Fernando Bonete Vizcaíno (Cultura de la cancelación) No hables, no preguntes, no pienses

Las injusticias de la justicia social

Pocos autores han sabido explicar, con mayor claridad y eficacia los orígenes intelectuales de la justicia social y sus importantes manifestaciones y consecuencias para la contemporaneidad como Douglas Murray en La masa enfurecida. En este ensayo, Murray analiza el conocido cartel en forma de pirámide Trabajadores industriales del mundo (1911), cuyo esquema visual triangular, de más a menos según se asciende en la pirámide social, plantea que el proletariado sostiene, con su esfuerzo y trabajo, los lujos y comodidades de una adinerada y ociosa clase capitalista, los desmanes del ejército, los engaños del clero, y el gobierno de monarcas y aristócratas. Por encima de todos ellos, una gran bolsa de dinero corona la pirámide social y los domina a todos.

En la actualidad, esa interpretación opresiva y explotadora de la sociedad, en la que un colectivo (capitalista) abusa de su poder sobre otro (proletarios), y una idea totalizadora (capitalismo) ejerce sobre las mentes y las vidas de todos, sigue siendo muy útil para describir la forma en que los partidarios de la justicia social interpretan hoy la realidad, si bien con distintos actores.

Hoy el escalafón y la dominación no viene determinada por el capital, sino por la identidad. En las zonas altas de la pirámide encontramos a una «mayoría» conformada por varones blancos heteroxesuales («no hace falta que sean ricos —puntualiza Murray—, aunque la situación es tanto peros si lo son»), mientras que en la base quedarían las «minorías» conformadas por la mujeres, las personas racializadas y el colectivo LGTBIQ+. El opresivo sistema de ideas que ampara esta situación ya no es económico, el capitalismo, sino diversos sistemas sociales caracterizados por el abuso hacia esas minorías: el patriarcado, la heteronormalidad, o el conservadurismo en sus múltiples manifestaciones; sin distingos ni sutilezas, entran en esa última categoría etiquetas de distinta naturaleza política o religiosa que no tienen por qué ir de la mano, como «la derecha» o el cristianismo —otras religiones históricamente menos o nada permisivas hacia estas minorías no pueden aparecer con tanta frecuencia en la conversación sobre sus padecimientos—. 

Si el establecimiento de los roles «opresor-oprimido» de la justicia social sigue la misma lógica del marxismo, aunque desplazando el foco desde las condiciones económicas o distributivas, a las condiciones identitarias o de reconocimiento, también los fines de la justicia social siguen un mismo camino de adaptación para su configuración: si el marxismo señala la propiedad privada como fuente principal de desigualdad entre las personas y persigue su eliminación total o parcial como proyecto de la sociedad futura, la justicia social señala las diferencias de sexo, género y raza como fuente principal de desigualdad entre las personas y persigue su eliminación (sexo), atomización ilimitada (género) o revanchismo (raza) como proyecto de la sociedad futura.

En esta misma línea, pero ampliando el campo de batalla, Adriano Erriguel completa la ecuación de las sustituciones ocasionadas por la izquierda que él denomina posmoderna: «las minorías como sustitución del proletariado, los "sin papeles" como sustitución de la clase obrera, la ˝deconstrucción" como sustitución del materialismo dialéctico, las "guerras culturales" como sustitución de la revolución». 

Los motivos de la «desactivación de la actividad política de la izquierda» como se había conocido antaño —o cambio de una política puramente ideológica basada en la crítica distributiva a una política aspiracional basada en la ampliación de la representatividad— varían según la sensibilidad ideológica de quien aborda la cuestión— aunque no demasiado, como se verá a continuación si bien, en síntesis, son dos— quizá dos caras de una misma moneda— las explicaciones más plausibles de las causas detonantes de esta transformación. 

Según Daniel Bernabé —escritor cuya pertenencia a la izquierda no es ningún secreto—, la razón del cambio de enfoque de la distribución a la representatividad se encuentra en la llegada de una posmodernidad aprovechada y controlada por el neoliberalismo —entendido como la defensa a ultranza de la libertad económica, o como una mercantilización de las libertades políticas del liberalismo—, que vierte su componente individualista y anhelos de autorrealización en la representación de la diversidad para convertida en un producto de mercado más al que ahora todos desean optar. La izquierda tradicional defendida por Bernabé habría caído en la «trampa de la diversidad» preparada por el neoliberalismo, fundando una «izquierda alternativa» desde un  nuevo progresismo liberal. Bernabé no afirma que luchar por la representación de la diversidad, en sí mismo, sea perjudicial, ni siquiera perjudicial para la izquierda. Lo es cuando la lucha por la representación se lleva a cabo desde el ámbito neoliberal. De hecho, el mercado de la diversidad promovido por el neoliberalismo sería nocivo tanto para la izquierda como para los propios colectivos interesados y, por contra, beneficioso para la derecha. 

Habría que ver, sin embargo, hasta qué punto, aquello que plantea la tesis defendida por Bernabé —la izquierda ha picado el anzuelo posmoderno pergeñado por el neoliberalismo— es realmente beneficioso para la derecha, o para qué tipo de derecha lo sería, en cualquier caso. Por de pronto, voces conservadoras como la del catedrático de Filosofía del Derecho y diputado Francisco José Contreras también han dirigido su crítica —como enmienda a la totalidad de las derivas del presente y no tanto para la cuestión concreta de la transformación de la lógica marxista que estamos tratando aquí— contra el tipo de liberalismo que propone una noción instrumental de la libertad, una cosmovisión atea de la realidad y una antropología materialista: el libertarismo, o liberalismo que abandona la concepción clásica del mundo amparada por el iusnaturalismo. 

Otro pensador, el estadounidense Russell R. Reno, director de la prestigiosa revista conservadora First Things, ha puesto el foco en Karl Popper y Friedrich Hayek, dos célebres intelectuales que desde el liberalismo, con sus influyentes ensayos La sociedad abierta y sus enemigos (1945) y Camino de servidumbre (1944), y mediante la influencia ejercida desde su Mont Pelerin Society —cuya fundación albergó la pertenencia de una treintena de intelectuales, en una claro paralelismo con la Escuela de Fráncfort, si bien desde otro espectro ideológico—, buscaron que la sociedad surgida de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial se fundara a partir de una compresión aperturista, comprehensiva y suave de la realidad, a partir de premisas «débiles« —como las denomina el propio Reno—. Premisas lo suficientemente abiertas de significado para ser compartidas por todo el mundo y lograr una cierta homogeneidad cosmopolita. El objetivo es abandonar cualquier afirmación «fuerte», sustituyendo conceptos como el de «verdad» (fuerte) por «sentido» (débil) o la «justicia» (fuerte) por la «equidad» (débil). Cualquier tentativa de regreso, o la mera mención a una afirmación «fuerte» de la realidad trae consigo una repulsa generalizada —siempre anonimizada en la masa, nunca de frente— y el manido apelativo de «fascista». 

David Pastor Vico (Ética para desconfiados) Filosofía esencial para sobrevivir a este mundo hostil

La misma ansiedad desde hace miles de años

AUNQUE TE CUESTE trabajo aceptarlo, el mundo se ha hecho pequeño más veces de las que, a lo mejor, sabías. Vivir en la vanguardia del tiempo nos da la sensación de que lo que ahora nos sucede es la primera vez que ha ocurrido; pero tratándose del animal humano, la esencia de las cosas suelen ser siempre más o menos similares, aunque los detalles cambien de manera accidental.

Fíjate y compara. Cuando se hablaba de la polis, utilizaba intencionadamente un concepto que cuesta mucho entender en su completud (del mismo modo en que sucede con todas las palabras cuya invención no pudimos presenciar).

La polis no solo ubica al animal humano y su naturaleza gregaria en una realidad concreta, en su contexto definitorio, como podría haber dicho Aristóteles. Las polis fueron el modo de vida y organización sociopolítica que permitió a los griegos del período clásico fundar y desarrollar la tradición del pensamiento que tú y yo usamos desde que empezamos a dialogar. Cuando hablamos de polis en el sentido histórico y político, hablamos de ciudades-Estado independientes que fungían como naciones soberanas, aunque en muchos casos distaran pocos kilómetros la una de la otra.

Todas estas ciudades poseían un ejército formado por sus ciudadanos, su milicia. También tenían cada una su forma de gobierno particular, su identidad y su orgullo. Así, en algunas podía haber un sistema democrático, como en Atenas, y en otras una monarquía, como sucedía en la vecina Esparta. Eso sí, todas hablaban una lengua común: el griego. Este nexo les permitía olvidar rencillas internas cuando el enemigo exterior amenazaba la Hélade: el nombre que los mismos griegos pusieron a todo el territorio que entendían como propio; de ahí viene el término helénico. Todos los que no pertenecían a la Hélade eran bárbaros, no porque fueran unos animales salvajes, sino porque no hablaban griego; a sus oídos, esas lenguas desconocidas se asemejaban a un balbuceo ininteligible: bar, bar, bar...

Este, por supuesto, es un ejemplo más de etnocentrismo. Y sí, para qué engañarse: desde la perspectiva de los griegos, los bárbaros eran poco más que unos simples animales.

Este sentido clasista y elitista tan helénico definió su pensamiento, su moral y, por lógica, el marco sociopolítico del período que hoy llamamos clasicismo griego. Nosotros somos sus herederos directos, nuestras construcciones intelectuales tienen allí sus raíces.

La polis daba sentido a la vida de sus habitantes; fuera de ella no había nada. Tanto fue así que Sócrates prefirió morir antes que perder su estatus de ciudadano ateniense; prefirió acabar con su vida tomando la cicuta que huir y convertirse en un apátrida exiliado y cobarde. Platón y Aristóteles son la referencia universal de la filosofía nacida desde la polis y para la propia polis. Es muy importante que lo entiendas bien; en ese entonces el mundo era muy grande y lo habitaban monstruos de muchas cabezas, pero en Atenas, la polis por antonomasia, estaban la mesura, la templanza, el orden y, en definitiva, la virtud. Y esto era bueno para ellos.

Después de que el rey Filipo II de Macedonia hubiera sometido a toda la Hélade, eligió a Aristóteles, el filósofo más reconocido e influyente de su época, para que se hiciera cargo de la formación intelectual de su hijo Alejandro. Ocurrió entonces un importante giro democrático en la historia: en el año 334 a. C. Alejandro cruzó el Helesponto (el estrecho de los Dardanelos que separa Europa de Asia) y comenzó la mayor conquista bélica de la historia hasta entonces conocida. Murió once años después, a la edad de 32 años, en la ciudad de Babilonia, como el hombre más poderosos del mundo, el más valiente, el más audaz, el que partió la historia en dos con su espada, como el nudo gordiano. El padre de una nueva época.

La Hélade se desdibujó, perdió sentido y el mundo se hizo más pequeño. Aquí es donde los historiadores ponen el punto de arranque al período helenístico, que se extenderá hasta la Roma de Julio Cesar y Cleopatra. El pensamiento helénico se expandió por todo el territorio conquistado por Alejandro el Grande y, de las polis se pasó, en pocos años y sin apenas transición, a la cosmópolis

Uno ya no era ciudadano de tal o cual ciudad, era ciudadano del mundo.

[...] El mundo comenzó a girar más rápido, sin mesura, y los cosmopolitas, bombardeados por las miles de sorpresivas posibilidades que brindaba el nuevo mundo, se sintieron arrastrados por su aquí y su ahora, como quien, atrapado entre la muchedumbre siente que sus pies ya no tocan el suelo. ¿Te suena? 

En menos de lo que duraba una vida, pasaron de una realidad a otra. Aunque fuese heredera de una misma tradición y costumbre, la moral estableció nuevas normas, nuevos modos, nuevas jerarquías: el origen ya no era tan importante como la posibilidad de conseguir más cosas en menos tiempo.

Acumular riqueza se convirtió en el nuevo paradigma social.

Como es obvio, el fin último de la filosofía clásica, la felicidad, también cambió de significado. Ya no era el resultado de una vida moral recta y virtuosa, sino algo mucho más difícil de concretar: una lugar aspiracional, una meta, algo que lograr. Seguro que te suena.

El filósofo suizo Alain de Botton utiliza un concepto muy interesante para definir el sentimiento que los griegos experimentaron durante esta transición casi inmediata y sin anestesia de la polis a la cosmópolis: la ansiedad.

Ahora sí te suena, ¿verdad?

Hablar de ansiedad nos trae de golpe al presente, a tu presente. Ligada a esa palabra, que se puede definir como un «estado de agitación, inquietud o zozobra de ánimo», también van otras viejas compañeras de este libro: angustia, dolor y miedo. 

¿Cómo es posible que aquellas personas que vivieron hace más de dos mil años pudieran sentir lo mismo que a veces sientes tú? Esa incertidumbre, ese vacío, ese vértigo al sentir que algo no va bien y no saber explicarlo, porque te faltan los porqués, los quiénes, los cómo, y solo puedes asumir un aquí y un ahora que seguirá girando a toda velocidad con o sin ti. Y Ahora, sin conocerte de nada, te recuerdo que ningún ser humano ha sido tan radicalmente diferente y que, por tanto, no somos tan distintos, como habrías podido creer antes de empezar a leer este libro.

Fue a raíz de este nuevo contexto cuando nuestro viejo amigo Epicuro empezó a filosofar y fundó su propia escuela, a la que llamó Jardín, porque era donde se reunía y vivía con quienes le ayudaban a plasmar y desarrollar sus ideas.

La filosofía epicureísta no promovió el «amor al conocimiento» sin más como hasta entonces, que era un ejercicio más intelectual y contemplativo que práctico. Como mencioné antes, él buscaba que la filosofía tuviera una acción real en las personas, que fuera una medicina que curara el alma afligida. De ahí la importancia del tetrafármaco como una posibilidad real, y no metafísica, de aliviar esa ansiedad que, como diría el filósofo helvético, sufrieron sus coetáneos cosmopolitas. La misma que, en mayor o menor grado, sufren los que viven junto a ti ahora mismo. Y tú también, más veces de las que seguro te atreverías a aceptar. 

Así que, si funcionaba hace más de dos mil años, ¿por qué no habría de hacerlo ahora, si no hemos evolucionado nada en lo biológico y el dolor y el miedo son, en cualquier tiempo o lugar, básicamente iguales?

Cristina Martín Jiménez (Los dueños del planeta) Ellos contra nosotros

Larry Fink

EL AMO DE LAS TINIEBLAS

Fue la avaricia la que instauró la pobreza
y al ambicionarlo todo, todo lo perdió.

Séneca

A Laurence Douglas Fink, más conocido como Larry Fink, casi nadie lo conoce. No aparece demasiado en los medios de comunicación y, por lo general, y a diferencia de otros dioses, como Bill Gates o Elon Musk, no hace declaraciones altisonantes que provoquen la menor polémica. Le gusta estar en la sombra. Pero ¿quién es? Aparte de uno de los hombres de negocios más reconocidos de Wall Street y de contar con una fortuna neta de 1.100 millones de dólares, muchos le consideran un «revolucionario» al haber hecho «populares» cientos de productos de inversión gracias a BlackRock, la compañía que fundó en 1988 junto a su amigo Robert Kapito y que a día de hoy posee el 88% de las acciones de las quinientas mayores empresas del mundo, gestionando activos de tanto valor que solo Estados Unidos y China podrían competir con ella.

A diferencia de la mayoría de los dueños del planeta de los que aquí estamos hablando, Larry Fink (y su gigantesco ente financiero) ni construyen ni fabrican nada. No se dedica ni a la tecnología, ni a la energía, ni a la comunicación, ni a las armas, ni a los viajes espaciales... Aunque, en realidad, se dedica a todo un poco. O, mejor dicho, mucho. Ese es el elemento más perverso de la historia: el poder de BlackRock proviene, sencillamente, de la ingeniería financiera, una actividad «intangible» que a comienzos del siglo XXI se convirtió en las más rentable y poderosa del planeta.

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En nuestro país, BlackRock participa en veintiuna grandes empresas cotizadas, dieciocho de las cuales pertenecen al Ibex 35 —por un valor de 42.000 millones de euros—. El ente financiero tiene miles de acciones en las principales energéticas españolas, como Iberdrola, Repsol, Red Eléctrica Española o Enagás. Además, en marzo de 2020 se asoció con Naturgi para participar a partes iguales en el 49% del gasoducto Argelia-España Medgaz. También es el primer accionista individual del Banco de Santander  —ese que mide la huella de carbono de sus clientes—, con un paquete del 5,426% de un valor de unos 2.000 millones de euros. La gestora también controla el 6% del BBVA, el 3% de Caixabank y más del 5% del Banco de Sabadell. Asimismo, posee participaciones de ACS, Ferrovial, de la farmacéutica Grifols, de Atresmedia y del Grupo Prisa. 

Es decir, todos los sectores relevantes del país están controlados por BlackRock que, obviamente, con semejante poder, define el rumbo de la política económica del país, mientras los gobernantes mantienen la boca cerrada, miran hacia otro lado o ponen la mano. Son incapaces de enfrentarse a los designios del becerro de oro del siglo XXI —el dinero y la ingeniería financiera—, un ídolo que, como en el relato bíblico, continúa exigiendo sacrificios y adoración permanentes. 

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Como cabía esperar, las decisiones de BlackRock están basadas en otra alianza tenebrosa, la que mantiene con la Inteligencia Artificial y el big data, tecnología que han permitido la construcción de una nueva deidad, Aladdin (acrónimo de Asset, Liability, Debt and Derivative Investment Network, es decir, Red de Inversión en Activos, Pasivos y Derivados), un software mágico que maneja a su antojo los mercados financieros y que decide a gran escala en qué invierten los grandes patrimonios. El software —propiedad de BlackRock— analiza el comportamiento histórico de todos los productos financieros que existen o han existido en el mercado. Tiene en cuenta todas las incidencias posibles y las fluctuaciones financieras derivadas de catástrofes que puedan darse o crearse, como las pandemias de la OMS, los desastres climáticos reales o inventados, las burbujas inmobiliarias pinchadas, las guerras provocadas... Tras compararlas con situaciones similares del pasado, el último juguetito del becerro de oro calcula las posibilidades de éxito o de fracaso de una inversión en estudio, es decir, su riesgo. Al menos eso es lo que nos cuentan, porque, como era de esperar, BlackRock mantiene en secreto el algoritmo que utiliza Aladdin para su funcionamiento. Obviamente, si de verdad existe y es tan eficaz como dicen —cosa que dudo—, otros podrían utilizarlo en su contra si se diera a conocer. 

Estamos ante una guerra sin cuartel entre el dios del Dinero, los Bancos Centrales, el poder de los Gobiernos y los Estados, y, finalmente, la ciudadanía, que ve cómo su participación «real» en la sociedad se limita cada vez más. En el Foro de Davos de 2015, mientras debatían ante los desastres que generaría una nueva recesión, Fink cuestionó la madurez de la población europea para elegir a los dirigentes políticos «adecuados». Durante la reunión, en vicesecretario general del Fondo Monetario Internacional, Min Zhu, sentenció: «Es urgente avanzar en las reformas estructurales en Europa, pero es difícil por los procesos electorales. Los grandes retos necesitan grandes líderes políticos. En los grandes momentos, o la Historia escoge al líder o el líder cambia la Historia«. A los que Larry Fink contestó: «Ya, pero antes hay que educar a la población [en Europa] para que vote al lider correcto que tome las medidas correctas». 

Antonio Martín Puerta (La eugenesia ayer y hoy) La Biopolítica en la Historia

PRÓLOGO

La idea de crear artificialmente un grupo social dominante con la correspondiente implicación de segregar, o incluso de eliminar, a los que no cumplan ciertas características es cualquier cosa menos una novedad. El problema que se presenta para conseguir tales objetivos es que la propia fuerza vital de la sociedad y su complejidad hacen que tales proyectos sean sumamente difíciles de llevar a la práctica. Ello, claro, salvo que haya una fuerte voluntad política con suficiente capacidad de coacción, tal como se ha podido observar a partir del siglo XX. 

La pasada centuria fue pródiga en tales intentos, y ha de recalcarse que resultaron bastante más numerosos y extendidos de lo que habitualmente se piensa. El primero de ellos es la muy divulgada imagen que hace coincidir dichas prácticas con lo sucedido en la Alemania de los años treinta y cuarenta. Pero un cartel de 1936 ya se ocupaba de aclarar el asunto bajo el siguiente lema: "Wir stehen nicht allein". O sea "No estamos solos!, dejando en claro —con toda razón, por otra parte— que la ley que promovía la esterilización de personas indeseadas no era ni mucho menos la única en vigor. Para aclarar la cuestión figuraban las banderas de los doce países que habían promovido legislaciones en tal sentido, siendo dos de ellos Gran Bretaña y Estados Unidos. 

El segundo error es creer que las aplicaciones eugenésicas nacieron al calor de las tendencias totalitarias de la época. Bien al revés. Tienen origen anglosajón y los dos países aludidos resultaron ser precisamente los pioneros. Pero eran naciones básicamente liberales, pues liberal y temporalmente anterior fue el ámbito intelectual en que se acunó la moderna eugenesia.

El tercero de los errores es creer que desde la perspectiva socialdemócrata no hubo relación con el asunto. Graso error, pues las prácticas eugenésicas fueron asumidas por no pocos y nada irrelevantes socialdemócratas. Ahora bien, predominantemente en el mundo anglosajón y germánico, pero raramente en el latino, pues veremos que el distinto sustrato cultural y religioso daba lugar a posiciones bien diferenciadas. La explicación es que se trataba de parte de la instrumentalización necesaria para la puesta en práctica de procesos de ingeniería social conducidos por una cierta idea de progreso que requería un hombre nuevo. 

La cuarta equivocación consiste en pensar que, concluida la contienda mundial en 1945, tales prácticas pasaron a ser parte de una historia que se consideraba como una pesadilla irrepetible. Bien al contrario, las legislaciones eugenésicas prosiguieron en vigor durante años e incluso décadas en la mayoría de países que las habían adoptado.

Pero el error final, y quizá el más grave de todos, es creer que se trata de una actuación desaparecida o disimuladamente aplicada, cuando está admitida por las legislaciones de muchos países. Tal como veremos, el término "eugenesia" dejó de utilizarse hacia los años cincuenta y sesenta, lo mismo que el anterior y más explícito concepto de "higiene racial" había sido ya reemplazado tras la guerra. El cualquier caso, y por chocante que parezca, se trata de una práctica cotidiana asumida en las legislaciones contemporáneas bajo el amparo del término "terapéutico", que para ciertas actuaciones tiene exactamente las mismas implicaciones que los términos que le precedieron. Más aún: es un proyecto vivo, que busca ser aplicado con nuevos procedimientos. De hecho las cifras de afectados en las últimas décadas superan con gran diferencia todo lo que tuvo lugar en los tiempos en que los eugenistas hablaban abiertamente de sus proyectos. A lo que se añade la expectativa de su aplicación a la modificación genética, que si bien fue contemplada en tiempos a nivel teórico, es hoy una posibilidad real con instrumentos perfectamente contrastados en cuanto a su eficacia. 

El objeto de este texto es divulgar la historia y la presencia, para no pocos incómoda, de la eugenesia, sus prácticas y justificaciones ayer y hoy. Algo que no puede entenderse al margen de profundos cambios en las mentalidades, inducidos a partir de teorías que modificaron los anteriores criterios dominantes. Como igualmente veremos las vinculaciones de notorios e inesperados personajes históricos que, cubiertos de justo reconocimiento por otras causas, no puede decirse que se distinguieron por su aprecio hacia la vida y la dignidad de las personas.

Al tratar sobre esta materia, habitual en textos sobre bioética, se suelen acentuar precisamente los dos elementos que componen tal especialidad, es decir, la moral y los desarrollos aplicados de la ciencia. Pero en ello falta una importante dimensión. Si tan sólo se tratara de tales aspectos, la eugenesia entraría exclusivamente dentro de la jurisdicción de la ética o de la medicina, cuando no es sólo una materia bioética, sino bioética-política. De hecho ha habido varias líneas eugenésicas directamente vinculadas a diferentes interpretaciones políticas y a su presencia en el poder. No se puede dejar de lado tal elemento esencial que, de no ser considerado, implica una seria carencia en la percepción del proceso. Pues su traslado tanto a la mera práctica como a la legislación, es indicio de la existencia de proyectos de dominación nada respetuosos hacia los seres humanos.

LA PREVIA NECESIDAD: ELABORAR PREVIAMENTE UN CONCEPTO RESTRICTIVO DE PERSONA

Es evidente que si las legislaciones tutelaban la integridad de las personas y se trataba al fin de segregar o incluso justificar su eliminación, lo primero que se requería era negar la plenitud del carácter de persona a quienes se preveía como objetivo de la acción. Para ello también resulta conveniente un cambio cultural, afanosa y pertinazmente inducido, que admitiese una modificación tan radical. Las acciones anteriormente vistas se beneficiaban de un extendido desdén social hacia ciertos grupos de personas, dadas sus carencias, y tan sólo bastaba con forzar algo la argumentación. Ahora la cuestión va bastante más allá ante lo que es un tajante cambio cultural: se trata de eliminar cuanto ha supuesto la base de las civilizaciones occidentales; algo no reciente, pero sí retomado con amplitud y agresividad notables. Ya se ha aludido en su momento a Peter Singer, que en su Practical Ethics recuerda cómo con anterioridad al cristianismo el aborto, el infanticidio, la eutanasia y las decisiones eugenésicas eran asunto comúnmente aceptado e incluso asumido en las legislaciones. Nada tiene de particular que la desaparición social práctica del cristianismo —como mucho reducido a una mera opción privada sin exigencias de repercusión hacia lo público— haga aflorar lo que había antes de él. 

[...] Peter Singer, que en su ya aludida obra comenta:

"Vivos en el Capítulo 4 que el hecho de que un ser sea un ser humano, en el sentido de miembro de la especie Homo sapiens, no resulta relevante en cuanto a lo incorrecto de matarle; son en realidad características como racionalidad, autonomía y autoconciencia lo que hace la diferencia. A los niños les faltan esas características. Matarlos, por tanto, no puede ser igualado a matar a seres humanos normales u otro ser autoconsciente. Esta conclusión no se limita a niños que, dadas sus irreversibles discapacidades intelectuales, nunca serán racionales, seres autoconscientes".
 
Ya advierte que no hay inconveniente en defender tales actuaciones pues, con toda razón, comenta "El cambio en las actitudes occidentales hacia el infanticidio desde los tiempos de Roma es, como en parte la doctrina de la santidad de la vida humana, un producto cristiano"

[...] De nuevo Peter Singer explica la propuesta:

"El diagnóstico prenatal no siempre puede detectar la más graves discapacidades. Algunas discapacidades de hecho, no aparecen antes del nacimiento; pueden ser resultado de un nacimiento extremadamente prematuro o de que algo no marche bien en el proceso mismo. Actualmente los padres pueden elegir mantener o destruir su prole no apta sólo si la discapacidad se detecta durante el embarazo". 

Para a continuación abrir la puerta al siguiente paso:

"Aún así la principal cuestión está aclara: matar a un niño incapacitado no es moralmente equivalente a matar a una persona. Con mucha frecuencia no es del todo un error". 

[...] En realidad el propio Singer ya había establecido dicha ilación cuando afirma:

"En relación con la objeción al punto de vista sobre el aborto presentado en el Capítulo 6, ya hemos mirado más allá del aborto hacia el infanticidio. Actuando así hemos confirmado la sospecha de los sostenedores de la santidad de la vida humana acerca de que una vez que el aborto resulta aceptado, la eutanasia acecha en la siguiente esquina, y para ellos la eutanasia es inequívocamente mala". 

Juan Luis Suárez (La condición digital)

LO DIGITAL ES REAL

Lo que es racional, eso es efectivamente real; y lo que efectivamente real, eso es racional.

(G.W. F. Hegel, Fundamentos 
de la Filosofía del Derecho)

La vulnerabilidad apunta a lo que somos. Todo lo que tiene alguna importancia en la vida humana —la salud, el amor, los hijos, la dignidad— suele ser lo que nos hace sentir desvalidos. Por eso es tan importante, a nivel personal y colectivo, conocer muy bien cuáles son nuestras vulnerabilidades. Este conocimiento nos ayuda a protegernos del daño o quebranto que acecha en cada una de nuestras debilidades y nos pone ante el espejo de quienes somos, de nuestra condición humana.

Los jóvenes son los más vulnerables a la escisión entre lo digital y lo físico que el confinamiento marcó porque han pasado una gran parte de su vida, en muchos casos la mayor parte, conectados a aparatos digitales. Las nuevas generaciones son las que más han avanzado en el desarrollo de su condición digital hasta el punto de que conciben su identidad a partir de las experiencias digitales que tienen. Para ellos, las realidades física y social solo tienen sentido en sus manifestaciones y ecos digitales. Lo digital y lo analógico viven en contigüidad casi indistinguible. Por eso quitar una o la otra es traumático, ya que la que desaparece sigue sintiéndose, como ocurre con los miembros fantasmas de los amputados. 

Hoy en día muchos jóvenes se desenvuelven mejor en el mundo digital que en el de las relaciones físicas. Una de las ventajas de ser profesor universitario es que, conforme se envejece, uno sigue expuesto a las nuevas formas de las generaciones que van entrando en la universidad. Supongo que esto siempre ha sido así, pero ahora este privilegio es mucho mayor porque las diferencias entre generaciones son tan radicales que el cisma entre formas de entender y actuar en el mundo no solo se sienten entre los profesores y los estudiantes, sino cada vez más entre las propias cohortes de alumnos. 

[...] Una de las cosas para las que están diseñados específicamente los dispositivos digitales es para provocar la adopción de una serie de hábitos de acción y pensamiento sin los cuales no es posible vivir, o es muy difícil, en los ecosistemas digitales. A estas alturas la lista de estos comportamientos es muy numerosa y suele aplicarse cada vez que una nueva plataforma se impone a sus competidores y la bandada de usuarios traslada su tiempo hacia el nuevo monarca digital. El caso más reciente es el de TikTok, la plataforma china de intercambio de vídeos muy breves y repetitivos, en los que un usuario se graba haciendo un gesto, normalmente al compás de la música, con el objetivo de que se convierta en viral y sea imitado y transformado en muchos otros vídeos. 

Todas estas conductas, y las plataformas que los fomentan, se basan en una arquitectura digital cuyo recurso más reciente para la consecución de sus objetivos financieros es la explotación del yo, que se ha convertido en el último territorio colonizado por el capitalismo digital y de los datos. Jia Tolentino ha señalado 2012 como el año en el que se produce el cambio definitivo según el cual la libertad para ser nosotros mismos en internet se transforma en el encadenamiento a nuestro yo digital, y la promesa de una comunicación más libre, en un ejercicio de alienación masiva. Mientras que en el mundo analógico, adigital, una persona puede simplemente vivir su vida a los ojos de otros, en internet esto es imposible porque para que otros te vean, tienes que actuar. Y esta actuación permanente ha tenido un efecto directo en nuestra ética, ya que se ha vuelto facilísimo comunicar acerca de la moralidad de los comportamientos y conductas —los roles, las campañas morales y los discursos pontificadores en redes sociales son pruebas de ello— mientras sigue siendo igual de difícil, o más (¿cuánta gente abandonó sus residencias durante el confinamiento para trasladarse a zonas rurales, playas y segundas residencias?)

[...] Tim Wu ha descrito la batalla comercial por nuestra atención como una de las grandes luchas políticas y sociales de nuestro tiempo. Su recorrido por un siglo de industria de mercaderes de la atención y la publicidad, y su análisis de la misma como fuente de ingresos de las grandes plataformas de la era digital no dejan lugar a dudas: el objetivo de esta industria es influenciar nuestra conciencia y hacer de ello su modelo de negocio. Para Wu, lo que está en juego es nuestra capacidad para vivir vidas que en este momento no son nuestras como a veces pensamos. La cantidad de tiempo y atención que pasamos diariamente en estas plataformas preñadas de anuncios y reclamos de compras, y la dificultad después de años de entretenimiento para separarnos de ellas, muestran hasta qué punto lo que está en juego es, según Wu, la dirección de nuestras vidas y el futuro mismo de la humanidad.

Cuando se destilan los hábitos humanos que ha incubado la condición digital, observamos dos patrones entrelazados. Los hábitos y sus comportamientos subyacentes tienen que ser vitales para existir, porque si no es así, el ruido digital los condena a la desaparición. Además, esos hábitos no son inocentes. Tienen que contribuir directa o indirectamente al modelo de negocio de la plataforma en cuestión. Si tenemos en cuenta el número de seres humanos conectados diariamente a estas plataformas (miles de millones) y el tiempo que pasamos en ellas (casi todo el tiempo, durante todas las partes del día, haciendo casi todo en ellas), se entenderá el impacto que han tenido sobre esas nuevas generaciones que conciben la realidad a partir de lo digital.

El corolario de esta vulnerabilidad a la que nos expone la escisión entre lo digital y lo analógico se puede formular a partir de la famosa frase de Hegel en sus Fundamentos de la Filosofía del Derecho: «Lo que es racional, eso es efectivamente real». El modo de estar en la realidad de nuestra digitalidad es profundamente idealista. Este idealismo digital, más allá de las imágenes y espejismo que provoca, es radicalmente capitalista porque su última razón de ser en esta fase de la digitalización no es otra que la explotación de la subjetividad para la obtención de beneficios económicos. La condición digital instaura un nuevo principio de realidad: «Todo lo digital, eso es efectivamente real; y lo que es efectivamente real, eso es digital». Y si no lo es, debería serlo lo antes posible. 

Donatella Di Cesare (El complot en el poder)

 EL NUEVO ORDEN MUNDIAL

Justo al mismo tiempo que se iba consolidando, en los años que siguieron a la Guerra Fría, la globalización parecía estar desdibujándose, y yéndose ya de las manos. La unificación del capitalismo y de la técnica producía de manera paradójica un desorden inédito e imponderable.

No sorprende que, en semejante escenario y con esas aspiración suya a un todo bien ordenado, el complotismo se haya hecho tan presente e irrefrenable. ¿Qué se oculta detrás del caos aparente? El enfrentamiento de todos contra todos, la nueva guerra civil global, ¿acaso no es una forma de gobernar por medio del caos? ¿Quién teje la trama? ¿Quién tiene el control? Si ya en la «complosfera» ha resonado, perturbadora y terrible, la palabra «Sinarquía» para referirse al gobierno mundial oculto, que manipula a las naciones y subyuga a los pueblos, mucho mayor fortuna aún le ha cabido a la fórmula New World Order, introducida en 1972 por el ideólogo estadounidense Robert Welch y a la que después se ha recurrido tanto que, bajo el acrónimo NWO, se ha erigido un símbolo del nuevo complotismo. El helicóptero negro, fuerza de ataque del Nuevo Orden Mundial, que sobrevuela en las alturas, invisible e imperceptible, es el rostro del supercomplot planetario.

Este imaginario favorece y refuerza la pesadilla de un mundo uniformado, sin fronteras ni límites, modelado conforme a idénticos valores e idénticas normas, un mundo sometido a la tutela exclusiva de un poder ajeno y totalitario. Semejante pesadilla fue prefigurada ya por Ernst Jünger en el ensayo de 1960 El Estado mundial. El Telón de Acero, la aparente división del globo entre dos grandes potencias de la época, no le impide reparar en la creciente uniformidad que, por encima de las naciones, se extiende por doquier al ritmo de la técnica y sus rasgos cósmicos-planetarios. La cima que se destaca sobre el fondo es el Estado Mundial, que no es un imperativo de la razón alcanzado de común acuerdo, sino el sobrevenir de una forma inédita en que la vorágine del mundo parece adquirir estabilidad y orden. Jünger habla de Gestell para referirse a ese dispositivo que escapa a todo control, que supera el concepto tradicional de Estado y se abre a un inquietante paisaje anárquico. 

Si con su movilidad, su celeridad y su alteración el mundo globalizado suscita inquietud, la respuesta no es la cerrazón reaccionaria a la que alude Jünger, es decir, la restauración de la soberanía, el reforzamiento de las comunidades nacionales y de las culturas identitarias. Y mucho menos aún puede dicha cerrazón  ser la del complotismo. La acertada pregunta apuntada por Jacques Attali, «¿quién gobierna el mundo?», exige un análisis en profundidad que, partiendo de los «perdedores» de la globalización, se remonte hasta la gobernanza que administra la economía planetaria. Cuando la complejidad se anquilosa en la complicación, entonces la máquina del complot, esa red que se ha ido dilatando en el espacio y en el tiempo, es la respuesta más a mano. 

Sacar a la luz el poder oculto de la «casta» significa hacer que se transparente su carácter ajeno. Las élites están en el punto de mira en cuanto punta de la infiltración encubierta de los extranjeros. Por esa razón el complot por excelencia es el «complot judío», una acusación que ha tomado diversas formas y ha alimentado el odio antisemita a lo largo de los siglos. Las categorías políticas no son sino la traducción de un trasfondo religioso donde el Judío es el enemigo apocalíptico, poseedor de un secreto cósmico que es la llave del dominio del mundo.

El complot judío contra la sociedad cristiana no es otro que el que se construye, sobre todo durante la Edada Media, sobre la culpa de envenenar los pozos, imputado con mucha más vehemencia durante la epidemia de peste negra de 1348. Pero envenenar significa corromper, contaminar, infestar. Es decir, destruir para dominar. En esa habladuría local ya está contenida la denuncia del complot que se convierte en nacional en época moderna. Baste citar el tristemente famoso affaire en que, entre 1894 y 1906, se vio implicado Alfred Dreyfus, el joven capitán francés injustamente acusado de alta traición. El paso siguiente, favorecido a comienzos del siglo XX por la difusión de Los protocolos de los Sabios de Sion, en es el complot internacional que adopta diversas formas: el complot «judío-plutocrático», personificado por Rothschild; el complot «sionista», de Theodor Herzl; y, sobre todo, el «judeobolchevismo», el peligro rojo que representaba la inteligencia judía de izquierdas, entre León Trotsky y Rosa de Luxemburgo, capaz de tener al mundo en un puño ya con la Revolución de Octubre. 

Extranjeros no asimilables en las naciones, dispuestos para mantener lazos de reciprocidad allende las fronteras, exponentes de la antigua diáspora y del nuevo desarraigo, los judíos supuestamente tejen en torno al globo una red, la trama planetaria del «complot judío mundial». Pasa a ser la amenaza suprema, el superplot, el megacomplot que subsume en sí todos los complots pasados y alberga los venideros. La globalización favorece el mito del complot judío, que al tiempo que se deslocaliza, y a medida que la imagen del mundo se extiende, se potencia retirándose entretando al trasmundo, donde se tejen los hilos de la trama, lugar oculto donde el pueblo judío —esa supersociedad secreta especializada en las actividades criminales de infiltración y manipulación— dirige las suertes del mundo. 

La acusación de construir un «Estado dentro del Estado» es especular respecto a la de urdir una trama planetaria. Ya el filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte, no en vano un acérrimo nacionalista, arrojó la sombra de esta sospecha. Pero, además, a la luz del escenario actual, no debe ignorarse este punto: el complot menoscaba la soberanía estatal interna en la misma medida en que refuerza el gobierno mundial oculto. En uno u otro se trata del extraño que se infiltra en lo íntimo para dominarlo.

Se entiende mejor, pues, que hablando hoy de «Estado profundo» se hable a la vez de «Nuevo Orden Mundial». Son las dos caras del mismo complot. Se trata de aquellas fuerzas subterráneas —no importa bajo qué siglas: ONU, FMI, OTAN, BCE, OMS, UE— que constituyen los monstruosos vectores del mundialismo. Mejor leerlo todo bajo la supersigla NOM: Nuevo Orden Mundial. 

Elevado a los altares mediáticos gracias a Trump —quien, mientras el impeachment tomaba cuerpo, se jactaba de desenmascarar el gran complot del «gobierno en la sombra» cuyo objetivo era destituirlo—, Deep State no es un término nuevo. Traduce la expresión turca derin devlet, que en el período entre 1960 y 1980 hacía referencia a aquella parte de los servicios secretos llamada a hacer frente a una hipotética invasión soviética. Inicialmente libre de resonancias complotistas, el «Estado profundo» entra a formar parte de la terminología política para referirse a la continuidad de grupos de poder que, no obstante la alternancia democrática, terminan por ejercer una influencia notable. El Estado profundo se convierte, pues, en aquello que socava la soberanía popular. Es el poder de los despachos, es decir, de los burócratas y los administradores, que, como ya advirtiera Weber, con la proliferación de las normas, la excrecencia de reglas, maniobraban en los meandros de la máquina estatal. [...]

Di Cesare, Donatella (¿Virus soberano?) La asfixia capitalista
Di Cesare, Donatella (Sobre la vocación política de la filosofía)

Diego S. Garrocho Salcedo (El último verano)

 Carta a un joven posmoderno

Querido amigo:

Estás mal. Como todos. Como toda tu generación a la que algunos decidimos condenar a un consumismo también inmaterial. Dicen que la filosofía no sirve para nada, pero tú y yo sabemos que son libros de filosofía los que han legitimado parte de lo que te pasa. Hay todavía quien se atreve a sublimar tu trisreza, pero para ti ha dejado de ser un juego. Te prometieron que podrías vivir una vida en el absurdo, sin sentido y sin arraigo, pero tú ya estás cansado de sufrir. Creciste educado en un mundo en el que te dijeron que la verdad no existía, pero qué demonios, tu dolor actual es absolutamente cierto. Demasiado cierto.

Todo empezó en el instituto. Como buen adolescente creciste leyendo a Nietzsche y te fascinó el nervio indómito de su escritura. Aquella filosofía decía lo contrario de lo que advertían tus padres. Que todo fueran interpretaciones y que no existieran los hechos era, en aquellos días, una buena noticia. En cualquier caso, aquella lectura simplista era casi un imperativo biológico, porque lo que de verdad te abrió los ojos, así te gusta contarlo, fue Foucault en el primer año de carrera. 

Aún recuerdas a aquella profesora carismática que os enseñó unos libros en los que comparaba el poder disciplinario de un hospital, de una escuela y de una cárcel. Entonces lo viste clarísimo. Esa opresión siliente e invisible de las instituciones era la culpa de tu malestar y de la censura que te impedía expresar tu autenticidad. Tu narcisismo y tú sabías que no eras como los demás y empezaste a tirar del hilo. Creíste leer en aquellas páginas que la locura era una simple convención social y que cualquier ordenación de la realidad no era más que un trampantojo de normas ilegítimas. Había en aquellos textos palabras que te fascinaban: microfísica, biopoder, procesos de subjetivación... Con aquellos nuevos conceptos creíste que por fin podrías interpretar tu realidad, igualmente compleja y sutil, casi tan sublime como tú. Mientras pudieras repetir aquellas fórmulas —fatigar a fondo esa bibliografía era demasiado duro— pensaste que estarías a salvo.

En aquel tiempo estabas tan atrapado que decidiste pasar a mayores. Droga dura, te decían metafóricamente los compas de cursos superiores. Fue entonces cuando decidiste leer a Deleuze y Derrida. Tú no entendías nada, pero te aplicabas con un rigor masorético a entrreverar algún sentido en aquellas incomprensibles. Como el necio que ante un lienzo en blanco formula la hipótesis de lo que ahí podría haberse pintado, tú quisiste imaginar interpretaciones ocultas, sentidos velados o rumbos transitables en una escritura que, en el fondo de tu ánimo, te parecía un sinsentido. Pero era eso, el sentido de las cosas, lo que había que cambiar y revocar, por lo que no te importaba demasiado aquella sensación de extravío. Jamás entendiste nada, pero un profesor elegante y cómplice te propuso habitar en el desafío de la incomprensión, y tú cometiste el error de creerlo. Nunca podrás pasarle la factura.

Aquellas derivas teóricas, aunque fascinantes, seguían sin satisfacerte del todo, por lo que decidiste dar un paso más y vincular aquellas doctrinas con tu vida cotidiana. Hacer cuerpo de tus ideas, decías. Por aquel entonces arrastrabas ya algunos fracasos amorosos y nunca fuiste demasiado seguro en la cama (como todo el mundo, vaya). Fue en ese momento cuando leíste, por recomendación de una amiga, a Judith Butler y a Paul B. Preciado. De la primera no entendiste demasiado, pero intuías una sofisticación que volvía a resonar en ti con ecos de vanguardia liberadora. La prosa de Preciado, en su radicalidad explícita, te parecía más inteligible, más aplicable, y te tentaba la idea de convertir tu cuerpo en un laboratorio. La causa que protegían era tan indudablemente legítima que fue entonces cuando decidiste, en los que creías que era un ejercicio de liberación personal, experimentar con tu propio deseo, obligándote a sospechar de lo que siempre estuvo claro para ti. Ante la duda decidiste seguir acelerando. Encomendar el gobierno de tus pasiones a autores que ni siquiera conocías, y que hoy ruedan anuncios para Gucci, te pareció, por absurdo que pueda demostrarse ahora, una buena idea.

El tiempo ha pasado y has dejado de leer. Para poder pagar el pequeño piso donde vives, de escasos treinta metros cuadrados, contrapeas dos trabajos mal pagados y apenas tienes tiempo para hacer otra cosa que no sea ver tu ordenador tirando en la cama. Ahora es a través de YouTube y de artículos cortos como te aprovisionas de nuevos argumentos con los que intentar vertebral una vida que cada vez te resulta más inhabitable. Y comienzas a estar cansado porque ya no entiendes nada: lo hiciste todo bien de niño, cuando te obligaron a estudiar y a ser ordenado; y, sobre todo, lo hiciste todo bien de joven, cuando épicamente te invitaron a desafiar el relato normalizador que te habían impuesto.

Pasas tus días devorado por una incertidumbre y una ausencia de sentido sobre la que cabe poca hermenéutica. Para Baudrillard la guerra del Golfo pudo ser un simulacro; sin embargo, tu dolor es real, tan real como la caja de diazepam que llevas en mochila. Ya no te vale lo del hecho y la interpretación: la leas como la leas, tu vida es una mierda. Y es una mierda porque las cuentas no salen. Has pasado los últimos creyendo que reconstruías cánones, convenciones, normas y sentidos, pero, en el fondo, ya no puedes engañar a nadie, lo único que has destruido es tu propia vida. Y hay otra mala noticia: quienes te invitaron a hacerlo sí que están a salvo.

Despreciaste la idea de «normalidad», pero a una vida normal, en el fondo, es a lo único que ahora aspirarías. Empiezas a sospechar que esa normalidad podría haber existido y que así debe exigirse. Pero es quizá demasiado tarde. Una vida normal es aquella en la que con esfuerzos normales podría adquiriese una independencia económica también normal para tener, si te diera la gana, hijos a los veinticinco, o a los veintisiete. Lo normal vaya. Pero, ay amigo, te han arrebatado el concepto e incluso te invitaron a hacer una apología de lo anormal, de lo monstruoso y de lo desviado, como si esa opción redentora pudiera hacerte más feliz.

No solo te hemos arrojado a una vida desventurada, sino que, además, te hemos sustraído cualquier lucidez crítica que te permita enfrentar la miseria a la que te hemos condenado. No lo olvides nunca, el capital te ha hecho despreciar todo aquello que te ha arrebatado: una familia, un sentido para tu existencia y un catálogo de valores estables en torno a los cuales ordenar tus decisiones, que es tanto como ordenar tu vida. [...]

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