Francesc Torralba (Mundo volátil) Cómo sobrevivir en un mundo incierto e inestable

14. El show de la solidaridad

Una de las palabras que sufren un proceso más acelerado de banalización en nuestra sociedad es el vocablo solidaridad. Convertida en espectáculo televisivo, la solidaridad pierde su significado originario y se convierte en un gesto puntual, activado por imágenes de sufrimiento emocionalmente fuertes.

La víctima digitalizada llega al comedor de casa y el telespectador responde con un gesto solidario que, generalmente, se traduce en una pequeña aportación económica. Aquí termina la solidaridad postmoderna. Más vale esto que nada -pensará el lector- pero a ese movimiento no se le puede llamar, stricto sensu, solidaridad. 

Cuando la imagen de sufrimiento se repite una y otra vez, cuando aparece machaconamente en la pequeña pantalla, ello tiene como consecuencia la insensibilidad del ciudadano, de tal modo que el emisor debe incrementar la emotividad del mensaje para conseguir el mismo efecto. Por consiguiente, debe proyectar una imagen más dura, más impactante, más cruda si cabe que, realmente, pueda hacer latir el corazón del telespectador. Y así sucesivamente, de tal modo que cuanto más se recrudece el mensaje, más insensible se vuelve el receptor. 

Esto conduce a una escalada de la emotividad que tiene como consecuencia la banalización del sufrimiento digitalizado y su metamorfosis en espectáculo de masas. El aumento de bits informativos no significa, en ningún caso, un aumento de la atención al los problemas. Estar más informado de lo que pasa en el mundo global no implica estar más atento a lo que sucede, ser más sensible a los dramas, experimentar más empatía con las víctimas. Cuando el chorro informativo es excesivo, cuando cae al vacío como una cascada que salta de lo más alto, no hay posible digestión de todo lo que se comunica. Más bien sucede lo contrario, ello conduce a una saturación que anestesia al internauta y, en cierta medida, lo lleva a relativizar los problemas.

Como consecuencia de ello, la respuesta solidaria a la víctima digitalizada es gaseosa, efímera y circunstancial. La realidad digital volatiza la gravedad de su sufrimiento y lo convierte en un espectáculo de masas. Durante un día, o menos, quizá unas horas, esa víctima tendrá la <<suerte>> de ser titular y foto en la portada de los principales periódicos digitales, ocupará un espacio de tiempo en el telediario, en la sección informativa de las cadenas radiofónicas y, luego, se desvanecerá en una novedad que llenará un hueco en la parrilla informativa, pero muy pronto esa novedad envejecerá y el consumidor necesitará una nueva información para llenar el hueco de la sección. 

El ciudadano postmoderno se cansa de lo mismo, no soporta la repetición de la misma imagen, porque le han acostumbrado a la hiperestimulación, con lo cual si el emisor no le propone nuevas víctimas, nuevas imágenes, nuevos hundimientos, se aburre y cambia de pantalla. 

Una imagen de sufrimiento eclipsa a la otra, de tal modo que no se produce un seguimiento de los dramas, sino una presentación epidérmica de estos. No hay narración, solo destellos. Los medios de comunicación de masas nos exponen un drama humano inmediatamente, sin relato, sin historia, sin biografía. Cuando todavía no hemos sido capaces de digerir la magnitud de la tragedia que está en juego, se expone otro drama de magnitudes enormes que, como una cortina de humo, oculta el primero. La consecuencia es el olvido colectivo del primer drama digitalizado. 

En la forma mentis del ciudadano postmoderno, se ignora el compromiso, la fidelidad en el tiempo, la voluntad de persistir en la erradicación del mal y, sobre todo, de sus causas. Es una solidaridad que se activa a golpe de imágenes de sufrimientos; por eso es reactiva y espasmódica. Nace por reacción y es emotiva; desconoce la persistencia en la voluntad, la atención, la focalización; por todo ello, no se puede considerar, en sentido estricto, solidaridad.

En el fondo, la solidaridad volátil es una forma de indiferencia interrumpida emotivamente por imágenes. No es una solidaridad que nace de la experiencia de sentirse sólidamente unido al sufrimiento ajeno, de una profunda y radical empatía con el destino del otro. Su origen es un pinchazo en la piel que mueve al internauta a curarse rápidamente la pequeña herida, porque teme que esa imagen acabe llegando a su corazón y lo hiera de verdad.

La antítesis de la solidaridad es la indiferencia. La indiferencia consiste en cerrar el corazón para no tomar en consideración a los otros. Es la actitud de quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda, o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás. Como consecuencia de esta actitud emerge un ciudadano atento únicamente a lo suyo y a los suyos, indiferente al grito de dolor de la humanidad. Cuando alcanza una imagen de dolor, siente mala consciencia y tiene que purgarla con una pequeña contribución económica.

Frente a la solidaridad postmoderna es fundamental reivindicar la verdadera solidaridad, que se puede definir como la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. 

La solidaridad no nace de la estimulación audiovisual, del impacto emotivo de ciertas imágenes que percibimos en la pantalla. Es una determinación libre y voluntaria que nace de la consciencia del mal que habita en el mundo, del compromiso de erradicación con los propios medios. Se caracteriza por su tenacidad y, sobre todo, por su discreción.

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