En la ira y el perdón, Martha Nussbaum desgrana los problemas morales que plantea la ira. Para ello se vale de la definición aristotélica de la ira, muy próxima al concepto de indignación moral del que hablábamos antes: la ira es «el deseo entreverado de dolor de un castigo imaginario por el aparente desaire de alguien que no tiene ningún motivo legítimo para desairarnos, a nosotros o a los nuestros». Según Nussbaum, este «desaire aparente» y este «castigo imaginario» adoptan la forma de una mengua de estatus. Por consiguiente, arguye, buena parte de la conducta moralista no persigue un resultado en términos de justicia sino en términos de estatus. Los sambenitos virtuosos suelen pasar por actos útiles o prudentes, como cuando una comunidad se moviliza para evitar que un delincuente sexual se mude a su barrio. Pero el verdadero objetivo, según Nussbaum, consiste en «rebajar el estatus de los delincuentes sexuales y elevar el de la buena gente, en este caso los vecinos movilizados».
Existe, no obstante, una clase particular de ira que Nussbaum encuentra valiosa: la «ira de transición», como ella la llama. Se refiere a esa ira que provoca una «transición», entendida esta como la «revolución saludable hacia un pensamiento con miras a un futuro bienestar, que reemplaza dicha ira por una esperanza compasiva». «En una persona cuerda y no excesivamente ansiosa o preocupada por el estatus —continúa—, la idea de castigo o venganza que la ira lleva aparejada es una breve ensoñación, una nube pasajera rápidamente disipada por la idea más sensata del bienestar personal y social». En la economía de la atención, sin embargo, la indignación da lugar a reacciones en cadena de tal envergadura que una «transición» de esta clase es improbable, cuando no imposible. El resultado es la oclocracia, el gobierno de la plebe, la ley de la calle.
Alguien podría objetar que la «justicia de la turba» es preferible a la falta absoluta de justicia. Nussbaum discrepa. «Cuando se da una gran injusticia —sostiene— nadie debería valerse de ella para justificar conductas infantiles o indisciplinadas. Por más que «la redención de cuentas exprese el compromiso de una sociedad con sus valores fundamentales [...] no precisa del pensamiento mágico de la venganza». En otras palabras, reconocer que matar al león Cecil no era lo correcto y exigir cuentas a los responsables no requiere —ni justifica—actos dirigidos a rebajar su estatus moral, como el de humillarlos o tratar de destruir sus reputaciones o sus medios de vida.
En 1838, un joven Abraham Lincoln dio un discurso en el Liceo de Springfield, Illinois, en que alertaba sobre los peligros de la indignación —y los raptos oclocráticos que engendra— para la democracia y la justicia:
Se respira aún, entre nosotros, un aire de mal augurio. Me refiero a la indiferencia hacia la ley que gana terreno a lo largo y ancho del país; a la creciente tendencia a sustituir el juicio sobrio de los tribunales por las más furiosas y violentas pasiones, y reemplazar a quienes administran la justicia por turbas de auténticos salvajes [...]. Por culpa de este espíritu oclocrático que, debemos admitirlo, campa hoy a sus anchas por estas tierras, el baluarte más sólido de cualquier gobierno, y muy especialmente de los constituidos como el nuestro, puede en efecto desmoronarse y resultar destruido.
Y proseguía: «No hay agravio que pueda repararse adecuadamente cuando el pueblo se toma la justicia por su mano». La «justicia» oclocrática no es tal; no solo por los resultados que suele obtener, sino también por los métodos que emplea para alcanzarlos.
Los legalistas suelen decir que «la justicia es el proceso, no el resultado». El proceso de la «justicia» oclocrática, alimentada por la indignación moral y las reacciones virales en cadena, es un proceso caprichoso, arbitrario e incierto. No es de extrañar, pues, que Sócrates, en La República, describiera la oclocracia como un régimen político que lleva de la democracia a la tiranía.
[...] ¿Qué es lo mejor de la gente? ¿Qué debería sacar de la gente una tecnología diseñada con sentido cívico? ¿Qué es lo que el sistema debería provocar, en lugar de toda esta indignación? Según Nussbaum, «el espíritu al que deberíamos aspirar tiene muchos nombres: es la philophrosuné griega, la humanitas romana, la agápé bíblica, el ubuntu africano: una disposición paciente y tolerante para ver y buscar lo bueno en lugar de insistir obsesivamente en lo malo».
El problema, claro está, es que esa «disposición paciente y tolerante para ver y buscar lo bueno» no es algo que le entre a uno por los ojos y, por tanto, no vende anuncios. Como sí los vende, por cierto, «insistir obsesivamente en lo malo». En la coyuntura actual, las dinámicas de la economía de la atención están estructuralmente diseñadas para minar las iniciativas más nobles y virtuosas del ser humano. Conviene insistir en que la ira y la indignación no son malas en sí mismas: son reacciones comprensibles ante la injusticia e incluso pueden proporcionar cierta clase de felicidad. El caso es que la economía de la atención posee multitud de incentivos para provocar la ira, pero ninguno que fomente la «transición», con lo que la indignación ha degenerado en una oclocracia que abarca el conjunto de la sociedad, por no decir el mundo entero.
Al poner en peligro la «luz diurna« de nuestra atención, la economía de la atención digital constituye un ataque directo a los cimientos de la democracia y la justicia y socava facultades fundamentales para la autodeterminación del ser humano, tanto a escala individual como colectiva. En la medida que estas facultades fundamentales se cuentan entre los faros guía que nos hacen humanos, cabe afirmar en el sentido más estricto que la distracción epistémica deshumaniza.
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