Vivimos en una época de azoramiento
«Hay una clase de épocas que se caracterizan por su gran azoramiento. A esta clase pertenece la nuestra». Así escribía Ortega en 1940 desde el exilio, recién acabada la guerra civil española y en plena segunda guerra mundial. Trataba de dar razones de la debacle.
Cuando las creencias son compartidas y pasan a ser el suelo firme sobre el que pisa un pueblo, actúan como los moeurs, ofreciendo una previsibilidad en las acciones y un sustrato común a todos los habitantes de un mismo lugar. Cuando estas creencias son firmes decimos que vivimos en épocas estables, dinámicas, de expansión, pero por la lógica antes descrita estas creencias también se debilitan y dejan de serlo para pasar a ser simplemente ideas.
Cuando las creencias dejan de serlo y vivimos de las ideas parece como si se perdiera un pie en la realidad y se anduviese sobre arenas movediza. ¿Qué sucede cuando se desvanecen las certezas, los moeurs sobre los que se asienta el comportamiento ético? ¿Qué sucede cuando no se puede estar en el ser porque la razón ya no confía en lo que es? Sucede que, «muerta ya la antigua creencia, sin posesión aún de la nueva, el hombre se finje (sic) creencias, hace como que cree, mediante una resolución de la voluntad».
Cada época ha tenido sus creencias, sus ideas madre, sus opiniones, sobre las que ha construido la vida en común. Cada civilización ha tenido su propia conciencia del tiempo, de Dios, de la naturaleza y del hombre, y cada época ha tratado de dar respuesta a estas grandes cuestiones. Pero como realidades históricas, también estas explicaciones sufren un deteriodo a causa del tiempo, y en un momento dado dejan de resultar eficaces para garantizar un suelo común sobre el que asentar la vida. Pasan a ser entes abstractos, normalmente guardados en formol, reliquias en el museo de las ideas, que no son capaces de actuar como certezas intelectuales para la acción. Este es el drama existencial de todo cambio de época, el problema ético que se da en la historia: el intelecto no propone fines y la acción queda reducida a voluntad. «Las crisis son épocas de "resoluciones", de voluntarismo», épocas sin certezas en las que el peso de la acción cae de lleno sobre la voluntad desprovista de objeto, una acción que no tiene fines y que, por tanto, solo el movimiento.
Cada época tiene sus creencias y, por tanto, su propio modo de entrar en crisis respecto a ellas. No fue lo mismo el fin de la edad antigua, que el de la medieval o la moderna. También nosotros, los posmodernos, estamos viviendo nuestra particular manera de perder las creencias. «El gran azoramiento de ahora se nutre últimamente de que, tras varios siglos de ubérrima producción intelectual y de máxima atención a ella, el hombre empieza a no saber qué hacerse con las ideas. Presiente ya que las había tomado mal, que su papel en la vida es distinto del que en estos siglos les ha atribuido, pero aún ignora cuál es su oficio auténtico».
¿Cómo actuar en un cambio de época cuando lo que se ha dejado atrás ya no sirve, y lo que está por venir aún no se atisba? ¿Cómo es la vida del hombre que vive el derrumbe de su historia, que se ha quedado sin razones?
Ortega y el hombre masa
Cien años en la historia moderna, que corre vertiginosa, son una eternidad. El tránsito de la sociedad rural a la sociedad urbana, las revoluciones industriales, el dominio de la técnica, la aparición de la burguesía y el proletariado, las nuevas formas políticas y la opinión pública cambiaron enormemente las condiciones del hombre democrático y favorecieron el tránsito al hombre masa.
Ortega y Gasset se hizo cargo de los cambios y escribió una variante actualizada de aquel individuo aislado del mundo, de la historia y del destino de sus semejantes. La época de las cavernas y los colonos americanos habían dejado paso a un nuevo escenario en lo social y en lo político. La democracia liberal y la técnica eran dos factores que condicionaban la existencia y darían lugar al primo hermano del hombre democrático, el hombre masa. Como un subgénero del individuo descrito por Tocqueville, en la rebelión de las masas, aparece otro tipo particular que añade, a la autocomplacencia e indiferencia por el mundo y por los suyos, un resentimiento particular que le rebela contra las circunstancias. Un siglo después, el camino de aislamiento e introspección encuentra la vía de retorno en el malestar y la revuelta. El autor español empieza a escribir en 1929, en el periodo de entreguerras, y ve, como muchos otros, que en los movimientos sociales se están reagrupando personas con unas características que podrían ser conducidas fácilmente a la violencia.
¿Cómo son estas personas? El elitismo intelectual nos podría hacer pensar que es la falta de formación y la ignorancia lo que nos lleva a asimilarnos con los otros como borregos y a violentarnos con las circunstancias, pero lo cierto es que la característica de este nuevo tipo humano que florece tras la Primera Guerra Mundial es que es más listo y con más capacidad intelectual que los de épocas precedentes. Esta más formado, es más «culto» ha viajado más, escribe mucho y habla demasiado, lee un poco y está muy informado. El hombre masa es muy listo, lo sabe todo y, por ello, no necesita aprender nada. Está satisfecho de sí mismo, es un vanidoso impenitente, un nuevo Adán, «Su confianza es paradisíaca». Es el hermetismo del individuo democrático elevado a una nueva potencia. El hermetismo que provoca el exceso de intelectualidad y que le hace estar absolutamente encerrado en sí mismo. La certeza de no necesitar a nadie es absoluta, sin fisuras. Es un tanque de hormigón lleno de sí mismo.
El hombre masa es un ingrato radical. Nació perfecto y morirá perfecto. No debe nada a nadie. Ignora las circunstancias que le vieron nacer y da por hecho que todo lo que posibilita su existencia existía necesariamente, pues no podía ser de otro modo. El mundo se contraía con dolores de parto hasta que él vio la luz, porque el sentido de la historia era él. Su nacimiento es de tal magnitud que hasta las flores del campo encuentran parangón en su persona. Toda la creación era para él y, por eso, él no le debe nada. Más bien al contrario, el mundo está en deuda eterna con el hombre masa. Es la psicología del niño mimado. Es la «radical ingratitud» debida a la falta de conciencia de una deuda existencial.
La vida para este tipo humano no conoce la contingencia. Todo debería ser como es, y nada podía no ser. «Las gracias para los curas, que las dan cantando», dicen alguno. No hay que dar las gracias. ¡Qué acto de soberbia! Dar las gracias significa afirmar la contingencia del bien, la posibilidad del mal, y la alegría de que algo bueno se imponga sobre lo malo. Significa afirmar la fragilidad del milagro que sostiene la vida por encima de nuestra propia debilidad. Pero decirle esto al hombre masa, al señorito satisfecho, es vano, porque él no debe nada.
Las condiciones que hacen posible su bienestar no son fruto de la organización. Para él no ha intervenido ni el esfuerzo ni el sacrificio de sus semejantes, sino que todo pertenece a un orden natural necesario. No hace falta cuidar el medio ambiente social y cultural porque lo concibe como corteza terrestre, inalterable. Por eso se muestra insolidario, con las circunstancias, desprecia la forma política que sostiene la convivencia y destruye las condiciones de su propio bienestar. No tiene la capacidad de ver las ventajas der la civilización y se revuelve contra ella [...]
La ética de la extravagancia
Giuseppe Capograssi vivió la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, y supo ver que también era la posibilidad histórica de algo nuevo. Como muchos otros que recorrieron los traumas de su época, vieron que en el dolor y la humillación había algo que tenía un valor especial.
Coincidió con Ortega y Gasset en que la protagonista de su época era la masa, pero discrepó sutilmente en un punto que, no obstante, era la clave para plantear la oportunidad de una época. Capograssi señaló que «no son las masas que se rebelan, sino que son los individuos los que se ofrecen para que se haga algo con su vida». La tesis del filósofo español seguía siendo, en el sentido de Tocqueville, demasiado deudora de la pretérita social aristocrática. Su repetida llamada al gobierno de los mejores, al protagonismo de las élites excelentes, y a que las masas fuesen capaces de reconocerlos y seguirlos voluntariamente significaba, en el fondo, que no había terminado de comprender el alcance de la transformación social. Todavía esperaba, de algún modo, que se pudiese volver atrás y recuperar para el presente las virtudes de la época pasada: el valor y la excelencia.
Capograssi, sin embargo, entiende que la salida no está en el retorno, sino en continuar el camino hasta sus últimas consecuencias, apelando a la responsabilidad del individuo contemporáneo que tiene sus propias virtudes muy distintas de las aristocráticas: la dependencia y la humildad.
Entiende que los individuos europeos de entreguerras se unen a los movimientos de masas esperando encontrar lo que deben hacer con su vida. ¿Cómo explicar si no el fervor fascista o soviético? Aquella fe irracional en un partido solo se explica por el arrojo de unos jóvenes que habían perdido la conciencia de sí mismos y sintieron recuperarla con al seguridad que da el reconocimiento de llevar un uniforme y una insignia. Se entregaron voluntariamente a los movimientos totalitarios buscando el sentido de la individualidad en la fusión con la masa.
Las corrientes revolucionarias cambiaron de signo porque cambió el sentido de la individualidad. Si antes las revoluciones pretendían sacar al individuo del fango de la servidumbre, y en un esclavo liberto podían encontrar su ejemplo, ahora las revoluciones pretenden eliminar la individualidad y someter al individuo particular a un colectivo uniforme. Si antes el ideal libertario consistía en romper las cadenas, ahora consistía en ponerse un uniforme.
El individuo sin individualidad no quiere liberarse para ser, eso es un engorro que supera todas sus fuerzas. El individuo masificado lo ha perdido todo y, en su radical soledad, busca al menos el calor comunitario. En la individualidad vacía hace demasiado frío, nadie está hecho para estar solo, y en el abandono social no se puede vivir. El camino de aislamiento que empezaba en la época de Tocqueville llegó a su extremo a mediados del siglo XX. El pavoroso descubrimiento de que el extremo individualismo conduce a un colectivismo disolvente dejó desconcertados a los protagonistas de la época. ¿Cómo era posible que la conclusión del libertarismo burgués hubiese acabado en el fervor fascista?
Para Capograssi esto no fue una sorpresa. Era comprensible que personas absolutamente solas buscasen al menos el reconocimiento y la aceptación del grupo. Hasta cierto punto era natural que se entregasen al Estado para no estar solos. Pero el Estado, si en un principio se crea como un instrumento al servicio del hombre, después acaba convirtiéndose en un fin que instrumentaliza a los ciudadanos. Lo que empezó estando al servicio de las personas, acabó poniendo a las personas a su servicio. La colectividad es cruel y, cuando un individuo se entrega a ella, esta lo toma en su totalidad, sin ninguna reserva. Se lo apropia en cuerpo y alma. Y así paso con la era de los totalitarismos, sin importar su signo ideológico. Nazismo, fascismo o comunismo, instrumentalizaron a los individuos y los sacrificaron por una causa abstracta y ahistórica: la raza, el pueblo o la clase. Una vez más, como anunció Nietzsche, el concepto acaba con el hombre.
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