Frank Schirrmacher (Ego) Las trampas del juego capitalista

15. ESQUIZOFRENIA

El mundo está mucho más adaptado 
a los autómatas egoístas 
que a los seres humanos ensoñados

Es curioso lo recalcitrantes que se vuelven las personas cuando uno quiere convertirlas en egoístas. Les han presentado la modernísima visión del ser humano basada en el interés propio, pero la mayoría se resiste a participar en el juego. Al contrario, parece que entre lo que deben y lo que son media una abismo casi infranqueable.

Ya en el año 1955, cuando la teoría de los juegos se hizo moderna -todavía sin ordenadores, pero construida como un autómata-, John W. Campbell advirtió del peligro de transferir las reglas de juego matemáticas a la sociedad: <<Las personas que se creían en una cultura del juego oculto sufrirán horrendos problemas psíquicos.>>

Se refería a criarse en una sociedad en la que nada significa lo que significa. Actuar como no se piensa y pensar lo que no se sabe produce enormes contradicciones, que se manifiestan, como en el caso de una enfermedad, a través de sus síntomas.

Algunos ya sienten ahora la gran contradicción que produce, como predijo John W, Campbell, <<horrendos>> problemas psíquicos a la hora de expresar la verdad. A un lado, un mundo de <<inteligencia de enjambre>>, de <<conexión en red>>, de <<transparencia>>, de <<participación>> y de <<cooperación>>, que va desde el blog hasta la primavera árabe; al otro lado, lo contrario de todo ello y más que nunca: redes clandestinas egoístas de un calibre que ya no abarcan el fraude fiscal , sino miles de millones de destruidos y Estados fallidos al tiempo que generan un notable beneficio personal para los causantes.

Dicho de otra forma: la economía del conocimiento por un lado que acaba con las instituciones del conocimiento, por otro. Transparencia por un lado e instauración de consejos de gobierno y parlamentos incompetentes y opacos por otro. Anonimato por un lado y revelación simultánea de lo más íntimo por otro. <<Participación>> por un lado y desacreditación de los plebiscitos, que podrían desestabilizar los <<mercados>>, las verdaderas máquinas de votación, por otro. <<Creatividad>> absoluta y promesa de celebridad para todos por un lado e inflación de casos de autoexplotación y microempleos no remunerados por otro. <<Fin del trabajo>> por un lado e instalación de empresas de sobreexplotación en los países emergentes, dignas de una novela de Dickens, por otro. Para acabar: <<cooperación>> por un lado y explosión demográfica del agente económico egoísta en todas las plataformas digitales por otro.

Las contradicciones de este tipo son la razón por la que incluso teóricos entusiastas de la sociedad en red registran consternados una <<esquizofrenia estructural entre función y significado>> y por la que la paranoia amenaza con convertirse en la característica consustancial de la comunicación. 

Sin embargo, la resistencia de los humanos a participar en este juego era un problema que no cabía subestimar. Los humanos habían resuelto ser demasiado imprevisibles para las racionalidades a ultranza de la teoría de juegos. El pequeño exceso de humanidad a costa de la naturaleza de autómata estropeaba la fórmula del alquimista, de modo que ahora se repetía lo que habían hecho los militares en la Guerra Fría: hacer que las personas actúen por medio de autómatas <<en los que confían>>. ¿Acaso no sería conveniente, en una situación en que las personas y los mercados operan con la velocidad del rayo a través de Internet y las bolsas electrónicas, dejar todo el trabajo en manos del Número 2?

<<La teoría de juegos>>, dijo Nir Vulkan, uno de los teóricos de los mercados electrónicos en vísperas del Internet comercialiazado, <<es mucho más adecuada para autómatas que para personas>>

Este es el mensaje: no os necesitamos. No solo porque sois demasiado lentos y a veces os dormís ante las pantallas, sino porque tenemos la posibilidad de construir egomáquinas mejores que lo que vosotros jamás podréis llegar a ser. A la hora de hacer negocios hay cosas mejores que los humanos. Basta con hace que los humanos doten a los agentes automatizados de legitimidad y autoridad. El agente no es tan solo un software codificado; es una ideología codificada.

Lo que predijo Vulkan ya está aquí. No tan solo un modelo para el ser humano, sino innumerables agentes digitales egoístas (y en muchos casos tontos de capirote) que se propagan en las plataformas digitales como seres unicelulares. No hace falta ser un genio para programar al Número 2. Provecho propio, afán de lucro y capacidad de engañar. Quien busque la partida de nacimiento en la que todos los elementos de la vida humana se convirtieron en mercados de la información la encontrará en estas expresiones. 

Es el sueño de los galvánicos y el temor de Mary Shelley el que se ha hecho realidad en la era digital: el interruptor con que uno desconecta el ordenador y el teléfono móvil enciende la chispa que despierta al Número 2 a la vida.

Por supuesto, su margen de maniobra era el comienzo tan limitado como el de un bebé (Microsoft lo dibujó en aquel entonces con trazos infantiles). Vivía enjaulado, había que alimentarlo con sus propósitos, cometía errores y despertaba instintos protectores.

No fue su inteligencia, pero sí su margen de maniobra el que creció continuamente. Cuando importantes economías nacionales pasaron a desmaterializarse y desindustrializarse progresivamente, a medida que la economía real, atraída por los cantos de sirena de la <<globalización>>, trasladaba sus centros de producción a otras partes del mudo, cuanto más se desarrollaba en las principales naciones industriales una economía de los mercados financieros, tanto más omnipresente se hizo el Número 2. Era lógico, pues la desindustrialización y el ascenso del ordenador habían borrado progresivamente los límites entre materia y espíritu, entre objeto y información, y las fronteras se volvieron permeables.

Sin embargo, la <<desmaterialización>>, la palabra clave de la <<economía del conocimiento>>, opera en los dos sentidos. Surgen industrias enteras cuyos productos son puro espíritu -el algoritmo de búsqueda de Google o el software de Apple- y, a la inversa, el espíritu se vuelve industria.

Ahora el Número 2 podía penetrar, como los famosos duendes, en la cocina de cualquiera, en su despensa o en su sótano y, en el apogeo de su victoria, incorporarse incluso a las oraciones, como acreditó un legendario reportaje central de la revista Time

Entró en la casa y en la mente de todos, y su medio era la electricidad que interconectó en red a los humanos y los mercados.

Escapó al control de todo el mundo. Finalmente, en mayo de 2010, un mundo perplejo vio por primera vez qué puede ocurrir cuando el Número 2 lo controla todo.

Javier Sádaba (Ética erótica) Una manera diferente de sentir

[...] Lo que sigue ahora es probable que no sea tan compartido como lo anterior y en este sentido comprometemos nuestra opinión a riesgo de encontrar oposición o censura. Empecemos por los deseos imposibles. Y Aristóteles anunció, y desaprobó, que deseemos lo imposible, por ejemplo, la inmortalidad. Habrá quien no esté de acuerdo y crea que se trata de un deseo al alcance de los humanos. Personalmente pienso que no hay deseo alguno de inmortalidad, a lo sumo de no mortalidad que no es lo mismo. Pero si dejamos los problemas que podrían causarnos la inmortalidad es fácil llegar al acuerdo de que podemos desear ser mortales e inmortales al mismo tiempo. O que sería improbabilísimo que se cumpliera nuestro deseo de ir a la luna poniéndonos uno encima del otro. Por mi parte y admitiendo que no deberíamos confundir el sueño con la realidad, se ha achicado tanto el campo de lo posible y se ha asustado tanto con las desmesuras de querer lo imposible que todo un arco de posibilidades a nuestra disposición ha quedado anulado. No tendríamos que desear, sin más, lo imposible, pero tendríamos que saber que los límites de lo posible nos los están marcando con rasgos que anulan lo mucho que podríamos hacer. Por otro lado, tenemos ejemplos de sobra en la historia que han mostrado el rotundo fracaso en el que se convierte una utopía en donde los deseos se toman dogmáticamente, es decir, cuando se trata de lograr algo contra toda evidencia, solo con el impulso del deseo. Al final lo único que se obtiene es o bien la decepción o la locura de acomodar la realidad al indomable deseo. Eso es verdad, pero es solo un parte de la verdad. Porque como escribió el marxista cálido Ernst Bloch, <<el asunto principal de la utopía es el presente>>. Sin duda. Primero porque, por mucho que sea mi respeto con las generaciones futuras y sus hipotéticos derechos, cuando estén en ellas no estoy yo. Y, como observaba Schopenhauer, cuando muero yo, en cierta manera, muere el mundo entero. Soy soy quien desea, con todas sus fuerzas, vivir aquello que anhela. No se trata de egoísmo feo. Se trata de constara algo que parece irrefutable, se mire por donde se mire. Pero es que, además, no hay que fiar las cosas a muy largo plazo. Esa idea de un futuro que nos aguarda como promesa cumplida es herencia de un parte de la religión que, en vez de ayudar, aliena. Tenemos ya los mimbres para hacer la cesta que deseamos. Es cuestión de ponerse a la tarea de intentar que ahora se cumpla todo aquello que satisfaga muchas, si no todas, de nuestras posibilidades. Y, finalmente, no siempre la voluntad ha de doblegar los deseos. Cierto es que los humanos, que no los animales no humanos, debemos construir un carácter lo suficientemente acerado para no ser zarandeados por cualquiera de los muchos deseos que nacen de los insaciables impulsos. Pero esa voluntad no tiene por qué triturar los deseos. También una infausta tradición nos ha inculcado la falsa idea de que el dominio por el dominio es una virtud. Y no es verdad. El ideal consistiría en hacer que deseos y voluntad se combinen, cabalguen juntos. El filósofo Kant, quién lo diría, dio una definición de felicidad según la cual tal felicidad consistiría en que todo discurriera según nuestros deseos y según nuestra voluntad. Esto es dar en la diana. A cada uno, lo suyo. Dicha combinación, es un arte, exige habilidad y mucho conocimiento de las posibilidades que están en nuestro poder. 

Para acabar con los deseos, digamos que es necesario tener en cuenta que estos apuntan a objetivos en los que nos va la vida. Son como una flecha que apunta a un blanco que no debemos pasar por alto. No debemos fallar. Los budistas pensaban que lo mejor era matarlos porque, según ellos, nos engañan, nos desvían de la verdadera paz. Los taoístas, más realistas, pensaron que lo mejor era domarlos, moderarlos. Nosotros, sin renunciar a ese trozo de idealismo que nos eleva por encima de lo más rastrero, vamos a hacer que los deseos nos guíen en una ética erótica; es decir, vamos a entrar, de la mano de los de los deseos tal y como los hemos contemplado, en campos que nos servirán para mostrar el erotismo en cuestión pensando siempre que no tenemos que aceptar limitaciones o barreras injustificable. Sobre todo, si se hace en nombre de la ética. La sensibilidad, la imaginación, la sexualidad y el humor estarían volcados en la ética de la que estamos hablando. Ahí queremos que florezcan las posibilidades que son constitutivas de los seres humanos, una vez que nos encontramos en el tantas veces mentado reino de la cultura.

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[...] Las ciudades no existen para ser pintadas o poéticamente cantadas. Existen para nosotros, los ciudadanos. Recorrer la configuración de lo que es un ciudadano sería también de interés, pero nos limitaremos a decir dos palabras al respecto. En el terreno que nos está más cercano, el filosófico, en el siglo XVIII y de la mano del también médico John Locke, se afirma que ciudadano es quien posee libertades y derechos. Se trata de una libertad abstracta que pronto será puesta en tela de juicio tachada de burguesa por los movimientos revolucionarios que pronto habrían de nacer. Por su parte, la Revolución francesa, con la destrucción del Antiguo Régimen y su proclamación de la igualdad, libertad y fraternidad, eliminan, al menos teóricamente, la sumisión del súbdito para elevar, como soberano, al ciudadano. En la actualidad y desde un punto de vista de una filosofía política que no esté anclada en un pasado muerto o en unos descarados intereses de clase, el ciudadano ha de moverse entre normas justas, con igualdad básica y capacidad para vivir su especificidad cultural; y, aspecto decisivo, sin dimitir nunca de su soberanía. A algunos la palabra no les gusta, bien porque suena a algo añejo o porque otorga excesivo poder a los individuos. Pero nada habría que objetar al término si lo que entendemos es el hecho, sencillo, de enunciar, aunque raramente aplicable, que todo el poder político reside en nosotros y que las instituciones en las que se sustenta el Estado no son, como lo remachamos en la introducción, más que <<recadistas>> nuestros. O, si se quiere usar una expresión no tan gráfica y algo más refinada, delegados; delegados de nuestra libertad. Lo malo del caso es que en nuestros días la delegación suele transformarse en un cheque en blanco, algo que debería preocupar a aquellos que se lanzan a votar como si de esta manera determinaran inexorablemente el curso de su voto. Eso supone que, si se desea ser ciudadano de verdad, no solo se debe ser consciente del poder que se posee sino vivir con los otros y, cuando sea necesario, contra los otros; es decir, en comunidad para alcanzar bienes que nos son necesarios para vivir con la calidad que esté a la altura de nuestras posibilidades y oponiéndonos a los que impiden que eso ocurra. Todo ello, conviene recordarlo una y otra vez, supondría una pedagogía que rompa los lazos, con fuerza o sutiles, de los que siempre quieren mandar y posibilite el real ejercicio de la libertad. Con los defectos que nos son inherentes, pero siempre es mejor confundirse solos que ser engañados y, encima, pidiendo recompensa. Como más adelante diremos, una sociedad a la que se le arrebata el cuerpo y el alma pierde erotismo. Y en consecuencia necesita una recuperación de sus deseos reprimidos, una auténtica erotización.

* Javier Sábada (La religión al descubierto)

Tony Judt (El peso de la responsabilidad)

Hasta ahora, he presentado la relación de Camus con su tiempo y lugar en términos bastante disyuntivos. Que no era un filósofo lo han dejado claro otros. Que no era un <<intelectual público>>, en el sentido establecido, era algo a cuya conclusión había llegado él mismo. De su falta de idoneidad para cualquier bando político, y de la sumamente politizada atmósfera de la Francia de la posguerra, sus escritos ofrecen copioso testimonio. De su añoranza del territorio familiar de Argel y de su duradera sensación de desplazamiento en Paría tenemos amplias pruebas. Estas son todas las cosas -filósofo, intelectual comprometido, parisino- que Camus no era. Pero, con toda seguridad, y a pesar de sus recelos sobre la idea, sí era un moralista.

Esto requiere cierta explicación. Hay una larga historia de moralistes en Francia, que hace de ellos una categoría distinta en la vida pública y en las letras de Francia. En términos, que se han venido aplicando durante los tres siglos pasados a teólogos, filósofos, ensayistas, políticos, novelistas y ocasionalmente a profesores, carece de las subyacentes connotaciones peyorativas y pedantes normalmente presentes en su utilización en inglés, como sucede en to moraliza. Un <<moralista>> en Francia ha sido característicamente un hombre cuyo distanciamiento del mundo de la influencia o del poder le permite reflexionar desinteresadamente sobre la condición humana, sus ironías y verdades, de un modo que le otorga (por lo general con carácter póstumo) una especial autoridad, del tipo comúnmente reservado en las comunidades religiosas a extraordinarios <<hombres de hábito>>. En otros tiempos y lugares el término secular empleado era el de soothsayer, cuya etimología captura parte del caso: en Francia, un moralista era alguien que decía la verdad. 

Pero había en ello más que el simple hecho de decir la verdad. Raymond Aron, después de todo, decía la verdad y era debidamente impopular, pero eso no hacía de él un moralista. Parece haber sido un rasgo importante de los verdaderos moralistas no solo que fueran capaces de hacer que otros se sintieran incómodos, sino que también causaran en ellos mismos al menos igual intranquilidad. El tipo de egocéntrica incomodidad que es audible en los escritos de Rousseau, por ejemplo, es el de un moralista. Ser un moralista era llevar una vida intranquila, que es precisamente lo que distinguía a un moralista de un intelectual, cuya angustia pública sobre asuntos de ética o de política normalmente acompañaba a una conciencia privada tranquila y confiada.

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¿ No creéis que somos todos responsables de la ausencia de valores? ¿Y si nosotros, que venimos todos del "nietzscheanismo", el nihilismo y el realismo histórico, anunciáramos públicamente que estamos equivocados; que los valores morales existen y que por lo tanto haremos lo que tenga que hacerse para establecerlos e ilustrarlos? ¿No creéis que eso podría ser el comienzo de la esperanza?

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Raymond Aron fue uno de los primeros de su generación en comprender la realidad de la política posterior a la Segunda Guerra Mundial: que los conflictos domésticos y los exteriores estaban ahora entrelazados y que, por tanto, la tradicional distinción entre política exterior y política doméstica había desaparecido: <<Lo cierto es que en nuestro tiempo, tanto para los individuos como para las naciones, la opción que determina las demás tiene un carácter global, es prácticamente una opción geográfica. Uno está o bien en el universo de los países libres o bien en el de los países situados bajo el duro régimen soviético. De ahora en adelante todos en Francia tendrán que hacer su elección>>. En los últimos años cuarenta, Aron ofreció una explicación <<de dos pistas>> sobre la estrategia internacional soviética que se convertiría en un saber convencional en los años setenta pero que entonces resultaba original y provocativa. De acuerdo con sus análisis había una continuidad fundamental en los objetivos soviéticos, pero estos podían o bien buscarse mediante la táctica de alianza -como en la época del Frente Popular, o durante un breve periodo después de la derrota de Hitler- o bien mediante actitudes de confrontación en momentos oportunos y en lugares vulnerables.

La conclusión de que el estado de Stalin estaba gobernado por hombres que pensaban en términos de un cínico arte de gobernar y de objetivos ideológicos no era de hecho ofensiva para los comunistas -aunque difícilmente pudieran admitirlo-. Pero era profundamente hiriente para las ilusiones de los compañeros de viaje intelectuales de izquierda neutralistas, como Claude Bourdet o Jean -Marie Domenach; la facilidad con la que Aron pinchó las burbujas de sus fantasías internacionalistas y su habilidad para relacionar las prácticas domésticas de los comunistas franceses con una más amplia estrategia soviética ofendió profundamente las sensibilidades de esos hombres y contribuyó poderosamente a su enemistad hacía él de por vida.

Hoy es difícil recordar el ambiente maniqueo de esos primeros años de la Guerra Fría. Para la bien pensante intelectualidad de izquierdas, cualquiera que no simpatizase con los comunistas franceses y la Unión Soviética, que no estuviera dispuesto a darles el beneficio de toda duda, de atribuirles toda buena intención, tenía que ser un deliberado agente de Estados Unidos, un activo abogado de la confrontación e incluso de la guerra. En realidad Aron era sorprendentemente moderado, no muy diferente a George en años posteriores. Mantenía la opinión de que la Unión Soviética nunca llevaría deliberadamente al mundo al borde de la guerra, prefiriendo alcanzar sus objetivos mediante sutiles presiones, de ahí los estilos alternos de acuerdos y confrontación.

Por esa razón, Aron, como el secretario de Exteriores británico de la posguerra Ernest Bevin, vio la construcción de la Alianza Occidental como un movimiento político, e incluso psicológico, más que militar -diseñado para tranquilizar a Europa occidental y haciéndola en consecuencia menos vulnerable a la presión comunista interna y externa-. En estas circunstancias, como Aron puso acertadamente de manifiesto en un artículo de septiembre de 1947, la paz tal vez fuera imposible, pero la guerra era imposible.

Tony Judt (Algo va mal)

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