Jacques Maritain (El hombre y el Estado)

Comunidad y sociedad

Se hace necesaria una distinción preliminar: la distinción entre comunidad y sociedad. Es lícito, sin duda, emplear estos dos términos cono sinónimos y yo mismo lo he hecho muchas veces. Pero es lícito tambien —y fundado en la razón—aplicarlos a dos clases de agrupaciones sociales de índole profundamente distinta. Esta distinción (por gravemente que haya podido abusar de ella los teóricos de la superioridad de la «vida» sobre la razón) es en sí misma un hecho sociológico reconocido. La comunidad y la sociedad son, una y otra, realidades ético-sociales verdaderamente humanas y no solo biológicas. Pero una comunidad es ante todo obra de la naturaleza y se encuentra más estrechamente ligada al orden biológico; en cambio, una sociedad es sobre todo obra de la razón y se encuentra más estrechamente vinculada a las aptitudes intelectuales y espirituales del hombre. Su naturaleza social y sus caracteres intrínsecos no coinciden, como tampoco sus esferas de realización. 

El Estado

[...] El Estado no es la suprema encarnación de la Idea, como decía Hegel. No es una especie de superhombre colectivo. El Estado no es más que un órgano habilitado para hacer uso del poder y la coerción y compuesto de expertos o especialistas en el orden y el bienestar públicos; es un instrumento al servicio del hombre. Poner al hombre al servicio de este instrumento es una perversión política. La persona humana en cuanto a individuo es para el cuerpo político, y el cuerpo político es para la persona humana en cuanto persona. Pero el hombre no es en modo alguno para el Estado. El Estado es para el hombre.

[...] El Estado transformado en un absoluto ha revelado su verdadera faz. Nuestra época ha tenido el privilegio de contemplar el totalitarismo estatal de la Raza con el Nazismo germánico, de la Nación con el Fascismo italiano y de la Comunidad económica con el Comunismo ruso.

El punto en el que conviene insistir es el siguiente: para las democracias de hoy el esfuerzo más urgente es el de desarrollar la justicia social y mejorar la organización económica mundial y el defenderse ellas mismas contra las amenazas totalitarias del exterior y contra la expansión totalitaria del mundo. Mas la prosecución de esos objetivos entraña inevitablemente el riesgo de ver demasiadas funciones de la vida social controladas desde arriba por el Estado y nos veremos inevitablemente obligados a aceptar ese riesgo mientras nuestra noción del Estado no haya sido restaurada sobre verdaderos y auténticos fundamentos democráticos y mientras el cuerpo político no haya renovado sus propias estructuras y su conciencia de sí, de tal manera que el pueblo se encuentre preparado de modo más eficaz para la práctica de la libertad y el Estado llegue a ser verdaderamente un instrumento al servicio del bien común de todos.

El pueblo

[...] Acabo de indicar que el pueblo no es soberano en el verdadero sentido de la palabra. Pues, en su sentido auténtico, la noción de soberanía se refiere a un poder y a una independencia que son supremos separadamente y por encima del todo que gobierna el soberano. Y con toda evidencia, el poder y la independencia del pueblo no son supremos separadamente y por encima del pueblo mismo. Del pueblo, como cuerpo político, debemos decir, no en modo alguno que es soberano, sino que tiene un derecho natural a la plena autonomía o a gobernarse a sí mismo. 

El pueblo ejerce ese derecho cuando establece la Constitución, escrita o no escrita, del cuerpo político; o cuando, en un grupo político de dimensiones lo bastante reducidas, se reúne para hacer una ley o tomar una decisión; o cuando elige a sus representantes. Y este derecho permanece siempre en él. Es en virtud de ese derecho como controla al Estado y a sus propios funcionarios administrativos. Es en virtud de ese derecho como trasmite a quienes son designados para cuidar del bien común el derecho de legislar y gobernar, de tal manera que, revistiendo de autoridad a esos hombres particulares, dentro de ciertos límites de duración y poder, el ejercicio mismo del derecho del pueblo al self-government restringe en la misma medida su ejercicio ulterior, mas ni suprime ni disminuye en ningún caso la posesión de este mismo derecho. 

[...] Es la expresión de Lincoln: «El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». Lo cual quiere decir que el pueblo está gobernado por hombres que él mismo ha escogido y a los que ha confiado el derecho de mandar, para funciones de índole y duración determinadas y de cuya gestión mantiene un control regular, en primerísimo lugar por medio de sus representantes y de las asambleas así constituidas.

La racionalización técnica de la vida política

En el albor de la historia y de la ciencia moderna, Maquiavelo, en su Príncipe, nos propuso una filosofía de la racionalización puramente técnica de la política; en otras palabras, convirtió en sistema racional la manera en que los hombres se comportan de hecho más a menudo y se dedicó a someter ese comportamiento a una forma y a reglas puramente artísticas. Así, la buena política se convertía por definición en una política amoral que tiene éxito: el arte de conquistar y conservar el poder por cualquier medio (incluso bueno, si se presenta la ocasión, rara ocasión), con la única condición de que sea adecuado para conseguir el éxito.

[...] La ilusión propia del maquiavelismo es la ilusión del éxito inmediato. La duración de la vida de un hombre o, mejor, la duración de la actividad del príncipe, del hombre político, delimita el espacio del tiempo máximo requerido por lo que llamo el éxito inmediato. El éxito inmediato es éxito para un hombre, no para un Estado o una nación, de acuerdo con la duración propia de las vicisitudes de los Estados o de las naciones. Cuanto más terrible en intensidad se afirma el poder del mal, menores en duración histórica son los progresos internos y el vigor vital adquirido por el Estado que hace uso de tal poder. 

La racionalización moral de la vida política

Hay otra clase de racionalización de la vida política: racionalización, no artística o técnica, sino moral. Esta se funda en el reconocimiento de los fines esencialmente humanos de la vida política y de sus resortes más profundos: la justicia, la ley y la amistad recíproca. Y significa también un esfuerzo incesante para aplicar las vivas y móviles estructuras del cuerpo político al servicio del bien común, de la dignidad de la persona humana y del sentido del amor fraterno; para someter a la forma y determinaciones de la razón que estimula la libertad humana y el enorme condicionamiento material, a la vez natural y técnico, y el pesado aparato de intereses en conflicto, de poder y coerción inherente a la vida social; y para fundamentar la actividad política, no en lo que en realidad implica una mentalidad infantil —la ambición, los celos, el egoísmo, el orgullo y el engaño, las reivindicaciones de prestigio y de dominación transformadas en reglas sagradas de un juego trágicamente serio—, sino en un conocimiento adulto de las más íntimas necesidades de la vida de la humanidad, de las exigencias reales de la paz y el amor y de las energías morales y espirituales del hombre. 

Los medios de control a disposición del pueblo y el Estado democrático

[...] Consideremos el caso de un Estado democrático. El control del pueblo sobre el Estado, incluso si el Estado, de hecho, intenta escapar de él, se halla inscrito en los principios y en la estructura constitucional del cuerpo político. El pueblo tiene medios regulares y estatutarios de ejercer su control. Escoge periódicamente a sus representantes y, directa o indirectamente, a su personal de gobierno. Si lo desaprueba, no solo desplazará a este último en las siguientes elecciones, sino que, con las asambleas de sus representantes, controla y vigila su gobierno y hace presión sobre él durante el tiempo en que ejerce el poder. 

No pretendo decir que las asambleas tendrían que gobernar en lugar del poder ejecutivo. Más, para vigilar, frenar o modificar la manera en que gobierna éste, emplean los diversos recursos puestos a su disposición por la Constitución, el más apropiado de los cuales, en las democracias europeas, es el de remover al gobierno cuando están descontentas de su política.

[...] Existen asimismo los medios de agitación política —de propaganda, presión o coacción obrada por la población misma—, que, en ciertos momentos críticos, puede poner en práctica un grupo de ciudadanos, considerándose como abanderados del pueblo, y que voy a llamar «medios carnales de combate político. 

[...] Existe, finalmente, una categoría de medios completamente diferentes, a los cuales, a decir verdad, apenas ha atendido nuestra civilización occidental y que ofrece al espíritu humano un campo de hallazgos sin límites: son los medios espirituales sistemáticamente aplicados al dominio temporal, un contundente ejemplo de los cuales ha sido el Satyagraha de Gandhi.  Desearía llamarlos «medios de guerra espiritual».

Es sabido que Satyagraha quiere decir «la fuerza de la verdad». Gandhi ha afirmado constantemente el valor de la «Fuerza del Amor», de la «Fuerza del alma» o de la «Fuerza de la Verdad» como instrumentos o medios de acción política y social. Porque —decía— «la paciencia y el sufrimiento voluntario, la defensa de la verdad que inflige sufrimiento, no al adversario, sino a nosotros mismos» son «las armas de los fuertes entre los fuertes»

El segundo elemento (gnoseológico) de la ley natural

Llegamos así al segundo elemento fundamental que tomar en consideración en la ley natural, quiero decir, a la ley natural en cuanto conocida y como midiendo así efectivamente a la razón práctica humana, que es, a su vez, la medida de los actos humanos.

La ley natural no es una ley escrita. Los hombres la conocen con mayor o menor dificultad, en grados diversos y exponiéndose aquí a error como otras cosas. El único conocimiento práctico que todos los hombres tienen natural y infaliblemente en común, como un principio evidente de por sí e intelectualmente percibido en virtud de los conceptos implicados en él, es que hay que hacer el bien y evitar el mal. Este es el preámbulo y el principio de la ley natural; pero no es la ley natural misma. La ley natural es el conjunto de las cosas que hacer y que no hacer que se siguen de aquí de manera necesaria

[...] Conviene a este respecto insistir en el hecho de que la razón humana no descubre las regulaciones de la ley natural de una manera abstracta y teórica, como una serie de teoremas de geometría. Más aún, no las descubre por el ejercicio conceptual de la inteligencia o por vía de conocimiento racional. Yo creo que hemos de comprender la enseñanza de Tomás de Aquino sobre este punto de una manera más profunda y más precisa de la que se tiene ordinario. Cuando él dice que la razón humana descubre las regulaciones de la ley natural bajo la guía de las inclinaciones de la naturaleza humana, quiere decir que el modo mismo en que la razón humana conoce la ley natural no es el conocimiento racional, sino el del conocimiento por inclinación. Esta clase de conocimiento no es un conocimiento claro por conceptos y juicios conceptuales; es un conocimiento oscuro, no sistemático, vital, que procede por experiencia tendencial o «connaturalidad», y en el que el intelecto, para formar un juicio, escucha y consulta la especie de canto producido en el sujeto por la vibración de sus tendencias interiores.

Los herejes políticos

Hay que reconocer que el cuerpo político tiene herejes como tiene la Iglesia los suyos. Es más: san Pablo nos dice que es preciso que haya herejes, y probablemente son aún más inevitables en el Estado que en la Iglesia. ¿No hemos insistido, acaso, en el hecho de que existe una carta democrática o, más aún, un credo democrático y que hay una «fe» secular democrática? Ahora bien, ahí donde hay una fe, divina o humana, religiosa o secular, hay también herejes que amenazan la unidad de la comunidad, sea religiosa o civil. En la sociedad sacral de la Edad Media el hereje era el que rompía la unidad religiosa. En una sociedad laica de hombres libres el hereje es el que rompe «las creencias y las prácticas democráticas comunes», el que toma postura contra la libertad, contra la igualdad fundamental de los hombres, contra la dignidad y los derechos de la persona humana o contra el poder moral de la ley.

[...] La cuestión de la libertad de expresión, no es una cuestión sencilla. Es hoy tan grande la confusión sobre ella, que vemos ciertos principios de sentido común ignorados en el pasado por los adoradores de una libertad falsa y engañosa utilizados hoy de una manera engañosa y falsa para destruir la verdadera libertad. 

[...] En la discusión de cuanto se refiere a la libertad de expresión hemos de tener en cuenta una diversidad de aspectos. Por una parte, no es verdad que todo pensamiento, por el mero hecho de que haya germinado en un intelecto humano, tenga derecho a difundir en el cuerpo político.

Por otra parte, no solo la censura y los métodos policiales, sino toda restricción directa de la libertad de expresión, son el peor medio de garantizar que los derechos del cuerpo político defiendan la libertad, la carta común y la moralidad común. Porque toda restricción de esta índole viene a oponerse al espíritu mismo de una sociedad democrática: Una sociedad democrática sabe que las energías internas de la subjetividad humana, la razón y la conciencia son los más preciosos resortes de la vida política. Sabe que de nada sirve el combatir a las ideas con cordones de policías y medidas represivas (incluso lo saben los Estados totalitarios; por eso matan simplemente a sus herejes, si bien empleando poderosos medios psicotécnicos para domesticar o corromper a las mismas ideas).

Por lo demás, hemos visto que el consentimiento común que se expresa en la «fe» democrática es de naturaleza, no doctrinal, sino puramente práctica. Por consiguiente, el criterio de toda intervención del Estado en el campo de la expresión del pensamiento debe ser, él también, práctico, no ideológico: cuanto más exterior sea este criterio al contenido mismo del pensamiento, mejor será. Es demasiado para el Estado juzgar, por ejemplo, si una obra de arte presenta una cualidad intrínseca de inmoralidad (entonces condenaría a Baudelaire o a Joyce); es suficiente para él juzgar si un autor o un editor se dedica a ganar dinero vendiendo obscenidades. Es demasiado para el Estado juzgar si una teoría política es herética en relación con los principios democráticos, es suficiente para él juzgar —siempre con las garantías institucionales de la justicia y de la ley—si un hereje político amenaza a la carta democrática con actos tangibles o recibiendo dinero de un Estado extranjero para alimentar una propaganda antidemocrática. 

Antonio-Carlos Pereira Menaut (La sociedad del delirio) Un análisis sobre el Gran Reset Mundial.

¿QUÉ HA CAMBIADO?

SI FUERA POSIBLE RESUMIR estos grandes cambios en un mínimo de palabras diríamos que lo que ha habido es un impresionante desarrollo tecnológico que no ha sido acompañado por un paralelo florecimiento humano; lo cual es nuevo. Podemos añadir el alejamiento de Dios y el alejamiento de la realidad. Intentemos un desglose más detallado.

EL CAMBIO ANTROPOLÓGICO 

De los principales cambios que han tenido lugar, el antropológico es, posiblemente el que debe mencionarse en primer lugar.  El hombre moderno ha dejado de saber quién es; cada vez se conoce y se entiende menos (una iluminadora idea que el papa Wojtyla expresó muchas veces). El hombre pagano grecorromano sabía quién era; el cristiano, también; el musulmán, también; el africano de nuestros días, también; los amish y los mormones, también.

Hablando en general, el cambio antropológico tiene que ver con la percepción que el hombre tiene de sí mismo y de su lugar en el cosmos, problema ya detectado por Max Scheler en una conferencia de 1927 con ese título. En principio, ese lugar no puede cambiar por iniciativa del resto de la creación; solo el hombre puede destruirse a sí mismo. Resultado de esa auto-destitución: cuándo oyó usted por última vez hablar del hombre como medida de todas las cosas, como decía el sofista Protágoras? De esa posición rebajada en el cosmos, que Scheler detecta, al poshuamanismo, a la "inutilidad de la dignidad humana" (Macklin, Pinker u otros) o a la equiparación con every sentient being, hay alguna distancia, pero la dirección es la misma. El antropocentrismo ya es pasado pues, aunque los animales y las plantas no puedan ver al hombre sino como lo han visto desde el origen de los tiempos, es este quien está viéndose a sí mismo con otros ojos. Unos hombres que parecen haber olvidado el orden del universo y que no parecen verse a sí mismos como reyes de lo creado atribuyen a los animales sentimientos y lenguaje; imaginando los que la especie animal usaría, si pudiera expresarse, para referirse a su opresora, la especie humana. Entre ambas ven una diferencia más de grado que de naturaleza. Como siempre, esto también tiene una cara económica: hay productos para limpiar bien todos los dientes de los perros, cojines para aliviar su ansiedad, profesionales que se ocupan de las crisis de identidad de los simios y tanatorios para mascotas. Todo ello es particularmente ajeno a la tradición española: el tipo humano español está más seriamente alterado que otros; algunos se preguntan si se le debería seguir considerando propiamente español. Me atrevo a pensar que el estudiante medio español de Derecho no discute hoy el aborto, acepta la eutanasia y considera que todos los seres sintientes tienen derechos. Su contexto social es otro y -una cuestión de mayor importancia- su conjunto de trained emotions ha sido cambiado. Recientemente, una persona lamentaba en internet que alguien había matado brutalmente a su perro. El can tenía nombre humano y la persona recogía firmas en su apoyo lamentando la desaparición de su "compañero de vida", calificación que a las personas desavisadas hasta ahora nos sonaba a condolencia hacia quien acaba de quedarse viuda.

La legislación protectora de los animales, en España, pasa la frontera de lo ridículo; producto de unos legisladores obligados a aparentar que siguen siendo de izquierdas. Por otro lado, la eutanasia infantil va penetrando en varios países. Y va haciendo también algunos progresos, sin faltarles los auspicios de alguna comisión de la ONU, la posibilidad legal de relaciones sexuales con menores. No queremos decir que las personas animalistas sean partidarias de la eutanasia infantil o las relaciones con menores; solo se trata de señalar que un sistema legal en el que todo eso coexiste es causa, o efecto, o ambas cosas, de algún gran cambio antropológico conducente a la general pérdida de sentido. 

Tal mudanza antropológica, inimaginable hace bien poco, no da indicios de detenerse por el momento. Andando el tiempo, podría culminar en un mundo poshumano, transhumano (radicando a las personas sobre una base de silicio) y tal vez incluso, a falta de otro calificativo, <<posmundo>>. Por todas partes vemos deshumanización, desencarnación, <<descosificación>>. Ya no es que el mundo esté desencantado, sin nada de mágico (visión pagana), ni que ya no sea <<sacramental>> (visión cristiana); es que se desmaterializa, tanto porque se vuelve más y más virtual como porque tendemos a no tener nada material como propio. <<No tendrás nada y serás feliz>>. Esta descosificación es compatible con la cosificación del cuerpo humano, que entra a gran velocidad en las res intra commercium, por ejemplo, en el caso de la maternidad encargada o vientres de alquiler. 

El nuevo tipo antropológico es más justiciero, menos perdonador y también más serio y triste; la gente en España ahora no canta por la calle. La acedia es lo normal; poca alegría de vivir se ve. Hay <<una extraña desgana de futuro de Europa>>. Hace decenios que ha dejado de formar parte del paisaje lo que era normal desde el neolítico, los niños correteando en las calles y plazas -ya Jesús los mencionaba (Mateo, 1116)- y jugando a juegos espontáneos no diseñados para ellos por los expertos. La infertilidad y la esterilidad, que prima facie no suenan naturales ni buenas, están ahora bien consideradas; reproducirse es una irresponsabilidad. ¿Hacia qué lado nos estamos inclinando: hacia la vida o hacia la muerte?


EL MUNDO ACTUAL: ¿UN CAOS DE VIRTUDES?

[...] Es excelente solidarizarnos con los damnificados por un terremoto en las antípodas, pero nosotros tenemos que luchar más contra, por ejemplo, la mentalidad de suicidio y la plaga de soledad aquí. La solidaridad con los problemas lejanos, la preocupación abstracta por el planeta y tantas otras cosas en principio buenas podrían seguir creciendo sin que por ello dejasen de crecer la sumisión, las enfermedades mentales, la depravación personal o la alienación virtual. Estamos en 2023. Hay que contrarrestar un amplio y heterogéneo abanico de problemas con muy diferentes raíces, desde la debilidad de las relaciones interpersonales a la desestructuración social, pasando por la carencia de hábitos de leer, conservar y pensar; la falta de infancia en los niños y la madurez en los mayores, el poco aprecio por la libertad, el ir al psicólogo para todo desde niños, la sumisión de las universidades a la tecnología y la economía. Mucha gente buena no combate esto porque sus causas a priori no se presentan como algo directamente inmoral sino como avances técnicos y económicos los cuales, en principio, ellos aprueban. 

En el mundo jurídico y político, siempre hay que razonar partiendo de la realidad, no de las teorías ni del wishful thinking. Y siendo la nuestra como es —no hay otra—, los factores específicos que necesitamos fomentar hoy deberían tender a generar fuertes sentimientos y compromisos en el terreno personal y mucha independencia y espíritu crítico en el político, sin excluir —llegado el caso— la desobediencia a leyes, gobiernos y policías mientras no sean justos. Esto cada día se puede dar menos por supuesto, ni siquiera como genérica presunción iuris tantum, mientras no se demuestre lo contrario. Deberíamos así mismo fomentar que los niños jugaran a juegos infantiles espontáneos, que supiéramos predecir el tiempo mirando al cielo, que las personas entonaran juntas canciones con raíces. Deberíamos quejarnos de los impuestos aunque fueran pocos y justos (cosa aún más improbable); preguntarle las cosas a nuestra madre o abuela antes que a Google; desconfiar de los expertos, hacerse uno todo lo que pueda por sí mismo con sus manos, desmarcarse de los protocolos y falsillas que cuadriculan nuestras vidas desde que nacemos aunque no nos obliguen directamente a nada malo... Necesitamos universitarios independientes y rebeldes, como lo fueron siempre —era parte de la imagen del universitario—; padres y madres que eduquen como honradamente les parezca lo mejor para sus hijos, gente que no se fíe a ciegas de los políticos, de los medios, de la ONU, la OMS ni, últimamente —lamento tener que decirlo—, de la Unión Europea; gente que luche por lo real contra lo virtual; que defienda los cinco democráticos sentidos de todo ser humano, incluso de un analfabeto; gente que analice críticamente los pros y contras del Metaverso y ChatGPT antes de adelantar un juicio entusiasmado sobre ellos; gente que se oponga a la bancocracia y a toda imposición global autoritaria, incluso de medidas sanitarias o dietas bienintencionadas. Este mundo que amamos necesita urgentemente personas que no sean felices obedeciendo, pagando impuestos y hablando el lenguaje que le dicten, especialmente, si se lo dictan lejos. Y todo esto no es una cuestión solo de virtudes morales o de lucha contra el mal moral más obvio (aunque también, e incluso en primer lugar).

Esta es la razón de que —repitamos— los muchos avances y aspectos positivos existentes en nuestros días no tiendan a solucionar nuestros problemas. Tendieron a solucionar otros, como hemos dicho, pero no —o no mucho— los nuestros; incluso podrían haberlos empeorado. No contrarrestan, o insuficientemente, la estructura de deshumanización; no corrigen los problemas señalados por Lewis, Anders, B.C. Han y otros. China redujo mucho la pobreza material (que no es la única) mientras avanzaba en la punta de lanza de la deshumanización. 

César Antonio Molina Sánchez (¿Qué hacemos con los humanos?) Por qué los robots, la inteligencia artificial y los algoritmos representan una amenaza para la supervivencia del ser humano.

[...] ¿Estamos ante un apocalipsis digital? ¿Estamos en los prolegómenos de nuestra aniquilación y la de nuestro mundo? En este desenfrenado desarrollo científico y tecnológico, ¿perderá su sentido nuestra herencia espiritual, tanto como si no hubiera existido? ¿O estamos frente aquello que Kant denominó «eutanasia de la razón». ¿Estamos en una aceleración de la historia que nos llevará por delante? A pesar de que hoy en día, con el resurgimiento de las guerras, seguimos amenazados por el apocalipsis atómico, también se han ido añadiendo otras formas de catástrofes. ¿Esta Singularidad poshumana podría ser una de ellas? Lo que somos, según sus reglas, dejaríamos de serlo. A pesar de que Kurzweil afirma que seguiremos actuando como individuos responsables y libres, eso no está ni mucho menos garantizado.

Heidegger, contrario a la tecnología, escribió que el peligro nuclear no era lo peor, sino la explotación tecnológica de la realidad. La Singularidad nos lleva a una especie de Estado totalitario donde todos los seres humanos estarían sumergidos en una gran mente, sin individualidad, todo compartido y transparente. Žižek, en un alarde de ironía cínica, se pregunta por la posibilidad de quedarnos fuera de la Singularidad. ¿Sería posible? ¿Sería posible el mantenimiento de la individualidad y el espíritu crítico? En el libro de Kurzweil se nos da la solución. Aquellos que no se adapten a las nuevas normas serán declarados como ilegales. La Singularidad, que tiene una gran apariencia pacífica, no excluye la violencia. Una violencia que hoy en día se puede ejercer de múltiples y variadas maneras.

¿Quién pagará las pensiones del futuro? De esto siempre se habla, pero de lo que no se habla es de otra cuestión cuya gravedad es incluso mayor. ¿Qué pasará cuando la inteligencia artificial esté a pleno rendimiento? ¿Qué pasará cuando los robots nos reemplacen en un gran número de trabajos? ¿Qué pasará, como ya está pasando a suceder, cuando los algoritmos nos contraten y nos cesen de los trabajos? Ya lo decía Adorno en su Dialéctica de la Ilustración: «La idea de progreso no puede existir sin la de humanidad».

El progreso tecnológico no destruye puestos de trabajo. El aprendizaje automático, la robótica y la automatización sí. La inteligencia artificial podría acabar haciéndolo mejor. Una élite económica ganará más y tendrá más privilegios, mientras la gran mayoría de los ciudadanos, o excluidos, perderán sus empleos, sus ingresos y su dignidad. La distancia que había entre la inteligencia humana y la artificial se ha ido reduciendo muchísimo en estos últimos tiempos. Y, en cualquier momento, esta última puede sobrepasar a la primera. Ya se hacen casas prefabricadas con la inteligencia artificial e impresoras 3D. El personal que se necesita para montarlas es mínimo. ¿Vamos camino de una unión de humanos superinteligentes con los ordenadores que superen la inteligencia humana, y con robots que tienen habilidades mecánicas sobrehumanas? ¿Cómo será ese mundo? ¿Habrá una nueva especie humana híbrida que desplace al Homo sapiens? ¿Cómo se regulará la economía con muchos menos puestos de trabajo humanos, menos recursos individuales y menos consumo?

Martin Ford, en El ascenso de los robots, afirma que «a medida que los puestos de trabajo y los ingresos se van automatizando implacablemente, el grueso de los consumidores puede llegar a carecer de los ingresos y el poder adquisitivo necesarios para impulsar la demanda, fundamental para el crecimiento económico sostenido». Investigadores estadounidenses calculan que en los próximos años, quizá dentro de esta misma década o la siguiente, casi mil profesiones serán afectadas radicalmente por la inteligencia artificial. Y en el propio Estados Unidos se calcula que más de un cincuenta por ciento de los empleos desaparecerán, creando personas sobrantes. ¿Y qué haremos con ellos? ¿Pondremos en práctica aquello que se contaba en el filme de Richard Fleischer Cuando el destino nos alcance?

La inteligencia artificial tardará más o menos en imponerse, pero se impondrá en todas partes, es la conclusión generalizada de los grandes expertos a los que acude Nouriel Roubini en su libro Megamenazas, sobre las diez tendencias globales que ponen en peligro nuestro futuro. Nada quedará al margen, tampoco las actividades creadoras de cultura. No hace mucho escuché la décima sinfonía de Mahler completada por un ordenador y era un horros. Pero los gustos cambian y quién sabe si dentro de no mucho tiempo los espectadores prefieran este atrevimiento al resto de la sinfonía inacabada del maestro vienés. La Orquesta Sinfónica de Londres (y a estas alturas no creo que sea la única) ha interpretado varias piezas creadas por la inteligencia artificial. Dentro de no demasiado tiempo esta música estará en lo alto de las listas de discos más vendidos o escuchados; así como las novelas escritas de la misma manera llegarán a la lista de los bestsellers, que, dado los títulos que hay ahora, tampoco requerirán para superarlos un gran esfuerzo. A estas alturas hay que estar preparados para todo. Roubini cita a Calum Chace, crítico de libros de la revista Forbes, quien observó la empatía robótica en A World without Work, de Daniel Susskind: «No podemos confiar en que los trabajos que requieren capacidades afectivas estén siempre reservados a los humanos; las máquinas ya pueden saber si estás contento, sorprendido, triste o alegre». Y lo pueden saber por las expresiones faciales, por la manera de caminar o de escribir. La inteligencia artificial avanza a marchas forzadas e irá transformando a la sociedad aún más de lo que lo está haciendo ahora.

En La genealogía de la moral, Nietzsche escribió: «Cada paso adelante se hace a costa del dolor mental y físico de alguien». Isaac Asimov, en el relato «El círculo vicioso» (1942), describió tres características esenciales que debería tener en cuenta un ordenador: no herir a una persona, obedecer las órdenes de los humanos y, por último, protegerse él mismo, pero cumpliendo las dos primeras condiciones. Más de ochenta años después, la robotización supone un riesgo existencial para humanidad, según el investigador Matthew Scherer. Incluso de habla se robots asesinos y hay una nutrida lista de personas fallecidas por el mal funcionamiento de estas máquinas. Muchos trabajos siguen haciéndolos los seres humanos. Walmart (la cadena norteamericana de grandes almacenes de descuento) despidió en el año 2020 a los robots de inventario porque «los humanos pueden escanear los productos de forma más sencilla y eficiente que las máquinas gigantes». 

Los ordenadores cada vez se confundirán con los humanos. En el año 1968, Kubrick lo representaba en su película 2001, Una odisea del espacio. El ordenador Hal 900 era sospechoso, era una especie de antropomorfo. Manifestaba raciocinio propio y sentimientos. Incluso llega a afirmar que la misión «es demasiado importante para mí como para permitir que la pongáis en peligro». El israelí Yuval Harari, autor de Homo Deus, plantea la unión del Homo sapiens con la inteligencia artificial y con una descendencia superinteligente. Para él, el Homo sapiens está acabado, como le pasó al Homo erectus, al Homo habilis y otros humanos primitivos desaparecidos. Harari habla del Homo Deus unido a las máquinas: más inteligente, fuerte e inmortal. Y este mismo autor afirma que la cuestión más importante de la economía del siglo XXI, como ya hemos comentado, bien podría ser qué hacer con toda la masa sobrante. ¿Qué harán los humanos conscientes una vez que tengamos algoritmos no conscientes altamente inteligentes que puedan hacer casi todo mejor?

La inteligencia artificial es ¿amiga o enemiga? ¿Es de derechas o de izquierdas? ¿Sustituirán los algoritmos de autoaprendizaje a las funciones más humanas, incluso los programadores, que puedan crear las industrias del futuro? Todavía es pronto para afirmar algo con rotundidad, pero un gran cambio se llegará a producir. 

Éric Sadin (Hacer disidencia) Una política de nosotros mismos

GRANDEZA Y LÍMITES DE LA CRÍTICA AL CAPITALISMO

Si los amontonásemos uno sobre otro, llegaría de la Tierra a la Luna. Desde hacía mucho tiempo su producción era abundante, pero se intensificó notablemente a comienzos de los años 2000. En aquel momento, cierto pensamiento crítico empezó a virar hacía un régimen completamente distinto y proliferó la literatura anticapitalista. No había día en que no descubriéramos un montón de nuevas publicaciones, al tiempo que nacían, principalmente en Europa y en América del Norte y del Sur, nuevas editoriales dedicadas a estos temas. El anticapitalismo adquiría una dimensión libresca desconocida hasta entonces. No era un simple azar, por supuesto, sino el resultado de un conjunto de factores que favorecieron esos fenómenos. Era el supuesto advenimiento del «fin de la historia», tras la caída del muro de Berlín en 1989. El mundo llamado «libre» había ganado la batalla al comunismo autoritario; era el momento de un capitalismo radiante, que se extendía sin obstáculos por toda la superficie de una Tierra que se había vuelto «plana». Y era mucho más plana, o «lisa», porque se organizaba una red global que, según se decía, uniría a los individuos, pero sobre todo haría surgir una «nueva economía» basada en la circulación ininterrumpida de informaciones, de capitales y de lógicas de innovación que pretendían facilitar los intercambios directos y suprimir todos los organismos intermediarios. Era, al aproximarse el año 2000 y los fuegos artificiales que se anunciaban grandiosos, el tiempo de un comercio sin límites, destinado a reconciliar a las naciones y del que todos podían obtener el mayor beneficio en pie de igualdad.

[...] Se publicaron montañas de libros, de calidad desigual. Analizaban los efectos perversos de una competencia económica que operaba ya a escala global, la generalización de una gestión empresarial implacable, la constitución de gigantescos grupos que imponían sus leyes y empleaban métodos sofisticados de lobbying, el desmantelamiento de los servicios públicos y de los mecanismo de solidaridad y el apoyo al sostenimiento de este movimiento por parte de organizaciones internacionales recién constituidas. Todos estos textos llenaban los estantes de las librerías: los comentaban los lectores, y algunos medios, en las universidades. La crítica al capitalismo se había convertido casi en una disciplina de pleno derecho, con sus coloquios, sus encuentros informales y también sus gurús. Al principio Viviana Forrester y su libro inaugural El Horror económico, publicado en 1996, Noam Chomsky, Naomi Klein, Alain Badiou, Toni Negri y Giorgio Agamben, antes de que aparecieran, en un segundo momento, Slavoj Žižek, David Graeber, Mark Fisher o Frédéric Lordon, entre otros. Pero no se trataba únicamente de un fenómeno intelectual, en la medida en que estaba en consonancia con muchas experiencias diarias individuales y colectivas, hasta que, mucho más tarde, la crisis del COVID vino a confirmar la agudeza de muchas de estas posturas.

[...] Vista la rapidez de los cambios que se están produciendo, propiciados sobre todo por descarnadas potencias técnico-económicas, debemos ser plenamente de nuestro tiempo. No para estar a la última moda, sino para tratar de captar los decisivos desafíos contemporáneos en el momento en que se forman y abordarlos seriamente. Y lo que podemos decir es que todos estos trabajos bibliográficos, en los albores de los años 2000, ignoraron por completo el principal problema de la época: la aparición de un continente que iba a modificar a gran velocidad las reglas de la producción de valor, de los intercambios comerciales, de las lógicas de destrucción creadora, de las relaciones habituales entre economía y Estados... A causa de una ruptura histórica: la aparición de Internet y del proceso de digitalización de la sociedad, que pronto sería total. Hechos de repercusiones incalculables, que habían sido entonces ostensiblemente ignorados, mientras se mantenían esquemas de pensamiento que estaban desconectados de una realidad que se estaba creando, y que a sus espaldas se habían vuelto repentinamente inoperantes o habían envejecido seriamente. En este sentido, en el actual siglo XXI ya bastante avanzado, el papel de un intelectual debería consistir no tanto en instruir a las masas, hasta el punto de transmitirles la buena nueva desde su torre de marfil, como en comprender los fenómenos que se están gestando, para hacer sonar la alarma en caso de necesidad con argumentos y conciencia. De ahí que, más que desear doblegar quiméricamente la realidad a su visión, es más oportuno afirmar, como dice Arthur Rimbaud, que «hay que ser vidente, hacerse videntes». Walter Benjamin que, muy a pesar suyo, sabía mucho de hechos decisivos ocurridos casi sin avisar, también afirmaba: «La videncia es la visión de lo que se está gestando: percibir exactamente lo que ocurre en el mismo instante en más decisivo que conocer el futuro lejano por adelantado».

No fue hasta mucho más tarde, a mediados de la década de 2010, cuando surgió una crítica de la industria digital. Sin embargo, esta crítica se centraba mayoritariamente en cuestiones sin duda importantes, pero no esenciales. Se empezó a denunciar la astucia de las grandes corporaciones para organizar hábiles montajes con la finalidad de eludir el pago de impuestos en los países donde operaban, las lógicas de innovación muy perturbadoras para muchas profesiones o el saqueo de datos personales. O a atacar recientemente al 5G, que en realidad es un hecho menor, pero que cristaliza ahora todo rechazo, aunque, excepto la mayor velocidad de transferencia de datos y la posible intensificación de las ondas electromagnéticas, no hay nada nuevo bajo el sol. ¿Por qué no se produjo la misma reacción cuando se introdujo el 4G a principios de la década de 2010, en el momento del auge de los smartphones y el consiguiente crecimiento de la economía de los datos y de las plataformas? Como si para ver formas de movilización hubiera hecho falta llegar a la «plataforma 5», que no es más que la continuidad de un movimiento iniciado hace años y que se ha ido consolidando. Podríamos incluir estos comportamientos en la categoría de «histérisis», que es el principio por el cual una causa produce un efecto retardado en el tiempo cuando las coordenadas iniciales que lo produjeron ya casi han desaparecido, o han adquirido tal dimensión que ha modificado la naturaleza del fenómeno con el que se ha metamorfoseado y ha sido sustituido por otro, más decisivo, que no llegamos a percibir, porque seguimos fijados a representaciones ya obsoletas que nos impiden ver lo que tenemos delante. Como Shoshana Zuboff, por ejemplo, que cree descubrir un «capitalismo de vigilancia», según un esquema que se remonta a los años 2000. El que había puesto frente a frente, por un lado, instancias que pretendían construir dispositivos panópticos masivos pero imperceptibles y, por otro, personas sometidas a un nuevo tipo de procedimientos de control que, por una serie de razones, se han debilitado. Nuestro tiempo, en contra de la creencia popular, ya no es el de una vigilancia digital generalizada, sino el de un modelo técnico-económico civilizacional que pretende dirigir los comportamientos, en buena parte con nuestro consentimiento, a fin de instaurar una mercantilización total de nuestras vidas y una hiperoptimización a la larga de todos los sectores de la sociedad. 

John Gray (Perros de paja) Reflexiones sobre los humanos y otros animales

CONTRA EL CULTO A LA PERSONALIDAD

De creer a los humanistas, la Tierra, con su amplísima variedad de ecosistemas y formas de vida, no valió nada hasta que los seres humanos aparecieron en escena. Su valor, pues, es solamente una sombra proyectada por los deseos o las elecciones de los humanos. En consecuencia, solo las personas tienen algún tipo de valor intrínseco. Entre los cristianos, el culto a la persona es perdonable. A fin de cuentas, para ellos, todo lo que tiene valor en el mundo emana de una persona divina a cuya imagen están hechos los seres humanos. Pero en cuanto renunciamos a esa presuntuosidad cristiana, la idea misma de persona deviene sospechosa.

Una persona es alguien que cree escribir su propia vida a través de sus decisiones. Pero la mayoría de los seres humanos no han vivido nunca así. Tampoco es ese el modo en el que quienes han tenido las mejores vidas se han visto a sí mismo. ¿Acaso los protagonistas de la Odisea o de la Bhagavad-gītā se consideraban a sí mismos personas? ¿Y los personajes de los Cuentos de Canterbury? ¿Hemos de creer que los guerreros del bushidō del Japón del período Edo, los príncipes y los trovadores de la Europa medieval, los cortesanos del Renacimiento y los nómadas mongoles estaban incompletos porque sus vidas no se ajustaban al ideal moderno de autonomía personal?

Ser una persona no es la esencia de la humanidad, sino solamente, tal como la propia historia del mundo sugiere, una de sus máscaras. Las personas no son más que seres humanos que se han puesto la máscara que nos hemos ido pasando en Europa a lo largo de las últimas generaciones, y que han acabado asumiendo que era su propia cara.

JUSTICIA Y MODA

La filosofía socrática y la religión cristiana fomentan la creencia en que la justicia es atemporal. En realidad, pocas ideas son más efímeras.

La teoría de la justicia de John Rawls ha dominado la filosofía anglonorteamericana de toda una generación. Rawls trató de desarrollar en ella una concepción de la justicia que solo se sostiene cuando existen unas instituciones morales ampliamente compartidas acerca de la imparcialidad y que rehúyen en todo momento las posturas controvertidas en el terreno de la ética. El fruto de semejante modestia es una disquisición moralizante sobre creencias morales convencionales.

Los seguidores de Rawls evitan inspeccionar sus propias intuiciones morales con demasiado detenimiento. Puede que eso esté bien, después de todo. Si las examinaran a fondo, descubrirían que tienen sus propia historia, una historia que, por lo general, es bastante breve. Hoy, todo el mundo sabe que la desigualdad está mal. Hace un siglo, todo el mundo sabía que el sexo homosexual estaba mal. Las intuiciones de las personas en cuestiones de moral son tan intensas como superficiales y pasajeras.

Las creencias igualitarias sobre las que se fundamenta la teoría de Rawls son como las convenciones sexuales que, tiempo atrás, se consideraban el corazón de la moralidad: a pesar de su carácter local y su variabilidad extremas, son veneradas como la auténtica quintaesencia de la moral. A medida que la opinión convencional vaya evolucionando como suele hacerlo, al actual consenso igualitario le seguirá una nueva ortodoxia, igualmente convencida de encarnar la verdad moral más inalterable.

La justicia es un artefacto de la costumbre. Allí donde las costumbres no son estables, los dictados de la justicia quedan pronto anticuados. Las concepciones de la justicia son tan atemporales como la moda en lo concerniente a sombreros.

UNA IRONÍA DE LA HISTORIA

Uno de los pioneros de la robótica ha escrito: «Durante el próximo siglo, los robots, tan económicos para entonces como capaces, sustituirán a la mano de obra humana de manera tan generalizada que la jornada laboral media tendría que caer hasta niveles cercanos a cero para que todo el mundo pudiera mantener su empleo».

La visión del futuro de Hans Moravec puede estar mucho más próxima de lo que creemos. Las nuevas tecnologías están desplazando con rapidez al trabajo humano. La «infraclase» de los desempleados permanentes es el resultado, en parte, de una educación deficiente y de unas políticas económicas equivocadas. Pero no deja de ser cierto que cada vez son más las personas económicamente innecesarias. Ya no es inconcebible que en el plazo de unas pocas generaciones la mayoría de la población pase a tener un mínimo (o nulo) papel en el proceso de producción.

El efecto principal de la Revolución Industrial fue el alumbramiento de la clase obrera. Esta fue posible como consecuencia no tanto de los desplazamientos desde el campo hacia las ciudades como de un crecimiento masivo de la población. En la actualidad, hay ya en marcha una nueva fase de la Revolución Industrial, pero esta tiene todos los visos de convertir en superflua a buena parte de esa población.

En la actualidad, la Revolución Industrial, que tuviera su inicio en las ciudades del norte de Inglaterra, es ya mundial. El resultado ha sido la expansión demográfica global actual. Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías están despojando sistemáticamente a la fuerza de trabajo de todas las funciones que la Revolución Industrial había creado para ella.

Las economías cuyas tareas centrales sean llevadas a cabo por máquinas solo valorarán el trabajo humano cuando este sea insustituible. Como escribe Moravec: «Hay muchas tendencias en las sociedades industrializadas que presagian un futuro en el que los seres humanos serán sustentados por las máquinas de la misma manera que nuestros antepasados vivían gracias al sustento que les proporcionaba la vida salvaje». Lo cual, según Jeremy Rifkin, no implica necesariamente un desempleo masivo. Nos aproximamos, más bien, a una época en la que, en palabras de Moravec, «casi todos los seres humanos trabajaremos para divertir a otros seres humanos».

En los países ricos, ese momento ya ha llegado. Las antiguas industrias han sido exportadas al mundo en vías de desarrollo. En sus países de origen, se han desarrollado nuevas ocupaciones, que han sustituido a las de la era industrial. Muchas de ellas satisfacen necesidades que, en el pasado, habían sido reprimidas o disimuladas. Ha surgido una economía próspera de psicoterapeutas, religiones de diseño y boutiques espirituales. Pero detrás de todo ello se esconde también una ingente economía gris de industrias ilegales que proporcionan drogas y sexo. La función de esta nueva economía, tanto la legal como la ilegal, es entretener y distraer a una población que, aunque esté ahora más ocupada que nunca, tiene la secreta sospecha de que sus esfuerzos no sirven para nada.

LA DISCRETA POBREZA DE LA ANTIGUA CLASE MEDIA

La vida burguesa se basaba en la institución de la profesión: una trayectoria que se recorría a lo largo de una vida laboral. En la actualidad, los oficios y las ocupaciones están desapareciendo. Pronto nos resultarán tan remotos y arcaicos como las jerarquías y los estamentos medievales.

Nuestra única religión real es la fe superficial en el futuro, pero no tenemos ni la más remota idea de lo que este nos deparará. Solo los irresponsables incorregibles siguen creyendo en la planificación a largo plazo. Ahorrar equivale a jugársela, y las carreras profesionales y las pensiones son auténticas loterías. Los pocos que son realmente ricos tienen las espadas bien cubiertas. La plebe -el resto de nosotros- vive al día.

En Europa y Japón, todavía pervive la vida burguesa. En Gran Bretaña y Estados Unidos, ya no es más que material para parques temáticos. La clase media es un lujo que el capitalismo ya no se puede permitir.

MIL MILLONES DE BALCONES ORIENTADOS AL SOL

Los días en que la economía estaba dominada por la agricultura quedaron atrás hace tiempo. Los de la industria casi han tocado a su fin. La vida económica ya no está orientada principalmente a la producción. ¿Y a qué se orienta, entonces? A la distracción.

El capitalismo contemporáneo es un prodigio de productividad, pero lo que lo impulsa no es la productividad en sí, sino la necesidad de mantener a raya el aburrimiento. Allí donde la riqueza es la norma, la amenaza principal es la pérdida del deseo. Ahora que las necesidades se sacian tan rápido, la economía ha pasado a depender de la manufacturación de necesidades cada vez más exóticas.

Lo que es nuevo no es el hecho de que la prosperidad dependa del estímulo de la demanda, sino que no pueda mantenerse sin inventar nuevos vicios. La economía se ve impulsada por el imperativo de la novedad perpetua, y su salud depende ahora de la fabricación de transgresión. La amenaza que la acecha a todas horas es la superabundancia (no de productos físicos, sino también de experiencias que han dejado de gustar). Las experiencias nuevas se vuelven obsoletas con mayor rapidez que las mercancías físicas.

Los adeptos a «los valores tradicionales» claman contra el libertinaje moderno. Han preferido olvidar lo que todas las sociedades tradicionales comprendían bien: que la virtud no puede sobrevivir sin el consuelo del vicio. Más concretamente, no quieren ver la necesidad económica de nuevos vicios. Las drogas y el sexo de diseño son productos prototípicos del siglo XXI. Y no porque, como dice el poema de J.H. Prynne,

...la música
los viajes, el hábito y el silencio no son más que dinero

(que lo son), sino porque los nuevos vicios sirven de profilaxis contra la pérdida de deseo. El éxtasis, la Viagra o los salones sadomasoquistas de Nueva York y Fráncfort no son simples materiales de placer. Son antídotos contra el aburrimiento. En una época en la que la saciedad es una amenaza para la prosperidad, los placeres que estaban prohibidos en el pasado se han convertido en materias primas de la nueva economía.

Puede que, en el fondo, seamos afortunados encontrándonos, como nos encontramos, privados de los rigores de la ociosidad. En su novela Noches de cocaína, J.G. Ballard describe el Club Náutico, un enclave exclusivo para ricos jubilados británicos en la localidad turística española de Estrella de Mar:

La arquitectura blanca que borraba la memoria; el ocio obligatorio que fosilizaba el sistema nervioso; el aspecto africano, pero de un África del Norte; la aparente ausencia de cualquier estructura social; la intemporalidad de un mundo más allá del aburrimiento, sin pasado ni futuro y con un presente cada vez más reducido. ¿Se parecería esto a un futuro dominado por el ocio? En este reino insensible, en el que una corriente entrópica calmaba la superficie de cientos de piscinas, era imposible que pasara algo.

Para conjurar la entropía psíquica, la sociedad recurre entonces a terapias poco ortodoxas:

Nuestros gobiernos se preparan para un futuro sin empleo. [...] La gente seguirá trabajando, o mejor dicho, alguna gente seguirá trabajando, pero solo durante una década. Se retirará al final de los treinta, con cincuenta años de ocio por delante [...]. Mil millones de balcones orientados al sol.

Solo la emoción de lo prohibido puede aliviar un poco la carga de una vida de ocio:

Solo que una cosa capaz de estimular a la gente [...]: el delito y la conducta transgresora. Es decir, las actividades que no son necesariamente ilegales, pero que nos invitan a tener emociones fuertes, que estimulan el sistema nervioso y activan las sinapsis insensibilizadas por el ocio y la inactividad.

[...] Actualmente, las nuevas tecnologías son las que nos proporcionan las dosis de locura que nos mantienen cuerdos. Cualquier persona que se conecte en línea tiene a su disposición una oferta ilimitada de sexo y violencia virtuales. Pero qué ocurrirá cuando ya no nos queden más vicios nuevos? ¿Cómo se podrá poner coto a la saciedad y a la ociosidad cuando el sexo, las drogas y la violencia de diseño dejen de vender? En ese momento, podemos estar seguros, la moralidad volverá a estar de moda. Puede que no estemos lejos del momento en el que <<la moral>> se comercialice como una nueva marca de transgresión. 

Gray, John (El silencio de los animales) Sobre el progreso y otros...
Gray, John (La comisión para la inmortalidad) La ciencia y la extraña...
Gray, John (El alma de las marionetas) Un breve estudio sobre la...
Gray, John (Misa negra) La religión apocalíptica y la muerte de la utopía

Roberto Esposito (Inmunidad común) Biopolítica en la época de la pandemia

Filosofía de la inmunidad

La relación entre inmunología y filosofía está establecida desde hace tiempo como lo atestiguan los estudios cada vez más numerosos sobre el asunto. Además, sería extraño que una disciplina como la inmunología, que gira entorno a los conceptos de identidad y alteridad, propio y común, conservación y evolución, no se refiriera a autores y textos filosóficos. Y, de hecho, referencias a Platón y Aristóteles, a Locke y Leibniz, a James y Husserl —por no hablar de Darwin, Nietzsche y Foucault— están a la orden del día en la discusión entre historiadores y teóricos de la inmunidad biológica. La filosofía es tomada en consideración por la inmunología y los filósofos recurren a su vez al paradigma inmunitario. Pero en este aspecto no se trata solo de pensar la inmunología filosóficamente, sino de ver la filosofía desde el punto de vista de la ciencia inmunológica. Lo requiere la importancia no solo epistemológica —la que atañe a las ciencias cognitivas— sino también la ontología de la categoría de inmunidad. Desde el momento en que la comunidad, entendida como relación constitutiva entre los seres humanos, ha devenido tema indispensable de la reflexión filosófica contemporánea, es natural que su otra parte inmunitaria sea aceptada con igual interés. No solo como un contenido entre otros, sino como paradigma interpretativo de esa época moderna que ha visto cómo asumía una importancia cada vez mayor. 

[...] Pero la elaboración del paradigma inmunitario, por parte de Nietzsche, no se limita a identificar esta contradicción. Esta penetra también en el interior de su léxico, desde el inicio proclive a asumir una tonalidad biológica y médica en particular. El remedio inmunitario es semejante a un medicamento que sirve para contrarrestar una enfermedad incurable porque coincide con la misma fuerza vital: «La enfermedad más grave que padecen los seres humanos tiene su origen en la lucha contra las enfermedades: a largo plazo, los presuntos remedios ocasionan consecuencias peores que las que trataban de evitar». Aquí se capta el carácter antinómico del mecanismo inmunitario. Reaccionando a la acción del mal, sin poder eliminarlo, la inmunización se queda en un plano subalterno, acabando por expresarse en su mismo lenguaje. Al tratar de negarlo —o más bien de repudiarlo— el dispositivo inmunológico habla el mismo vocabulario que quisiera impugnar, juega en el campo del enemigo que con gusto derrotaría, para acabar finalmente derrotado. Sustituye una plenitud —el mal original— por un vacío, una fuerza por una debilidad, un más por un menos. De este modo debilita la fuerza, pero al mismo tiempo fortalece la debilidad. En términos médicos, el cuerpo produce antígenos para activar sus propios anticuerpos, pero, al hacerlo, se arriesga a sucumbir por el veneno que él mismo se inyecta. Es lo que, en la economía de la salvación, hace el pastor de almas, con su rebaño enfermo: «trae consigo ungüentos y bálsamos, no hay duda; mas para ser médico tiene necesidad de herir antes; mientras calma el dolor producido por la herida, envenena al mismo tiempo esta». Si el fármaco utilizado tiene la misma sustancia que el virus que se pretende combatir —como en la práctica de la vacunación— se mantiene dentro del círculo de la enfermedad, potenciando sus efectos agresivos. Por supuesto, como es sabido, para que la vacunación funcione no debe superar una determinada dosis. Pero el problema planteado por Nietzsche se refiere a la lógica del procedimiento inmunitario. Si es la vida misma la que está enferma, y con ella el hombre que la vive, cualquier fármaco diseñado para mantenerla tiene, como cualquier veneno, el sabor de la muerte. 

La punta de la crítica nietzscheana, antes dirigida contra sacerdotes y salvadores, ahonda en el cuerpo mismo de la civilización moderna. El proceso de civilización, del que la Modernidad constituye el resultado provisional, conlleva consecuencias estructuralmente antinómicas. Por un lado, agiliza la vida, alejándose de los riesgos mortales que la amenazan, Por otro, precisamente así la debilita. Es justamente la obsesión por la duración —por la conservación— lo que impide su desarrollo, condenándola a la insolvencia. Querer separar —como hace la ideología moderna— ser y devenir del cuerpo vivo inmoviliza su vida, que está siempre en devenir.: «lo que es útil para la duración del individuo podría ser desfavorable para su fortaleza y su esplendor, lo que conserva al individuo podría al mismo tiempo fijarlo y detenerlo en la evolución». Conservar no rima con desarrollar. Uno es lo contrario de los otro y a la inversa. Lo que impulsa a la Modernidad hacia la deriva nihilista es la incomprensión de este contraste: la pretensión de «conservar» el desarrollo, sin darse cuanta de que así lo impide. Limitándonos a sobrevivir, la vida se niega a sí misma, cediendo a aquella misma negación que quería controlar. Por otro lado, si el mal no fuera frenado por el aparato inmunitario que la Modernidad ha puesto en marcha, seguiría creciendo rampante, llevado al extremo por el flujo ciego de una vida que no conoce límites.

Toda la obra de Nietzsche es una manifestación de este drama —de la imposibilidad de la dialéctica que todavía en Hegel conseguía la afirmación positiva de la tensión productiva con lo negativo—. Ahora esa posibilidad queda excluida por la fractura que parece engullir toda medicación. La vida no puede ser ni frenada en su impulso expansivo ni proyectada más allá de sus propios límites. En todo caso está destinada a destruirse —de manera explosiva o implosiva—. Por la fuerza o por la debilidad. A través de la enfermedad o de la medicina. La única oportunidad, quizá aún abierta, de salvar al organismo de su disolución no es sustraerlo a la enfermedad, sino asumir esta como tal —en su aspecto movilizador, innovador y productivo— sin contraponerle una idea mítica de salud perfecta: «No existe una salud en sí y todos los intentos para definir una cosa semejante han dado un resultado lamentable». No solo porque nunca ha sido claro qué significa realmente salud y, por lo tanto, enfermedad, sino porque una es inseparable de la otra. La enfermedad no es lo contrario de la salud; en todo caso, parece ser su reverso, su cara en la sombra. O, mejor aún, su presupuesto. Sin la primera, no existe la segunda: «Por fin quedó al descubierto claramente la gran pregunta de si podríamos prescindir de la enfermedad, incluso para el desarrollo de nuestra virtud, si especialmente nuestra sed de conocimiento, de autoconocimiento no necesitaría del alma enferma tanto como el alma sana». Por eso los griegos adoraban la enfermedad como a un dios, siempre que fuera potente. La salud no es un bien en sí. Ni tampoco lo es para siempre. Solo lo es si constituye el tránsito benéfico entre dos estados de enfermedad. Más que una posesión, es una adquisición, tal que «uno no solo la tenga, sino que además continuamente la adquiera y tenga que adquirirla porque cada día la entrega de nuevo y tiene que entregarla». 

Rob Riemen (El arte de ser humanos) Cuatro estudios

Salvar la razón

[...] Husserl no se murió. sino que se durmió profundamente, ahora sin soñar. Pero sólo le quedaban unas cuentas semanas de vida, como temía. Lamentablemente, su condición no le permitió terminar el que sería su libro más importante. Sin embargo, ya había explicado a grandes rasgos cómo quería salvar la razón y así curar la enfermedad de Europa. Fue tres años antes, el 7 de mayo de 1935, cuando la Unión Cultural de Viena lo invitó a pronunciar un discurso en una sala del Museo de Austria sobre: la filosofía en la crisis de la humanidad europea. 

Husserl inicia su charla estableciendo el hecho político más importante, cuyas consecuencias nadie puede prever completamente: las naciones europeas están enfermas, Europa está en crisis. Continúa con una pregunta tan incómoda como atinada: ¿por que las ciencias naturales saben encontrar soluciones efectivas a los problemas de la física, pero las humanidades, con la filosofía en primer lugar, no son capaces de curar la mente enferma de la sociedad europea? Y otra pregunta incómoda: ¿ no será que las humanidades, además de ser incapaces de curar la profunda crisis de la civilización europea, son, en parte, culpables de esa misma crisis?

Husserl no lo dice explícitamente, pero su audiencia comprende a lo que apunta. Si las humanidades son cómplices del ascenso del fascismo, del comunismo, el nacionalsocialismo y el capitalismo que destruyen todos los valores espirituales, no ha de extrañarnos que muchos intelectuales sean servidores entusiastas del totalitarismo, incluido el de Mammón.

Europa y los académicos europeos deberían sentir vergüenza, ya que es precisamente este continente el que vio nacer la filosofía. Mejor dicho: la filosofía original, es decir, la filosofía que todavía es una ciencia universal, que sin el influjo de opiniones, prejuicios y tradiciones investiga el conjunto de la realidad para que logremos ser completamente humanos, apoyada en el Logos y la Razón trascendental. Porque el ser humano es una criatura incompleta, algo le falta. Los que realmente piensan, a diferencia de los que forman parte de la masa, siempre se preguntarán: ¿quién soy?, ¿cómo puedo realizarme? El hombre-masa no necesita hacerse estas preguntas: dejan de tener sentido para los que fueron absorbidos por el espíritu colectivo. Pero para los que piensan son preguntas pertinentes: una tarea espiritual, la búsqueda de una verdad metafísica y de los valores espirituales que el individuo debe incorporar para poder vivir con dignidad.

Ante su atenta audiencia, Husserl afirma que el objetivo original de la filosofía es elevar la mente humana al nivel de esta verdad meta-física, de estas ideas y valores que van literalmente más allá de lo físico, a fin de transformar la humanidad y, elevándola, renovada radicalmente para que, consciente de lo que es valioso, asuma la responsabilidad por ella misma y por el mundo natural en el que le ha sido otorgado vivir. Y esta crisis del espíritu europeo tiene su origen en un racionalismo equivocado. El racionalismo de la Ilustración fue un error: no sólo produjo académicos que se perdieron en un intelectualismo y un esnobismo desconectados de la realidad, sino que, mucho peor, nos hizo perder, como sociedad, la conciencia de nuestra relación con la Razón transcendental, el Logos de los filósofos griego. En cambio, es exactamente ahí, en la verdad metafísica, donde podemos encontrar la imagen de los seres humanos que debemos ser: los valores espirituales y morales que debemos asumir para lograrlo. Esos valores no se verifican empíricamente, no podemos encontrarlos en la realidad cotidiana; superar ese nivel. Las ciencias fácticas no pueden mostrarnos dichos valores y significados, ya que van más allá de los hechos. Pero es la filosofía, la original, la que nos puede ayudar a esta tarea espiritual. Constantemente nos obliga a mirarnos en ese espejo crítico que desenmascara cualquier autoengaño. Pero lamentablemente ya no existe esa filosofía. Ahora sólo hay ciencias fácticas, que nada pueden decirnos sobre nuestra ansiedad fundamental. En nuestro mundo nos encontramos en medio de los escombros de una razón que las ciencias exactas y la filosofía positiva han reducido a una anti metafísica; un naturalismo y un objetivismo despojados de todo significado universal, carente de un lenguaje capaz de crear y dar vida.

La humanidad quedó huérfana en relación con la Naturaleza y está destruyéndose consciente y deliberadamente, sin ninguna noción del valor que posee. La humanidad, que alguna vez fue la corona de la creación, ha quedado reducida a una masa errante, desalmada, dominada por demonios. Lo que quedó es una sociedad llena de tedio y sensacionalismo, a causa de la falta de sentido que cultivar; una sociedad llena de ignorancia, por la estupidez que cultiva, y llena de conformismo, a causa de la ideología utilitaria que cultiva.

En el epílogo de su conferencia en Viena, Husserl vaticina que esta crisis de la civilización tiene sólo dos desenlaces posibles: o bien el ocaso de Europa, el descenso a la barbarie porque el continente no sabe reparar su razón, su brújula moral; o bien una Europa que renace, fruto del espíritu de la filosofía y gracias al heroísmo de una razón que derrota al naturalismo de una vez pos todas. Pero esto sólo es posible, advierte a modo de conclusión, si Europa supera su desidia y se atreve a luchar por la mente humana; por la razón que conoce su vínculo con el Logos, la Razón de los primeros griegos. Termina alentando al público con una afirmación que suena a grito de guerra: "¿Porque sólo el espíritu es inmortal!"

Husserl es sepultado el 29 de marzo de 1938. Un solo amigo, colega suyo en la facultad de Filosofía de Friburgo, la universidad donde apenas hacía una década Husserl era el filósofo más influyente de Alemania, se anima a asistir al sepelio de su antiguo tutor. 

Sólo el espíritu es inmortal, pero el espíritu en Alemania y Europa está muerto. El orden mundial de la mentira y la estupidez victoriosa, en cambio, está más vivo que nunca...

El lema de la historia

No han cambiado mucho las cosas. El orden mundial de la mentira y la estupidez victoriosa siguen vigentes. No debería sorprendernos, porque también pululan las larvas de la desolación de no saber y del fanatismo del saber único. Y si hay algo que nos enseña la historia, esa que Cicerón nos presentó con orgullo como nuestra magistra vitae, la tutora de nuestras vida, es que justamente no aprendemos las lecciones de la historia, sencillamente porque no la conocemos. No tenemos memoria, y por eso la estupidez puede seguir triunfando.

Hace mil novecientos años, el 24 de abril del año 121, nació Marco Annio Vero, que tiempos después sería conocido como el emperador Marco Aurelio. Era el hijo adoptivo del emperador Adriano. Si bien lo reclamaban todos esos asuntos con los que el monarca del Imperio romano tenía que lidiar; y todas esa batallas en que tenía que combatir. Marco Aurelio siempre fue un pensador que tomaba notas sucitas, estrictamente privadas, de sus ideas; que no quería que se publicaran. Afortunadamente, sus apuntes se conservaron, y ochocientos años después después las encontró el obispo de Capadocia, un tal Aretas. Y es así como este emperador-filósofo puede seguir enseñándonos lo que sabía hace ya muchos siglos: "Pues la destrucción de la inteligencia es una peste mucho mayor que una infección y alteración semejante de este aire que está esparcido en torno nuestro. Porque esta peste es propia de los seres vivos, en cuanto son animales; pero aquélla es propia de los hombres, en cuanto son hombres".

Si nos hubiéramos familiarizado con esta sabía noción, habríamos comprendido que la lucha contra la estupidez no es menos urgente que la que se emprendió contra la pandemia del coronavirus. Pero no hemos asumido esta verdad, y la supuesta educación "superior" no sabe hacerlo, habiéndose convertido en el baluarte por excelencia de la "estupidez elevada" de Musil, un hecho lamentable del que también era consciente, hace medio siglo, Eric Voegelin.

Nació en 1901 en Alemania con el nombre de Erich Vögelin, pero se crió y estudió en Viena. Era un brillante filósofo político. En 1938, cuando la Alemania de Hitler tomó el poder de Viena, logró escapar apenas de los nazis y se refugió en Estados Unidos, donde cambió su nombre a Eric Voegelin. Cuando le preguntaron por qué prefería vivir fuera del Tercer Reich de Hitler, él que no era ni judío ni comunista, dijo tener dos motivos.

El primero: como hombre cuyo talento y pasón consisten en dedicar su vida a las ciencias sociales y políticas, está completamente de acuerdo con Max Weber, quien admira, en que el primer requisito para todo académico es la integridad intelectual. Es una cualidad que es imposible de poner en práctica en una sociedad que es dominada férreamente por una ideología, sea cual fuere el tipo de colectivismo que ésta adopte. Todas las ideologías, así como la exigencia de integrarnos a ellas, son formas de engaño intelectual que sólo pueden conducir a la destrucción y la corrupción del intelecto, porque prohíben el pensamiento autónomo, el espíritu crítico, la autocrítica y la duda. 

Su segundo motivo: Le repugna que se mate a personas por mera diversión: "Es una diversión que consiste en adjudicarse una pseudoidentidad al tener vía libre para matar impunemente a quien sea, una pseudoidentidad que hace las veces de reemplazo de un yo humano que se ha perdido.

Después de un par de décadas en Estados Unidos, Voegelin se convirtió en uno de los filósofos políticos más brillantes del siglo XX. Con asombrosa erudición y un dominio de idiomas admirable (aparte de alemán, inglés, francés, italiano, latín y griego también sabía hebreo y chino) dedicó los cuarenta años que iban a quedarle a penetrar en las causas y las consecuencias sociopolíticas del nihilismo europeo y la mentira hecha orden mundial. O, en términos de la pregunta que se hizo (y que nos hizo) en una conferencia en 1968: "¿Cómo podemos nosotros, los seres humanos, escapar a la mentira socialmente dominante de nuestra existencia?"

Su primera respuesta: aprendamos las lecciones de la historia. De ahí la advertencia en su libro (La crisis y el apocalipsis del hombre): "Es signo de una incomprensión fatal de las fuerzas históricas creer que un puñado de hombres puede destruir una civilización antes de que ésta haya cometido suicidio".

Su segunda respuesta, similar a la primera pero dirigida a sus estudiantes, es algo que proclamó toda su vida al inicio de cada nuevo semestre: "No hay tal cosa como un derecho a la estupidez; ni hay tal cosa como un derecho a ser iletrado; y tampoco existe el derecho a ser incompetente". 

Si Voegelin expresara estas ideas hoy en día, en su primera clase del año, muy pronto se quedaría con sólo unos pocos estudiantes entusiastas, y poco después sería despedido. Es que en las universidades la enseñanza se ha convertido en un producto, los estudiantes son clientes, y a los clientes nunca hay que dificultarles las cosas, sino que hay que mantenerlos satisfechos

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