[...] Pero hasta las obviedades tienen su recorrido discursivo si uno es capaz de analizarlas con el necesario detenimiento. Y la pregunta que surgía, al analizar la obviedad de la resistencia humana ante la muerte es: ¿tan evidente resulta que ese extendidísimo anhelo por permanecer aquí, —en el mundo de los vivos— a cualquier precio, constituya un valor en sí mismo, hasta el extremo de que se ha convertido en la fantasía generalizada de nuestra época la inminencia de la inmortalidad? ¿Es obvio que la fuente, el origen de nuestra infelicidad, se encuentra en nuestra finitud, en nuestra—al menos hasta ahora— insoslayable limitación temporal? Elizabeth Costello, alter ego del escritor sudafricano John M. Coetzee, sostiene lo contrario en la novela del mismo título: «Al marcarnos por la muerte, los dioses nos han dado una ventaja sobre ellos. De los dos, de los dioses y los mortales, somos nosotros lo que vivimos con más ansia y sentimos con mayor intensidad».
Repárese en que el vínculo entre ambos planos—en definitiva, la confianza en que, sorteando la muerte, alcanzaremos la felicidad—viene indisociablemente ligado a una determinada expectativa de futuro, de signo optimista-progresista. Si, en efecto, los tiempos venideros están llamados a depararnos todo tipo de alegrías y satisfacciones, superado dolores, injusticias y cualquier forma de sufrimiento o incluso malestar concebibles, se encuentra del todo justificada la esperanza de que, aguantando todo lo posible en este mundo, alcanzaremos por fin ese añorado horizonte de plenitud. Ahora bien, la contrapartida de semejante planteamiento va de suyo: en un momento como el actual, en el que, tras el final del suelo emancipatorio, también parece haber entrado en crisis el de los que creían que al actual organización del mundo representa el final, insuperable, de la historia, ¿qué contenido se ha de atribuir a aquella esperanza?
Pero la hipótesis de que pudiéramos estar viviendo en fin no de este, o de aquel, sino de todos los sueños—de cualquier expectativa de paraíso en la Tierra bajo cualquiera de los formatos concebibles—acaso introduzca una modificación sustantiva en la estructura del imaginario colectivo del que nos hemos venido sirviendo durante largo tiempo. Los trazos mayores con lo que cada vez más tendemos a dibujar nuestra realidad vienen representados por una gradación de temores, miedos y pavores de diverso tipo, cuya relación resulta de todo punto innecesario—por reiterada—evocar aquí (terrorismo, catástrofes medioambientales, guerras totales...). Poco a poco, la expectativa, antes tan acariciada, de inmortalidad habría cambiado de signo: no nos colocaría a salvo de los males del presente, sino que nos condenaría sin remedio a padecerlos en el futuro. El sueño habría virado, de esta forma, hacia la pesadilla: de una situación en la que la muerte constituía una amenaza de inexorable cumplimiento habríamos ido transitando a otra, en la que la vida habría terminado por ser concebida como una condena. Una condena a cadena perpetua, para ser exactos.
Ahora bien, no se trata de anticipar el detalle de lo que se nos avecina. Tal vez (¿cómo saberlo?) en ese hipotético mundo infeliz aumente de forma espectacular la tasa de suicidios y—de manera análoga a lo que sucedía en la novela de Henrik Stangerup El hombre que quería ser culpable— los individuos se vean obligados a organizarse en la clandestinidad para acabar con sus propias vidas. O quizá simplemente suceda que se extienda como una mancha de aceite el sentimiento de decepción ante la expectativa insatisfecha: ahora que podíamos empezar a pensar en prolongar de manera indefinida nuestra estancia aquí, se dirán muchos, resulta que ya no vale la pena quedarse.
[...] Porque el abandono de la expectativa de una vida superior que nos aguarde después de la muerte ha alterado por completo nuestra idea de lo que significa una vida plena. No está claro que hayamos ganado con el cambio, si planteamos la cosa con la ironía con la lo hecho la socióloga alemana Marianne Gronemeyer: «La gente de la Edad Media vivía muchos más años que nosotros. Nosotros vivimos noventa años y se acabó; ellos vivían treinta... más toda la eternidad». Ahora, desaparecido aquel horizonte, no queda otra que intentar materializar a lo largo de nuestra vida mortal el mayor número de opciones posibles de entre las inmensas posibilidades que el mundo ofrece. El problema es que, por más que nos esforcemos, ofrece más de lo que cabe experimentar en el curso de una sola vida, en tanto que la aspiración del hombre moderno es saborear la vida en todos sus altibajos y en toda su complejidad. La divergencia es dramática: no hay forma humana (nunca mejor dicho) de que la vida individual alcance a la desbordante riqueza del mundo, o, si se quiere plantear esto mismo en los términos especulativos que corresponden (los formulados por Blumenberg), el tiempo percibido del mundo (Welzerit) y el tiempo de una vida individual (Lebenzeit) tienden a alejarse sin remedio.
La presunta solución a alejarse es tan conocida como falsa: vivamos más deprisa para acumular el máximo de experiencias. Es falsa porque se basa en el espejismo de que aprovechando el tiempo podremos dar alcance al mundo, colocarnos a la altura de sus posibilidades, vivir al compas de su crecimiento. Si embargo, por más eficaces que seamos en la gestión de nuestros recursos, nunca conseguiremos el objetivo porque el número de opciones (del «tiempo del mundo» o «recursos del mundo», por así decirlo) no deja de incrementarse cada vez más. El resultado es que nuestra porción de mundo, la proporción de las opciones del mundo realizadas, respecto de las potencialmente realizables, decrece (al contrario de lo que se nos había prometido si cumplíamos con nuestra parte del pacto: dedicarnos a la tarea de su cumplimiento con la debida intensidad) sin importar cuánto aumentemos el ritmo de vida.