuyó a dar forma a la idea que Gandhi tenía sobre el rumbo que estaba tomando la civilización occidental y sobre por qué la India necesitaba liberarse de ese destino. 

Hind Swaraj, Gandhi dibuja un cuadro asombrosamente profético de la ulterior era de Amazon, Uber y HelloFresch. Inspirándose en Forster, lamenta adónde nos está llevando la tecnología:

El hombre no tendrá más necesidad de manos y pies. Se apretará un botón y los vestidos estarán a mano. Se apretará otro botón y llegará el periódico. Se apretará un tercer botón y un coche estará listo, a la espera. Habrá una gran variedad de alimentos exquisitos al instante. Todo estará hecho por maquinaria. 

Gandhi atribuye a la democracia representativa moderna gran parte de la culpa de esa negativa. Un sistema apolítico que depende de que unos cargos elegidos por nosotros tomen decisiones en nuestro nombre no puede rescatarnos de tan artificial existencia. Es imposible, pensaba él. La democracia representativa era totalmente artificial. Se había vuelto cautiva de las máquinas. Funcionaba a través de la maquinaría monetaria. Los ciudadanos eran consumidores pasivos de su propio destino político. Pulsamos un botón y esperamos que el Gobierno responda. Con razón nos sentimos decepcionados. Lo que obtenemos al final no son más que vanas promesas y mentiras descaradas. 

Leviatán
[...] Las máquinas que más temía Hobbes eran las corporaciones. Nos hemos acostumbrado tanto a convivir con las sociedades mercantiles y las corporaciones empresariales que hemos dejado de notar lo extrañas que parecen y lo mucho que recuerdan a las máquinas. Hobbes las veía como una especie de robot más. Estaban a nuestro servicio, sí, pero podían adquirir (y adquirían) vida propia. Una corporación es una confluencia nada natural de seres humanos a la que se insufle una vida artificial para cumplir la misión que tenga encomendada. El peligro está en que pude que sean las personas quienes hagan lo que la corporación requiera de ellas. 

Muchas de la cosas que nos inquietan cuando imaginamos un futuro de inteligencias artificiales son las mismas preocupaciones que las corporaciones han suscitado desde hace siglos. Carecen de conciencia porque no tienen alma. Pueden vivir más que las personas. Algunas de ellas parecen casi inmortales. Las corporaciones, como los robots, pueden salir indemnes de los escombros del conflicto humano. Durante la primera mitad del siglo XX, la sociedad alemana vivió una experiencia muy cercana a la muerte. La escala de la destrucción humana allí registrada fue extraordinaria, pero algunas corporaciones germanas sobrevivieron a todo aquello como si nunca hubiera ocurrido. Algunas de las mayores empresas alemanas creadas en el siglo XIX siguen siéndolo hoy en día: Allianz, Daimler, Deutsche Bank, Siemens. Es como si la locura de los seres humanos nada tuviera que ver con ellas.

[...] Hobbes creía que la única forma de controlar a las corporaciones era dotando de poder al Estado. Tenía razón. Hasta el siglo XVIII, los Estados y las corporaciones compitieron por adquirir y controlar territorios e influencia. Y no había garantía alguna de que el estado fuera a salir vencedor de esa luchas. La Compañía de las Indias Orientales, por ejemplo, aventajó y superó en rendimiento al estado en muchas partes del mundo. Esa corporación libraba guerras, recaudaba impuestos y, sostenida por esas actividades, adquirió un poder y una riqueza enormes. Pero a medida que el Estado moderno fue aumentando su poder y su autoridad, y en especial, a medida que se ha ido democratizando en estos últimos doscientos años, logró afianzarse. La Compañía de las Indias Orientales fue nacionalizada por el Estado británico en 1858. La lucha de Roosevelt contra los monopolios a comienzos del siglo XX, momento en el que disolvió el poder de monopolio de las grandes corporaciones empresariales estadounidenses, fue una muestra más de la recién adquirida seguridad en sí mismo del Estado democrático. Pero no fue realmente Roosevelt quien obró aquel cambio. Fue Roosevelt en cuanto rostro humano de la inmensa maquinaria política estadounidense, pero en realidad fue el Leviatán en acción. 

Weber estaba en lo cierto: la democracia moderna no puede huir de la máquina. Lo que Gandhi aspiraba a conseguir en este terreno era utópico. Pero en cambio la máquina democrática puede ayudar a humanizar el artificial mundo moderno. De hecho, esa lleva siendo parte de la promesa de la política democrática desde mucho tiempo. Y, hasta hora, es una promesa que se ha venido cumpliendo en buena medida. 

Una de las cosas que se echa habitualmente en cara a la democracia del siglo XXI es que perdido el control sobre el poder corporativo. Las grandes compañías acaparan riqueza e influencia, fomentan la desigualdad, depredan el planeta, no pagan los impuestos que les corresponden. Para muchas corporaciones, esas quejas son algo consustancial a su propia existencia: los bancos y las petroleras llevan toda la vida oyéndolas. Pero los bancos y las petroleras han dejado de ser las corporaciones empresariales más poderosas del mundo. Ese honor corresponde ahora a los gigantes tecnológicos: Facebook, Amazon y Apple. Estas compañías son jóvenes y nuevas. Creen que lo que hacen es bueno. No están acostumbradas a que las odien. El Estado no está seguro de cómo tratar con monstruos como estos.

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