G.K. Chesterton (Lo que está mal en el mundo)

LA FRIALDAD  DE CLOE

Oímos hablar mucho del error humano que acepta lo que es falso y lo que es real. Pero merece la pena recordar que, en los asuntos poco familiares, a menudo confundimos lo que es real con lo que es falso. Es cierto que un hombre muy joven puede pensar que la peluca de una actriz es su verdadero pelo. Pero también es cierto que un niño más joven aún puede pensar que el pelo de un negro es una peluca. Sólo porque el lanudo salvaje es remoto y bárbaro, él parece extrañamente limpio y pulcro. Todo el mundo debe de haber notado lo mismo en el color fijo y casi ofensivo de todas las cosas poco familiares, los pájaros tropicales y las flores tropicales. Los pájaros tropicales parecen juguetes en una juguetería. Las flores tropicales parecen sencillamente flores artificiales, como objetos hechos de cera. Éste es un asunto profundo y, creo, conectado con la divinidad, pero en cualquier caso es cierto que cuando vemos las cosas por primera vez, sentimos inmediatamente que son creaciones ficticias; sentimos el dedo de Dios. Sólo cuando estamos completamente acostumbrados a ellas y nuestros cinco sentidos están cansados, las vemos como cosas raras y sin objeto; como las copas informes de los árboles o la nube que pasa. En sentido de las mezclas y las confusiones en ese diseño sólo llega después, a través de la experiencia y de una monotonía casi misteriosa. Si un hombre viera las estrellas de repente por casualidad, pensaría que son tan festivas y falsas como unos fuegos artificiales. Hablamos de la locura de pintar un lirio, pero si vemos el lirio sin advertencia previa, pensaríamos que está pintado. Decimos que el diablo no es tan negro como lo pintan, pero la propia frase es testimonio de la relación entre lo que se llama «vivido» y lo que se llama «artificial». Si el sabio moderno echara un solo vistazo a la hierba y al cielo, diría que la hierba no es tan verde como la pintaban, que el cielo no es tan azul como lo pintaban. Si uno pudiera ver el universo entero de repente, parecería un juguete de brillantes colores, igual que al cálao sudamericano parece un juguete de brillantes colores. Y eso es lo que son... ambos, naturalmente. 

[...] Se dice que el siglo XVIII fue un tiempo de artificialidades, al menos en lo externo, pero, sin duda, se puede decir un par de cosas sobre esto. En el discurso moderno, se usa la artificialidad queriendo expresar indefinidamente una especie de engaño; y el siglo VXIII era demasiado artificial para engañar. Cultivaba ese completísimo arte que no esconde el arte. Sus modas y sus trajes revelaban sin duda la naturaleza al permitir el artificio; como aquel obvio ejemplo del barbero que escarchaba todas las cabezas con la misma plata. Sería fantástico decir que eso era prueba de una singular humildad que ocultaba la juventud; pero, la menos, no era lo mismo que el orgullo malentendido que ocultaba la avanzada edad. Bajo los dictados de la moda del siglo XVIII, la gente no pretendía parecer joven, más bien aceptaba ser anciana. Lo mismo se puede aplicar a la más extraña y antinatural de sus modas: eran extravagantes, pero no falsos. Una dama podía ser o no ser tan roja como el colorete que se aplicaba, pero sin duda no era tan negra como los lunares con los que se adornaba. 

Pero sólo introduzco al lector en este ambiente de las ficciones más antiguas y más francas para inducirlo a tener paciencia durante un instante con cierto elemento que es muy corriente en la decoración y la literatura de esa época, y de los dos siglos que la precedieron. Hay que mencionarlos en este contexto porque es exactamente una de esas cosas que parecen tan superficiales como los polvos, y están en realidad tan arraigadas como el pelo.

En las antiguas canciones de amor floridas y pastoriles, sobre todo las de los siglos XVII y XVIII, encontramos un perpétuo reproche contra la mujer en lo que se refiere a su frialdad; incesantes y rancios símiles que comparan sus ojos con las estrellas del norte, su corazón con el hielo, o su pecho con la nieve. Ahora bien, la mayoría de nosotros ha supuesto siempre que esas viejas frases itinerantes son un simple patrón de palabras muertas, una cosa como un frío papel de pared. Pero creo que esos antiguos caballeros poetas que escribían sobre la frialdad de Cloe, entendían una verdad psicológica que se pierde en casi todas las novelas psicológicas realistas de hoy. Nuestros novelistas psicológicos representan eternamente a las esposas aterrorizando a sus maridos, cuando ruedan por el suelo, rechinan los dientes, lanzan al aire los muebles o envenenan el café; todo esto según una extraña teoría fija que dice que las mujeres son lo que ellos llaman emocionales. Pero lo cierto es que la forma antigua y frígida está mucho más cerca de la realidad vital. La mayoría de los hombres, si son sinceros, estarán de acuerdo en que la cualidad más terrible de las mujeres, ya sea en la amistad, en el cortejo o en el matrimonio, no es el ser apasionadas, sino el no serlo.

Hay una espantosa armadura de hielo que tal vez sea la protección legítima de un organismo más delicado, pero sea cual fuere la explicación psicológica, el hecho en sin duda incuestionable. El grito instintivo de la hembra iracunda es moli me tangere. Lo entiendo como el ejemplo más obvio y al mismo tiempo el menos trillado de una cualidad fundamental en la tradición femenina, que ha tendido en nuestro tiempo a ser inconmensurablemente malentendida, tanto por parte de los moralistas como por parte de los inmoralistas. El nombre propio de la cosa en cuestión es «modestia», pero, como vivimos en un tiempo de prejuicios y no debemos llamar a las cosas por su nombre, nos ceñiremos a una nomenclatura más moderna y lo llamaremos «dignidad». Sea lo que sea, es lo que mil poetas y un millón de amantes han llamado «la frialdad de Cloe». Es semejante a lo clásico, y es como poco lo opuesto de los grotesco. Y como aquí estamos hablando principalmente de tipos y símbolos, quizá se pueda encontrar una explicación de la idea tan buena como cualquier otra en el mero hecho de que la mujer lleve falda.  Es muy típico del feroz mimetismo que ahora pasa por ser emancipación el que hace muy poco tiempo fuera corriente que una mujer «avanzada« exigiese el derecho a llevar pantalones; un derecho más o menos tan grotesco como el de llevar una nariz postiza. No sé si la libertad femenina avanza mucho gracias la hecho de llevar una falda en cada pierna; tal vez las mujeres turcas puedan ofrecer alguna información al respecto. Pero si la mujer occidental camina por ahí (por así decirlo) arrastrando consigo las cortinas del harén, es bastante cierto que su tejida mansión está pensada para ser un palacio ambulante, no una prisión ambulante. Es muy cierto que la falda representa la dignidad de la mujer, no la sumisión de la mujer; esto puede demostrarse con la más simple de las pruebas. Ningún gobernante se vestiría deliberadamente con los reconocidos grilletes de un esclavo; ningún juez aparecería cubierto con el símbolo de la fecha. Pero cuando los hombres desean impresionar de manera segura, como los jueces, sacerdotes o reyes, llevan faldas, las largas y flotantes túnicas de la dignidad femenina. Todo el mundo está bajo el gobierno de las enaguas, pues incluso los hombres llevan enaguas cuando desean gobernar.

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