Jonathan Haidt - Greg Lukianoff (La transformación de la mente moderna) Cómo las buenas intenciones y las malas ideas están condenando a una generación al fracaso

CAZAS DE BRUJAS

Los movimientos de masas pueden surgir y extenderse sin creer en un dios, pero nunca sin creer en un demonio.

ERIC HOFFER
El verdadero creyente

«Maoísta», «macartista», «jacobino» y, por encima de todos, «caza de brujas». Estos términos se aplican a veces al tipo de sucesos que hemos narrado en el último capítulo. Quienes los aplican dicen que lo que estamos presenciando en los campus son el ejemplo de una situación, estudiada por los sociólogos desde hace mucho tiempo, en la que una comunidad se obsesiona con la puridad religiosa o ideológica y cree necesario encontrar y castigar a los enemigos internos en sus propias filas para mantenerse cohesionada.

Desde el siglo XV hasta el siglo XVII, Europa experimentó múltiples oleadas de cazas de brujas, impulsadas principalmente por las guerras religiosas y los conflictos a raíz de la Reforma, y también por los temores provocados por los constantes brotes de peste. Decenas de miles de personas inocentes —y posiblemente cientos de miles— fueron ejecutadas, a menudo tras ser «interrogadas» (es decir, torturadas) con la ayuda de aceite hirviendo, barras de hierro al rojo vivo o aplastapulgares.

La caza de brujas más famosa de la historia estadounidense tuvo lugar en Salem (Massachusetts). En enero de 1692, dos muchachas empezaron a sufrir convulsiones y temblores, que los mayores atribuyeron a la brujería. En los meses siguientes, decenas de personas afirmaron que estaban siendo atormentadas por las brujas o que ellas u otros animales habían sido embrujados. Se emprendieron medidas legales contra al menos 144 personas (38 de ellas hombres) que fueron acusadas de practicar la brujería. Diecinueve personas fueron ejecutadas en la horca, y a otra la aplastaron con unas enormes rocas.

Los análisis históricos y sociológicos de los juicios a las brujas han explicado por lo general estos arrebatos como la reacción de un grupo que experimenta un sentimiento de amenaza exterior, o de división y pérdida de cohesión interna. En Salem había estallado unos años antes una terrible guerra fronteriza contra los franceses y sus aliados, indios estadounidenses, en lo que ahora es Maine (pero que en aquel entonces era parte de Massachusetts. La gente del pueblo seguía nerviosa por los ataques. ¿Se ajustan los sucesos en los campus que aparecen en los titulares desde el otoño de 2015 a este marco sociológico?

Uno de los pensadores favoritos de Jon de todos los tiempos es Émile Durkheim, el sociólogo francés de finales del siglo XIX y principios del XX. Durkheim consideraba que en algunos aspectos los grupos y las comunidades eran como los organismos: entidades sociales que tienen una necesidad crónica de reforzar su cohesión interna y su sentido compartido de orden moral. Durkheim describió a los seres humanos como homo duplex u «hombre de dos niveles». Somos muy hábiles, como seres individuales, para perseguir nuestros objetivos diarios (lo que Durkheim llamó nivel de lo «profano » u ordinario). Pero también tenemos la capacidad de transitar, temporalmente, hacía un plano colectivo superior, al que Durkheim llamaba el nivel de lo «sagrado». Dijo que tenemos acceso a un conjunto de emociones que sólo experimentamos cuando somos parte de un colectivo; sentimientos como la «efervescencia colectiva», que Durkheim definió como una «electricidad» social que se genera cuando un grupo se reúne y alcanza un estado de unión. (Probablemente lo habrás sentido al hacer cosas como jugar en un equipo deportivo o cantar en un coro, o durante un rito religioso). Las personas pueden oscilar entre estos dos niveles a lo largo del día, y la función de los ritos religioso es llevarlas al nivel colectivo superior, unirlas al grupo y después devolverlas a la vida diaria con su identidad y lealtad grupales reforzadas. Los rituales donde las personas bailan o cantan al unísono son particularmente poderosas.

El enfoque durkheimiano es particularmente útil cuando se aplica a los estadillos repentinos de violencia moralista que resultan desconcertantes a los de fuera. En 1978, el sociólogo Albert Bergesen escribió un ensayo titulado: «Una teoría durkheimiana de la "caza de brujas", con el ejemplo de la Revolución Cultural china de 1966-1969». Bergesen se valió de Durkheim para ilustrar la locura que se desató en Beijing en mayo de 1966, cuando Mao Tse Tung empezó a advertir sobre la creciente amenaza de infiltración de los enemigos procapitalistas. Los fervientes estudiantes universitarios reaccionaron formado los Guardias rojos para encontrar y castigar a los enemigos de la revolución. Se clausuraron universidades en todo el país durante varios años. A lo largo de aquellos años, los Guardias rojos erradicaron cualquier rastro que pudiese encontrar —o imaginar— de capitalismo, influencia extranjera o valores burgueses. En la práctica, esto supuso que cualquiera que tuviese éxito o hubiese logrado algo era sospechoso, y muchos profesores, intelectuales y administradores de los campus fueron encarcelados o asesinados.

Entre los muchos rasgos crueles de la Revolución Cultural estaban las «sesiones de lucha», donde los acusados de impureza ideológica eran rodeados por sus acusadores, que se burlaban de ellos y los humillaban, y a veces los golpeaban mientras confesaban sus delitos, ofrecían una abyecta disculpa y juraban que se portarían mejor. Los estudiantes se volvieron a veces contra sus propios profesores. A lo largo de los años siguientes, decenas de millones de personas fueron perseguidas y cientos de miles asesinadas.

¿Cómo pudo ocurrir tal orgía autodestructora? Bergesen señala que hay tres rasgos comunes para la mayoría de las cazas de brujas políticas: surgen de manera muy rápida, implican acusaciones de delitos contra el colectivo y las ofensas que dan lugar a las acusaciones son a menudo triviales o fabricadas.

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