Andoni Alonso & Iñaki Arzoz (El desencanto del Progreso) Para una crítica luddita de la tecnología

La innovación, adoptada sin reflexión, se convierte en la obligación de buscar desesperadamente lo nuevo y destruir sin contemplaciones lo antiguo, independientemente de sus propiedades y posibles beneficios. Sería por tanto innovador acabar con un Estado que regule las reglas de juego en los mercados y permitir ese «capitalismo sin fricciones» que reclamaba Bill Gates. Sería innovador que las instituciones financieras desaparecieran tragadas por otras modalidades económicas como la criptomoneda. Sería innovador que fueran las corporaciones digitales las que se encargaran de monitorizar y perseguir los delitos que cometen los individuos, como parece desear Zuckerberg; un servicio más de Facebook, en definitiva, y no demasiado complicado de implementar. Posiblemente estas propuestas resultan incómodas para la mayoría, pero se han puesto encima de la mesa, se han anunciado con seriedad. En realidad, la innovación técnica que se ha producido en los últimos años ha tenido dos niveles; uno, discreto y valioso, en algunos campos como la medicina, la agricultura y similares, y en un segundo nivel, el gran medida aterrador: una nueva manera de entender los negocios y el beneficio, basado sobre todo en la colaboración inconsciente de masas de individuos. La riqueza acumulada por la economía digital se ha conseguido a base de empeorar las condiciones laborales, evadir impuestos y extraer recursos de la sociedad en general, algo nada innovador, en el fondo, y bastante fiel a los preceptos clásicos del capitalismo industrial. Sus resultados, sin embargo, sí han deparado una innovación notable: la práctica destrucción del tejido social. Esta destrucción, a tenor de las diversas informaciones que se difunden intencionada o inadvertidamente, se celebra en los centros de innovación más importantes como el mítico Silicon Valley. La destrucción es buena porque genera nuevas oportunidades, nuevos negocios, más productividad, más crecimiento, no importa lo que se lleve por delante. El poder de transformar puede resultar tan tentador o más que el político porque, entre otras cosas, no tiene la atadura a un mínimo sentido de lo público. Uno de los síntomas de este deseo de destruir para volver a crear se encuentra en el desprecio de la historia y la tradición del pensamiento y en la arrogancia de creer que el mundo entero nace aquí y ahora con este nuevo dispositivo o esta nueva aplicación. 

La crítica ha de capturar las ideas centrales desde la cultura en la que se pone en marcha. Es claro que el momento económico actual en Occidente, etiquetado como neoliberal, es un compendio no sólo de ideas económicas sino también sociales y políticas. Ello afecta también a la producción tecnológica porque ésta resuelve problemas que se plantean en la actualidad. Con gran perspicacia, Ortega y Gasset señaló que la tecnología es producto de un estilo de vida, de toda una cultura. Si tomamos en serio este aserto, se aclaran muchas cosas, porque históricamente han existido diferentes estilos de vida que han producido diferentes tecnologías. Sin embargo, se nos dice, en un mundo global sólo cabe un estilo de vida, lo demás se arrincona como folklore o como reserva turística. La colonización de las mentalidades se convierte así en algo muy peligroso porque impide pensar en otros modos de ser. No es de extrañar que los movimientos antiglobalización de finales del siglo XX reclamaran como lema otro mundo es posible. Hay miles de ejemplos de esta colonización del imaginario social; por ejemplo, la convicción de que la autonomía y las libertades individuales son el objetivo más importante para nuestra era. Esta libertad lleva a preconizar la completa responsabilidad del individuo respecto a sus condiciones de vida, porque es él quien maneja sus «capacidades» y «potencialidades» de manera más o menos eficiente. La convivencia social sucumbe ante la actitud contemporánea de la autoadministración del yo, el self management, que se predica constantemente en nuestra sociedad. 

No debe sorprender, por tanto, que los individuos se conviertan en la fuente de datos por medio de estos dispositivos, porque se trata precisamente de eso, de tener la suficiente información para que nadie pueda escaparse a una tarea que se convierte en moral. Es obligatorio cuidarse, llevar un régimen de salud determinado, huir de los malos hábitos, buscar el equilibrio psíquico, disfrutar de la felicidad, ser activo o pro-activo —signifique este prefijo lo que signifique—, encontrar las propias recetas para la salud, etc. La tecnología se orienta entonces a dotar de aparatos y dispositivos que puedan lograr tal objetivo. Hay un nicho de mercado, una «necesidad nueva», y una muy poderosa industria entra en el ciclo de innovación y producción. 

Pero los dispositivos no son neutros en absoluto. Todos los medidores y sensores se convierten no sólo en información recabada sino en sofisticados aparatos de vigilancia. 

En Singapur, recoge Morozov, ya se ha establecido así: la salud individual concierne al Estado para que este evite cargar con la atención de los enfermos; si se puede prevenir la enfermedad, si puede atajarse y el individuo no actúa es una ofensa estatal. Ir al médico se convierte en una obligación ciudadana cuya violación puede ser sancionada con una multa. Todo el mundo tiene la obligación patriótica de estar sano para producir. La salud es una mercancía, un recurso en el que hay que invertir, evitando su devaluación, y para ello hay mil dispositivos con los que monitorizar a los empleados, en la misma estela de control que los antiguos relojes de fichar pero esta vez en un nivel mucho más profundo.

[...] La alta tecnología, la informatización de todos los aspectos de la vida económica y política, convive con la precarización. Los edificios ultratecnológicos, abarrotados de dispositivos domóticos de última generación y respetuosos con el medio ambiente, son una cara de la moneda, el aspecto higiénico y atractivo en los grandes centros financieros como Wall Street o la City londinense. Los centros fabriles tóxicos, las verdaderas fábricas de explotación —sweatshops— son la otra cara de la moneda, y ambas son fundamentales para que se desarrolle la cultura de lo barato, el «low cost». La precarización hace que los precarios dependan cada vez más de esta modalidad de lo barato y su consumo obliga, como efecto necesario, a que haya todavía más paro. 

Comprar en Amazon es un buen ejemplo de esta espiral de pobreza que se extiende no sólo a sus trabajadores sino al tejido social de las ciudades. El poder político no reacciona o, si lo hace, es tarde y mal, ante estas situaciones que minan constante e imparablemente su propia financiación. Ahora el viejo ideal de consumo responsable se vuelve más necesario que nunca para desentrañar las mentiras de la tecnología aplicada a la economía. 

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