Zygmunt Bauman & David Lyon (Vigilancia líquida)

Zygmunt Bauman: Asumo, aunque no lo pudo demostrar (creo que nadie puede, que a lo largo de los milenios transcurridos desde que Eva tentó a Adán para que probara la fruta del árbol del conocimiento del bien y del mal, las capacidades humanas y la propensión a hacer el bien, así como la inclinación humana y la habilidad para hacer el mal, han seguido siendo básicamente las mismas. Pero las oportunidades y/o las presiones para hacer el bien o el mal han variado, en paralelo a la proximidad de los individuos y la imposición de normas de convivencia. Lo que parecen o han sido descritos como casos en que se liberaron o se dieron rienda suelta a los instintos malignos de los humanos, o, al contrario, se los suprimió o se los contuvo y sofocó, se entienden mejor como producto de una <<manipulación de probabilidades>> social (y, en general, impuesta por el poder), que incrementa la probabilidad de que se den ciertos tipos de conductas, mientras que disminuye la probabilidad de otras. La manipulación (reorganización, redistribución) de probabilidades es el sentido último de todos los <<constructores de orden>> y de manera más general de todo lo <<estructurante>> dentro de un campo amorfo de diversos y caóticos acontecimientos. Y los modelos preponderantes de <<orden>>, al igual que los patrones más dirigidos de <<estructura>>, cambian según el momento histórico, aunque, al contrario de lo que implica la concepción más generalizada del progreso, han cambiado más bien de forma pendular, y en absoluto siguiendo un camino uniforme y coordinado.

Los demonios que habitaron y desgarraron el siglo XX se gestaron en el curso de decididos esfuerzos para completar la tarea fijada en los mismos inicios de la edad contemporánea (una tarea que definió ese mismo comienzo, al elegir el modo de vida llamado <<moderno>>, que básicamente implica un estado de <<modernización>> compulsiva, obsesiva y adictiva). La tarea dispuesta para cada fase o momento de modernización, si bien no resulta fácil atisbar cuál era su fin (en el caso de que alcanzar ese fin sea factible), se centró en imponer un diseño transparente y manejable sobre un caos sin reglas ni control: todo ello para llevar al mundo de los humanos, hasta entonces ofensivamente opaco, sorprendentemente imprevisible e irritantemente desobediente e ignorante de los deseos y objetivos humanos, hacia un orden: un orden completo, incontestable e incuestionable. Un orden bajo la inquebrantable regla de la Razón. 
Esta Razón, que tiene su origen en la Casa de Salomón de La nueva Atlántida de Francis Bacon, pasó sus años de aprendizaje en el panóptico de Jeremy Bentham, y justo en los inicios de nuestra época de estableció en los innumerables edificios fabriles habitados por los fantasmas de las medidas de tiempo y de movimiento de Frederick Winslow Taylor, por el espectro de la cadena de montaje de Henry Ford, y por el fantasma de la idea de Le Corbusier de hogar como una <<máquina para vivir>>. Esta Razón asume que la variedad y divergencia de las intenciones y las preferencias humanas son temporalmente irritantes, abocadas a ser expulsadas del camino de la construcción del orden mediante una hábil manipulación de las posibilidades de comportamiento a través de una organización de patrones externos y la transformación en impotentes e irrelevantes de todos los elementos que se resistan a esta manipulación. La visión de la vigilancia universal de Jeremy Bentham se acabó elevando con Michel Foucault y sus innumerables discípulos y seguidores al rango de patrón universal de poder y dominación, y en último término de orden social.

Un orden de este tipo significa, en definitiva, la ausencia de todo lo <<innecesario>> -en otras palabras, de lo inútil o indeseable- o cualquier cosa que cause infelicidad o que sea confuso y/o molesto, porque supone un obstáculo al control incuestionable de la condición humana. Significa, de hecho, convertir lo permitido en obligatorio, y eliminar el resto. La convicción de que tamaño logro es posible, factible, imaginable y está al alcance de los hombres, junto al irresistible apremio de actuar de acuerdo con esta convicción, fue, y sigue siendo, el atributo que define la modernidad, y alcanza su cumbre en el inicio del siglo XX. La <<era contemporánea clásica>>, que fue desafiada brutalmente y vio minada su confianza en sí misma por el estallido de la Gran Guerra, que a su vez la llevaría a medio siglo de agonía, constituyó un viaje hacia la perfección, para alcanzar un estado en el que el impulso por hacer las cosas mejor se paralizó, pues cualquier interferencia nueva con el mundo de los hombres sólo podía empeorarlo. Por la misma razón, la era contemporánea fue una era de destrucción. La búsqueda de la perfección llevó a erradicar, destruir y deshacerse de numerosos seres que no podían ser integrados en un esquema perfecto del mundo. La destrucción fue la verdadera sustancia de la creación: la destrucción de las imperfecciones fue la condición -una condición tanto suficiente como necesaria- para alcanzar la perfección. La historia de la modernidad, y especialmente de su desarrollo en el siglo XX, fue una crónica de la destrucción creativa. Las atrocidades que marcaron el curso de este <<siglo corto>> (como lo llamó Eric Hobsbawm, estableciendo su verdadero inicio en 1914 y su final real en 1989) nacieron de un sueño de pureza, limpieza y transparencia de la perfección última.

Los intentos de hacer ese sueño realidad son demasiados para citarlos todos. Pero dos destacan sobre los demás, debido a sus desmesuradas ambiciones y a su sorprendente voluntad. Ambos merecen ser considerados entre los más completos y grandiosos intentos de aplicación del sueño de <<un orden último>>: un tipo de orden sin necesidades y que no permite reordenaciones posteriores. Y en relación con los logros de estos dos intentos se mide el valor de todos los demás intentos, genuinos o putativos, emprendidos, intentados o sospechados. Y es su terca e intransigente voluntad la que sigue habitando nuestra memoria colectiva como prototipo de todos los intentos siguientes de hacer lo mismo, ya sea de manera mitigada o disfrazada, decidida o tibia. Los dos intentos en cuestión son, por supuesto, el intento nazi y el intento comunista de erradicar de una vez por todas, de forma total y de un plumazo, cualquier elemento o aspecto de la condición humana que implique desorden, que sea opaco o aleatorio, o que se resista a ser controlado.

Los procedimientos de los nazis procedían del corazón de la civilización, la ciencia y el arte europeos, esto es, de tierras que se preciaban de haberse acercado como nunca al sueño del Francis Bacon de <<la Casa de Salomón>>: un mundo sometido íntegra y definitivamente a la razón, que es a su vez la servidora más leal de los intereses más importantes para los seres humanos: el bienestar y la felicidad. La idea de limpiar el mundo extirpando y quemando sus impurezas, tanto como la convicción de que era posible hacerlo (aplicando la suficiente voluntad y poder a esta tarea), nació en la mente de Hitler mientras paseaba por las calles de Viena, que entonces era la verdadera capital de las ciencias y las artes europeas.

Emilio Lledó (Los libros y la libertad)

Abandonar la patria nos permite descubrir cómo esta palabra depende de quien la administra, o de quien nos impone su idea de ella. Las patrias, las naciones, son términos absolutamente vacíos, o repletos de retumbes estruendosos y atontadores, a los que pretenden dar contenido, muchas veces, quienes nos utilizan y nos engañan, aprovechándose de las ignorancias con que, por el abandono de la escuela, de los institutos y universidades, se no ha alimentado. La patria es algo que cada individuo construye desde la decencia y claridad de su propio ser. Por eso he dicho alguna vez que no deberíamos enorgullecernos por ser de algún sitio, ni siquiera por tener una determinada lengua materna -se puede ser perfectamente imbécil en castellano, en inglés, en vasco, en catalán, en francés-. La lengua materna en la que por casualidad hemos nacido tiene que hacerse lengua matriz, convertirse en lengua propia hecha de libertad, de racionalidad y de sensibilidad.

Esa es la lengua en la que se forja la democracia y que alienta ese concepto que construyó la cultura helenística: filantropía. Amor y amistad hacia los seres humanos, amor a la vida que somos y que nos rodea. Eso explica una tendencia hacia la igualdad que debe constituir el suelo más firme de la democracia. La lengua matriz, la lengua de la democracia va unida, en nuestros días, a una patria más amplia donde caben los conceptos universales que inventaron los seres humanos para igualarnos, identificarnos en la justicia, la verdad, la belleza, el amor, la honradez, la solidaridad. Es cierto que estos términos empiezan a perderse en un cielo de utopías y consuelos etéreos, pero jamás podemos renunciar a ellos. Es cierto que esa aspiración a la igualdad es un sueño, un deseo, y me atrevería a decir que debe ser también una pasión. Sin embargo, la crueldad, la falsedad y embaucamiento que continuamente nos reflejan los medios nos lleva a aquella melancolía de don Quijote que, al final, no sabía qué conquistaba con sus empeños.

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La interpretación es una empresa que, en principio, no quiere decir otra cosa que la continuada y estimulante -deprimente, a veces- necesidad de saber quiénes somos, qué podemos hacer y cuáles son nuestros deberes para con nosotros mismos y para con los demás, tal y como planteaba Kant en un famoso texto. No demos estar en la vida sujetos al ritmo inerte en el que muchas veces nos sumergimos y en el que acabamos siendo incapaces de entender y de entendernos. Esa incapacidad surge porque una serie de estímulos, repetidos a lo largo de los años, fruto de ideologías, entorpecimientos mentales, fanatismos e intereses, han levantado en nuestro cerebro grumos de opiniones en los que apoyamos nuestros comportamientos y con los que los justificamos.

Es verdad que hay en el mundo que nos ha tocado vivir lagunas inmensas de ignorancia y miseria sobre las que apenas pueden liberarse las formas imprescindibles de humanización y progreso. Pero esas patologías sociales a las que millones de seres humanos nacen condenados no impiden que, además de luchar para hacer imposible esas situaciones, seamos capaces de descubrir, al mismo tiempo, ese horizonte de libertad que alcanzaron determinadas culturas fundadas en la curiosidad, en la inteligencia e interpretación de la realidad y en la rebelión ante todo aquello que agrumaba la capacidad de pensar.

Entender e interpretar la vida y la sociedad fue una forma de reflejar el lenguaje en el que nacemos con el que se forja nuestra persona. Una necesidad, pues, de liberación de la mirada habitual sobre el mundo y, especialmente, sobre el lenguaje que nos lo dice. Alguna vez se ha escrito que, más que entre un mundo de cosas, nacemos e un mundo de significaciones. Y esas significaciones nos <<destinan>> ya a un universo de sentidos, de hábitos mentales, de actitudes y comportamientos.

El fundamento del existir no solo consiste en asumir nuestra maravillosa condición carnal, por muy efímera que sea, sino en rebelarnos ante la condición cultural que puede transformarse en naturaleza a su vez, pero no naturaleza como libertad, identidad, creatividad, sino en naturaleza coagulada y paralizada en opiniones y falsificaciones. El mundo mental que nos habita y que es principio de liberación puede transformarse, así, en encierro y alienación. Precisamente porque la cultura es invento de los seres humanos y por ello tiene que estar continuamente en un proceso de crítica, de reflexión y de creación nos se debe aceptar esa inercia que nos cosifica y anula, que nos <<naturaliza>> en el peor sentido de la palabra. Quiero decir que hace de la libertad que crea y forja el mundo de la cultura un organismo coagulado ya en comportamientos mecánicos, en respuestas monocordes donde predominan prejuicios, grumos mentales y todo ese aparato de reflejos condicionados que determinados poderes políticos y económicos, los medios de información, la <<mala educación>>, son capaces de engendrar.

César Rendueles (Sociofobia) El cambio político en la era de la utopía digital

Con mucha frecuencia los científicos sociales se limitan a recoger conceptos cotidianos -por tanto, vagos y unidos por un mero parecido de familia, como el de <<hoyo>>-, para, a continuación, elaborar teorías hueras pero dotadas de un alto grado de sofisticación formal y, a veces, erudición. No sólo la construcción de estas teorías sui géneris consume una cantidad formidable de tiempo y esfuerzo, sino que influyen en las políticas públicas o incluso se incorporan a ellas a través de procesos costosos, moralmente ambiguos y de eficacia más que dudosa.

Las teorías económicas, sociológicas, políticas, pedagógicas y psicológicas han jugado un papel importante en algunas de las principales transformaciones políticas de la modernidad. A menudo se ha solicitado el concurso directo o indirecto de científicos sociales en la organización de la justicia, la regulación de la economía y las relaciones laborales, la educación, la estrategia militar o la asistencia social. Sin embargo, muy rara vez se ha pedido cuentas a las distintas teorías sociales por los paupérrimos resultados obtenidos, que suelan ser claramente inferiores a los que se hubieran logrado si sencillamente se hubiera aplicado el sentido común o se hubiera continuado com las prácticas acostumbradas, no informadas por criterios supuestamente técnicos. En un conocido experimento informal, el Wall Street Journal hizo que un mono con los ojos vendados lanzara dardos a una diana en la que habían colocado las cotizaciones bursátiles. La cartera de acciones del mono consiguió mejores resultados que el 85% de las gestoras de fondos estadounidenses.

En efecto, los economistas han convertido su especialidad en una rama de la matemática aplicada cuya relación con la subsistencia material, los procesos productivos y los intercambios en las sociedades históricas es extremadamente remota. Como afirmaba el politólogo Peter Gowan, el saber acumulado de los expertos en finanzas a menudo es una rémora para entender la realidad económica. Los especialistas perpetran de forma recurrente propuestas prácticas que atentan contra el más elemental sentido de la prudencia. El fracaso sistemático de estas ideas no ha quebrantado la vehemencia con la que defienden su validez. Que Karl Popper, un pensador obsesionado con la verificabilidad de las teorías científicas, sea prácticamente el único filósofo de la ciencia cuyas obras se leen en las facultades de economía no hace sino añadir ironía a esta especie de ensueño idealista que a menudo se confunde con el rigor de los matemáticos.

En la auténtica ciencia las operaciones deductivas son empíricamente fructíferas porque se ha logrado acceder a núcleos estables de inteligibilidad de los fenómenos que se aspira a explicar. Por eso en física podemos operar matemáticamente con magnitudes bien definidas y obtener resultados con un sentido muy preciso. Nada de eso ha sucedido en el entorno de las ciencias sociales, tampoco en economía. Nuestra racionalidad e irracionalidad prácticas son particularmente resistentes a la formalización. Por supuesto, con la suficiente paciencia se puede codificar prácticamente lo que sea, incluso relaciones familiares o de afinidad. Pero en un entorno pseudoformalizado las operaciones que se realicen con los códigos no tendrán ningún significado empírico, son sólo elaboraciones especulativas, a veces con un aspecto matematiforme sofisticado.

Las ciencias sociales son praxiologías, al igual que la traducción, la cocina, la política, la comprensión de textos, la educación de nuestros hijos, las prácticas deportivas, la agricultura, la interpretación musical... En todos estos ámbitos hay conocimiento e ignorancia, distancia entre el acierto y el error. Se trata de conocimientos prácticos, donde la experiencia, la recepción y ampliación del baraje empírico pasado, la imaginación o la elaboración analítica resultan determinantes. El pecado original de las ciencias sociales es extrapolar las nociones propias de estos saberes cotidianos y utilizarlas como si fueran conceptos científicos propiamente dichos. La ciencia, sencillamente, no avanza a través de la sistematización de los conceptos prácticos del sentido común. Más bien al contrario, supone una ruptura con nuestra experiencia cotidiana.

Aristóteles denominó phrónesis, aproximadamente <<prudencia>>, al tipo de sabiduría práctica que ponemos en juego cuando queremos cambiar las cosas para mejor, ya sea nuestra propia vida o los acuerdos políticos. El phrónimos, la persona con sabiduría práctica, es aquella capaz de comportarse de la forma idónea en situaciones que no pueden reducirse a principios generales. La prudencia no es un conocimiento teórico acerca de la experiencia, sino el tipo de saber que sale a la luz en la propia práctica: no un crítico gastronómico sino un cocinero, no un pedagogo sino un profesor... La phrónesis tiene mala prensa porque parece una especie de conocimiento de Perogrullo poco sofisticado, pues consiste en encontrar el término medio entre los comportamientos extremos: evitar tanto la avaricia como el derroche, la imprudencia lo mismo que la cobardía... En realidad, es al revés. La phrónesis resuelve dilemas prácticos muy intensos, a menudo trágicos, como el comportamiento en el campo de batalla o la relación adecuada con un amigo o un hijo. Esa solución sólo nos parece de sentido común una vez que ha sido hallada, al concluir una deliberación con éxito. Precisamente la única prueba que tenemos de que hemos hallado una respuesta a un problema práctico es que nos resulte razonable. Cuando los más sabios o la mayoría encuentran una salida a un dilema, entonces nos parece evidente; pero eso no significa que antes de ese proceso de reflexión lo fuera.

Jon Bilbao (Shakespeare y la ballena blanca)

El capitán habría perdido una de sus extremidades, una pierna. La ballena se la habría desgajado a la altura de la rodilla o, mejor, más arriba, sin concretar a qué altura, para que el público se preguntara hasta dónde llegaba la amputación y si se limitaba sólo a la pierna. Esto le obligaría a apoyarse en una muleta, lo que haría aún más manifiesta su tara y sería causa de un repiqueteo ominoso cuando se desplazara por el escenario.

La ballena le arrancó la pierna y, alzando la inmensa cabeza, la engulló sin masticarla. La extremidad giraría en los remolinos del estómago, dando patadas a la bestia, como el niño no nacido hace con su madre. Las revoluciones trazadas por la pierna irían volviéndose más lentas y torpes a medida que se fuera cubriendo de mucosidad gástrica, hasta que quedara adherida a la pared del estómago, donde permanecería para siempre, como un relieve erosionado en el retablo de piedra de una catedral.

Sobre el papel, la imagen del capitán cojo sería magnífica, pero la puesta en escena presentaría dificultades. La ausencia de la pierna se podría simular atándole al actor un tobillo a la parte del cinturón, de forma que la pantorrilla le quedara pegada al muslo, pero sería un efecto evidente. Habría que cuidar el vestuario para disimular el engaño, y el actor debería saber transmitir la molestia, y la vergüenza, que al capitán le producía moverse con la muleta.

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Shakespeare nunca olvidaría el estreno de Hamlet. Había reservado para sí el papel del espectro de su padre, que aparecería en la primera escena. Para que su entrada fuera más impactante, Shakespeare, con el rostro y el pelo blanqueados con harina, se había escondido en el infierno. Acurrucado allí a la espera de que empezara la obra, mareado por el olor a cerveza rancia, veía por los huecos entre las tablas cómo el público iba llenando El Globo.

Un momento antes del toque de clarín que señalaba el comienzo de la obra, un patán de dientes amarillos y ropas andrajosas se abrió paso a codazos hasta la primera fila, justo enfrente de donde él estaba. Lo acompañaba una fulana que, sin perder tiempo, se arrodilló ante él, le bajó las calzas y se metió su polla, de considerables dimensiones, en la boca. La función comenzó por fin. Bernardo y Francisco, dos centinelas, recorrían las murallas de Elsinore y comentaban lo fría y en calma que estaba la noche. Su unían a ellos Horacio, amigo del príncipe Hamlet, y un soldado, y hablaban del fantasma que había aparecido sobre las murallas las noches anteriores.

El patán presenciaba la obra con las piernas separadas y una mano sobre la cabeza de la fulana para marcarle el ritmo. Ella chupaba y lamía ladeando la cabeza para ver de reojo lo que pasaba en el escenario. El su otra mano, el patán llevaba un gato muerto. Lo balanceaba sosteniéndolo por la cola, listo para lanzarlo en cuanto, de acuerdo a su estricto criterio, decayera el interés de la obra o la interpretación de los actores.

La visión aturdió a Shakespeare y le hizo entrar con retraso en escena. Aquel patán era uno de los motivos por lo que no olvidaría la primera representación de Hamlet, y también uno de los motivos por los que, a pesar de las abundantes dificultades con que estaba topando, se mantenía firme en su intención de escribir una obra sobre una ballena blanca. Aquel patán era un perfecto representante del público para el que trabajaba; un público integrado en su mayor parte por zafios e iletrados, hacia los que Shakespeare sentía un desprecio cordial.

Juan José Sebreli (El asedio a la modernidad) Crítica del relativismo cultural

HISTORIA Y NACIÓN

Si no se puede definir la nación por la raza, la sangre, la lengua, el territorio, las costumbres, la cultura, la psicología, y como, a pesar de todo, la nación existe, sólo es posible descubrirla como una entidad histórica, como una realidad que aparece en determinadas circunstancias históricas, y del mismo modo puede desaparecer en circunstancias distintas. No existe la historia natural de las naciones: la idea de la existencia de la nación francesa en el fondo del alma francesa, antes de existir el Estado francés, es ilusoria. El borgoñés era borgoñés, y en todo caso cristiano, pero no francés. La naciones han sido un acto de voluntad política y se dieron en los siglos XVII, XVIII y XIX, por una combinación de elementos: la lucha entre el papado y la monarquía, entre los señores feudales y la monarquía y, sobre todo, por el desarrollo de la burguesía y de la economía capitalista y su necesidad de un mercado interno unificado. Franz Neumann señalaba que los primeros estados modernos, las ciudades-estado italianas del Renacimiento, no surgieron por una lucha nacional, sino que fueron creadas por los capitalistas que armaron un ejército y contrataron una burocracia. Tanto en Italia como en Francia y Alemania, los estados fueron construidos principalmente por extranjeros, comerciantes y banqueros, que ayudaron a los reyes franceses, a los podestá italianos y a los príncipes alemanes a hacerse obedecer por los señores feudales, por el clero y los municipios. El nacionalismo fue una ideología elaborada posteriormente para justificar la autoridad estatal. Ni siquiera la palabra nación o nacionalidad es de muy antigua data; se supone que procedió de Austria, donde se utilizaba desde la época de José II en sentido despectivo para referirse a los esclavos. Los primeros en utilizarla con un signo positivo fueron, como no podía ser de otra manera, los románticos alemanes.

Parece ser que fue Schlegel quien la empleó por primera vez en una carta a madame de Staël. La palabra nacionalidad no apareció en un diccionario francés hasta 1825 y era considerada un neologismo; en Alemania surgió por primera vez en un diccionario en 1919, como consecuencia de la Primera Guerra Mundial.

El pensamiento progresista, democrático y de izquierdas del siglo XIX y de comienzos del XX fue consecuentemente antinacionalista; denunció en la nación la voluntad de poderío, el egoísmo, el orgullo colectivo, la autoadoración. La gloria de las naciones como valor supremo llevó a un mundo anárquico de pueblos pletóricos de odio y de guerras permanentes. Resulta paradójico que después de dos guerras mundiales, provocadas por el nacionalismo, las izquierdas, que habían entrado en proceso de descomposición, reivindicaran el nacionalismo, ya muy desacreditado. El argumento que esgrimían distintos sectores de la izquierda -estalinistas, trotskistas y maoístas- era la diferencia fundamental que existía entre el nacionalismo de una nación opresora y el de una nación oprimida, de una nación grande y de una nación pequeña, basándose en una frase circunstancial de Lenin en una carta de 1922. Rosa Luxemburg, en polémica con Lenin, se declaraba en contra de la independencia polaca alegando, con toda razón, que una Polonia independiente sólo sería un Estado agrario dominado por los terratenientes feudales incapaces de desarrollar una gran industria. En esta cuestión, Rosa Lusemburg seguía la mejor tradición de Marx, que desconfiaba de las posibilidades progresistas de la independencia de países atrasados en Asia o de los Balcanes. 

Aun suponiendo que hubiera que apoyar el nacionalismo de los países coloniales y semicoloniales, no bien conseguían su independencia, su su nacionalismo dejaba de ser progresista para convertirse en una nueva forma de presión. El mito de la <<nación>>, que había servido para liberarse de la dominación extranjera, serviría después para ocultar la desigualdad social y la falta de libertades individuales. La unidad nacional, un medio para conseguir la independencia, se transformaría en un fin en sí, pero las contradicciones entre los intereses sociales, económicos, políticos y culturales autóctonos surgieron al día siguiente de la independencia. A las masas populares se la trataría de convencer de su emancipación, porque eran oprimidas por hombres de su misma nacionalidad y no por extranjeros. 
La primera colonia que se liberó en el siglo pasado, Irlanda, fue un ejemplo premonitorio de lo que ocurriría después en la mayor parte de las colonias liberadas de Asia y África: surgió un nuevo Estado reaccionario, a veces más retrógrado que el existente bajo el imperialismo.

Del mismo modo que las naciones tienen un origen, están destinadas a tener un fin. El siglo XX tardío asistió al comienzo del fin de las naciones, porque las necesidades que las hicieron nacer ya habían sido superadas. El auge de los nacionalismos en Asia y África fue consecuencia inevitable del ocaso del sistema colonialista; el auge actual de los nacionalismos en la Europa del Este es la consecuencia del declive del sistema burocrático estalinista. Los nacionalismos del sur y el oeste de Europa son una reacción frente a la oleada inmigratoria. Pero ninguno de ellos ofrece la perspectiva de un porvenir, sólo pretenden una restauración del pasado, y están destinados al fracaso porque nunca hay retorno de la historia.

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