José R. Ayllón (Ética Actualizada)
Elettra Stimilli (Deuda y culpa)
ENTRE TEOLOGÍA POLÍTICA Y TEOLOGÍA ECONÓMICA
Más allá de los límites de la ciencia económica
En este sentido, para los regulacionistas, el problema no es propiamente el relativo a la cuantía de la deuda pública, porque los Estados, en efecto, no pueden no endeudarse para ofrecer servicios y favorecer el desarrollo; la cuestión está, según ellos, en que con el predominio de los mercados financieros promovidos por las políticas neoliberales se debilita el papel regulador de los Estados nacionales. Estos pasan a ser sujetos económicos entre otros muchos, agentes económicos constantemente en déficit. Como se lee en el manifiesto de los economistas aterrorizados, «los Estados, por naturaleza supuestamente derrochadores», se han sometido «a la disciplina de los mercados financieros por naturaleza implícitamente eficientes y omniscientes».
La perspectiva de los regulacionistas, aunque convincente en muchos puntos, quizá no tiene en cuenta de modo suficiente el papel activo desempeñado por los Estados en el giro neoliberal, su transformación en Estados generenciales y su participación directa en la implicación de las «empresas capitalistas» en los mercados financieros, de manera que en los últimos años hemos asistido prácticamente a una fusión entre empresas y finanzas con la participación de las mismas instituciones estatales.
Otro asunto que tal vez se subestima en la escuela de la regularización concierne al predominio de la deuda privada —origen del colapso de Estados Unidos en 2008 y de la propagación de la crisis por todo el planeta—, que ha precedido al problema de la deuda pública en los países miembros de la Unión Europea, distorsionando de alguna manera el sentido de este último o pasando tal vez definitivamente a un primer plano el papel en la vida económica. Para intentar reflexionar sobre estos puntos y profundizar en la cuestión sobre la relación entre economía y religión, de donde hemos partido, es particularmente útil una confrontación con los estudios de la Escuela de Regulación especialmente dedicados a la deuda.
R.R. Reno (El retorno de los dioses fuertes) Nacionalismo, populismo y el futuro de Occidente
Esteban Hernández (Así empieza todo) La guerra oculta del siglo XXI
Donatella Di Cesare (¿Virus soberano?) La asfixia capitalista
ESTADO DE EXCEPCIÓN Y VIRUS SOBERANO
El coronavirus se llama así debido a esa aureola característica que le rodea. Una aureola sugerente y temible, una poderosa corona. Es un virus soberano ya en el nombre. Se escapa, da rodeos, traspasa límites, pasa al otro lado. Se burla del soberanismo que habría pretendido ignorarlo grotescamente o aprovecharse de él. Y se convierte en el nombre de una catástrofe ingobernable que ha expuesto en todas partes los límites de una gobernanza política reducida a una administración técnica. Porque el capitalismo—como ya sabemos— no es un desastre natural.
Cuando se habla de «estado de excepción», se piensa en la forma en que Giorgio Agamben teorizó sobre esta fórmula en su famoso libro Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida, publicado en 1995. De él salió cambiada la filosofía política en sus términos y conceptos. La excepción es un paradigma del gobierno, incluso en la democracia postotalitaria—que mantiene así un vínculo perturbador con el pasado. De hecho, uno no puede evitar constatar todas las decisiones tomadas por urgencia, los decretos que deberían haber sido excepcionales y que, sin embargo, se han convertido en la norma. El poder ejecutivo prevarica los poderes legislativo y judicial; el Parlamento es desposeído progresivamente. Es difícil no estar de acuerdo con esta visión que describe ya la práctica política cotidiana.
Al articular su postura, Agamben recurrió a las palabras del controvertido jurista alemán Carl Schmitt: «Soberano es quien decide sobre el estado de excepción». No obstante, también acudió a las tesis de Michel Foucault y Hannah Arendt. Ambos habían reflexionado, aunque de manera diferente, sobre el gobierno en la vida de la democracia liberal.
Las opiniones difieren hoy más que nunca. Existe un neoliberalismo muy generalizado, a veces inconsciente, que ve en la democracia actual la panacea a todos los males, el sinónimo de debate público. En lugar de esto, otros ven una democracia vaciada, cada vez más formal, cada vez menos política, que, por un lado, es un dispositivo de gobernanza que procede a base de decretos, y, por otro, es una fuente de noticias que subliman al pueblo en la opinión pública.
Hablar de «estado de excepción» no significa pensar que la democracia sea la antesala de la dictadura, ni que el primer ministro sea un tirano. Significa más bien constatar por enésima vez, también en el caso de la pandemia, la legislación mediante decreto que suspende las libertades democráticas.
El poder soberano, en su síntesis cruda y extrema, es el derecho de disponer de las vidas de los demás hasta el punto de hacerles morir. Pero el «soberano» al que se hace referencia hoy no es el monarca del pasado. No es el tirano que, con su flagrante arbitrio y brutal violencia, daba muerte en el patíbulo. Sin embargo, la figura de la excepción soberana se mantiene incluso en los regímenes modernos; lo único que ocurre es que pasa a un segundo plano, se vuelve cada vez menos legible, se hunde en la práctica administrativa. Sin perder importancia política. El agente de este poder es el funcionario subordinado, el burócrata de turno, la guardia obstinada. En resumen: la institución democrática descansa, aunque sea algo inconfesable, en la excepción soberana. El viejo poder continúa operando en los intersticios y las zonas de sombra del Estado de derecho.
El monstruo dormita en la Administración—la que, por incumplimiento, cinismo, incompetencia, no ha comprado a tiempo respiradores, exponiendo fríamente a los «mayores», dejándoles morir—. Pero los ejemplos son innumerables: desde los migrantes ahogados en el mar o entregados a la tortura de celosos guardias libios, hasta las personas sin hogar abandonadas en las cunetas de las carreteras o los encarcelados desaparecidos por causa de la metadona tras los disturbios. Ningún ciudadano piensa nunca que le podría llegar el turno.
El paradigma del «estado de excepción» sigue siendo válido, aunque parezca perteneciente al siglo XX en muchos aspectos; la crítica que se puede hacer a Agamben tiene que ver con el poder cada vez más complejo de hoy y una soberanía que es todo menos monolítica. El derecho soberano se ejerce mediante la contención y la exclusión en un dispositivo complejo y dinámico. No es casualidad que los Estados se deslegitimen entre sí. Y lo que cuenta es la inmunidad: soberano es quien protege del conflicto generalizado ahí fuera, quien biocontiene y salvaguarda, en un choque inolvidable—que domina el discurso occidental—entre los ámbitos progresistas de la democratización, donde tienen derecho a vivir los inmunes, y las periferias de la barbarie, donde pueden estar expuestos todos los demás. En esta fabulosa historia no se menciona la violencia policial que la soberanía postotalitaria está legitimada a ejercer sobre los «otros», y se descuidan también los peligros que se ciernen sobre los inmunes y los presuntamente inmunizados.
Hoy el biopoder es siempre también psicopoder—el uno limita con el otro, como demuestran el protocolo técnico-sanitario y el dominio de la biotecnología. Quienes fomentan la pasión por la seguridad juegan con el fuego del miedo y terminan quemándose con él. Todo puede írseles de la mano. El modelo es el de la técnica: quien la utiliza, acaba utilizado; quien dispone de ella, se ve menoscabado. La gobernanza político-administrativa, que gobierna bajo la bandera de la excepción, es gobernada a su vez por quienes resultan ser ingobernables. Es este vuelco continuo el que llama la atención en el escenario actual.
* Donatella Di Cesare (Sobre la vocación política de la filosofía
Alejandro Gándara (Dioses contra microbios) Los griegos y la Covid-19
Se habla de números todo el rato, bueno, en realidad no se habla, porque de los números no se puede hablar: solo hablan ellos. En su turno, lo demás calla. Hay gente a la que le gusta pronunciar números, pero solo porque quiere decirte algo, no hablar sobre ello. El número, aunque también vale la cifra o la cantidad, infunde autoridad a unos y silencio a otros.
Número de infectados, número de fallecidos, número de ingresados en las UCI, número de enfermos dados de alta, índice de contagio, de letalidad, número de agregados y desagregados, en porcentajes, en curvas, por provincias, por sectores, comparativos a escala nacional, internacional, global, números divergentes, por día, por mes, desde el principio, desde la última semana, contrastados con otras crisis sanitarias, económicas, números del hundimiento del PIB desde que empezó la pandemia, de la deuda pública, del fondo de ayuda, de parados, de parados futuros, de renta, de Hacienda, de pérdidas, de ganancias por provincias, por comunidades, desde el decreto de alarma, desde principios de año, hasta el final de año, de ayuda a las empresas, de ayuda a los autónomos, de créditos bancarios, de créditos a las autonomías, de créditos europeos, de compañías cerradas, en ruina, de primas de riesgo, números que niegan otros números, números que se rebelan, números que resisten, números posibles, números intuitivos, números especulativos, proyectivos...
¿Seguro que no nos pasa nada o nos ha pasado por la exposición a semejante bombardeo? ¿Hay alguien que pueda entender toda esa aritmética, relacionarlo todo y contemplar algo así como una imagen resultante, una conclusión legítima, una visión? Son demasiados, hay un ambiente atónito dentro y fuera de la cabeza que, sin embargo, no cesa de girar en busca de entendimiento. Puede que terminemos comunicándonos a través del silencio que dejan en el aire, en los ojos, en la boca.
Su silencio es también el de la correspondencia con la realidad, a qué alude su exactitud. Son exactamente con ellos mismos, un himno al principio de identidad, mil es igual a mil, más allá de eso... ¿Qué dice el número de contagios cuando no se han hecho test ni al 10 por ciento de la población? ¿Y el índice de letalidad cuando no estamos seguros del número de muertos ni de contagiados? Apenas nada. ¿Y qué hacer con la discrepancia en 6.800.000 infectados entre el Imperial College y el Ministerio de Sanidad? Menos que nada. Todos los números, todas las cifras caen a continuación como un castillo de naipes. Eran un castillo de naipes. No han perdido su contundencia, porque un número sigue siendo un número, un golpe de precisión sobre tanta ambigüedad, pero han perdido el norte.
A lo mejor es verdad que llegaremos al fondo del asunto guardando silencio y dejando que las cifras parloteen cuanto quieran. Nuestro silencio extendiéndose como una red invisible de sentido. En España van 25.000 muertos. ¿Y eso qué dice, son muchos o son pocos? Depende de con qué lo comparemos. Si los comparamos con la mal llamada gripe española de principios del XX, no son nada. O con los niños muertos en la Segunda Guerra Mundial. Para ser sinceros, es un número vergonzoso: deberíamos esforzarnos en morir muchísimos más si no queremos hacer el ridículo en la Historia. Como mínimo llegar al millón; o desnudaremos la catadura moral de nuestras tragedias, de nuestro coraje. Es la hora de los patriotas, de los que deben morir para salvar el honor de todos. Somos novios de la muerte. Ahora, a casarse.
Pero si los comparamos con los 6.800 de Alemania o los 250 de Corea del Sur en estas mismas circunstancias, entonces parece que los jinetes del Apocalipsis se han pegado una buena cabalgada por estos pagos.
¿Pero hasta dónde llega la desgracia, cuál es su monto, con cuánta desesperación debemos relacionarnos con ella? Bueno, como dice el adagio, cuando una persona, solo una, muere, todos morimos un poco. Eso ya es desgracia. Pero la cifra es pequeña: uno. Demasiado poco para la estadística existencial y quizá ni siquiera sea una cuestión de número. Los números se hablan entre ellos, no con nosotros, de acuerdo; pero entre ellos, unos a otros, indefinidamente. Ahora hay muchos muertos por enfermedad, o pocos, depende. Pero si la humanidad se encontrara en peligro extremo de extinción, ¿qué supondría la desaparición de algún millar de millones de individuos del planeta? Mucho dolor. Una gran victoria.
No hay manera de que acudan a nuestra ayuda. Basta fijarse en esas escalas de color del I al 10, con las que los médicos se orientan sobre el sufrimiento de los pacientes. ¿Podemos comparar el 7 en sujetos tan diferentes como un hipocondríaco, un mártir y una persona con esclerosis múltiple? La papeleta se la queda el médico, porque el número no le proporciona un dato, sino que le invita a resolver un problema que antes no tenía. El de la ecuación personal que altera cualquier cifra.
[...] En realidad, la cuantificación fue un fenómeno histórico que fundó la identidad del Occidente cristiano. No es equivalente al número, aunque se exprese con él. Las culturas antiguas también tenían números y también formaban cantidades con ellos, pero no eran culturas cuantificadoras. El asunto va de un proceso constante y acelerado de concebir y definir el mundo real por entero en términos de cantidad, usando instrumentos de mediación aritmética. En términos de mónadas cuantitativas, homogéneas.
Los cañones, los relojes, la música escrita, las horas exactas del día, la economía dineraria y finalmente la imprenta, con sus tipos homogéneos, fueron algunos de los modos en que se expresó la nueva mentalidad a partir de 1200, aproximadamente. El mundo se podía medir y el implícito pacto social que suscitó apremiaba a llamar mundo a lo que podía medirse y expresarse mediante cantidades. Lo otro era hechicería o misticismo, ambas actitudes repudiadas por igual y con igual vocación de acabar en la hoguera. En cuanto al alma, se quedó convertida en una página de Excel de mandamientos y promesas, con sus correspondientes pecados y virtudes, y dejó de volar al cielo, como consecuencia de que el espacio aéreo empezó a estar vigilado por teólogos e inquisidores.
El número expresó menos una equivalencia entre cualquier aspecto que pudiera medirse, que la necesidad de que todo lo medible lo fuera después de haber sido previamente reducido a elementos homogéneos de medida. Los asistentes a un campo de fútbol y el dolor de una persona son reducidos a esas mónadas que llamamos números. El dolor de los parados en una crisis económica es también expresado en estas mónadas o dígitos. Mucho dolor: cinco millones de parados. Menos dolor: dos millones. Dolor despreciable: un parado.
John R. Searle - Maurizio Ferraris (Los engaños del dinero)
Douglas Murray (La masa enfurecida) Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura
Carlos Goñi (Pico della Mirandola) Incluye el Discurso sobre la dignidad del hombre
ESCALERAS AL CIELO
Por lo visto ahora, se podría pensar en Pico della Mirandola como un precursor remoto del existencialismo. Si el hombre se va haciendo a base de actos libres, ¿quiere ello decir que en sí no es nada, solo una «posibilidad vacía», como dirían los filósofos existencialistas del siglo XX?. El mismo Pico introduce una aclaración importantísima cuando escribe que «el Padre puso en el hombre, desde su nacimiento, semillas de toda clase y gérmenes de todo género de vida», como acabamos de decir. Por tanto, no es que el ser humano carezca de naturaleza, a la manera existencialista, sino que es, como ya ha dicho el filósofo de la concordia, «un animal de naturaleza multiforme y mudadiza». Esta doctrina, que podríamos llamar teoría de las «posibilidades germinales», distancia a nuestro autor de un cierto existencialismo ateo al estilo sartriano.
En su conferencia El existencialismo es un humanismo (1946), Jean-Paul Sartre mantenía que en el caso del hombre la existencia antecede a la esencia y esa es la razón de la libertad. No es como un cortapapeles, cuya existencia depende y procede de su esencia, es decir, de la idea que tuvo de él su constructor, el cual lo diseñó según una idea preconcebida que le hace ser lo que es y no de otra manera. Su diseñador te otorgó, por tanto, una naturaleza que le constriñe a cortar papeles. Un cortapapeles no es libre; el ser humano, sí. La condición de esa libertad, piensa Sartre, es que no exista Dios, porque «si Dios existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y este ser es el hombre». Para el filósofo francés, que la existencia precede a la esencia significa que el hombre empieza por existir y después se define; que comienza por no ser nada, sin una naturaleza prefijada, y que solo será lo que él haya hecho de sí mismo. ¿Por qué no hay naturaleza humana? La respuesta de Sartre no es sino porque no hay Dios para concebirla. El ser humano, para el humanismo existencialista, es el único ser que es tal y como se concibe y se quiere a sí mismo después de la existencia. «El hombre —concluye— no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo».
A pesar de que el pensamiento de Pico rompe con el concepto tradicional de naturaleza «fija e inmutable», no la niega. Por lo tanto, no se ve obligado, como Sartre, a renunciar a un creador para «salvar» la libertad humana. Al contrario, de una manera similar a Sören Kierkegaard, un existencialista sui generis que en este punto se halla en las antípodas del filósofo francés, Pico della Mirandola piensa que solo un ser omnipotente puede crear un ser libre. Para él, el mérito del Creador consiste justamente en haber hecho un ser con una naturaleza se podría decir «inacabada», que encierra un sinfín de posibilidades que él puede desarrollar gracias al don de la libertad. Construir un cortapapeles es algo relativamente fácil; crear un ser libre, que se acabe de crear a sí mismo a los largo del tiempo, requiere de una intervención divina.
EL OLVIDO DE LA FILOSOFÍA
Tengo la convicción de que la época de Pico della Mirandola no era tan diferente a la nuestra y que su mensaje, contenido en un pequeño frasco como la más embriagadoras esencias, sigue gozando de actualidad. Considero a Pico entre los grandes defensores de la filosofía y esa es una de las razones por que le sigo leyendo y estudiando. No hace falta gran perspicacia para darse cuenta de que la filosofía en nuestros días está siendo desprestigiada —como lo percibía Pico en su tiempo—, y que el buen vino, como el de Falerno, es despreciado por paladares hechos más a los refrescos azucarados y a las bebidas isotónicas que al divino fermento.
In vino veritas, creían los antiguos, y yo pregunto: ¿qué pasará en una época que desprecia el falerno de la filosofía? Sin duda, lo que ya está ocurriendo: se arrincona a la filosofía, se la esquiva, la hemos relegado a la estantería de lo especializado como si fuera un reducto del pasado. La relación que mantenemos con ella se parece a la que tenemos con un monumento o una obra de arte, con un manuscrito antiguo, una momia egipcia o una lengua muerta.
Sí, hemos matado a la filosofía y, ahora, ¡cómo nos consolamos nosotros, los asesinos? ¿No tendremos que convertirnos en superhombres para ser dignos de semejante «filosoficidio»? Sí, con el permiso de Nietzsche, tendremos que sobrepasar lo humano, tendremos que superar la filosofía como se supera un estadio prepositivo (August Comte), como se cura una enfermedad (Gianni Vattimo), como quedan subsumidas las tesis y la antítesis en la síntesis final (Hegel). Así, poco a poco, la filosofía irá cayendo en el olvido, allí donde no molestará más, donde será simplemente, por usar el verso de Cernuda, «memoria de una piedra sepultada entre ortigas», donde el amor, que forma parte de la palabra filosofía, no sea el «ángel terrible» que imaginan los que la temen.
Olvidar es relativamente fácil: simplemente hay que hacer otra cosa. El hombre de nuestro tiempo tiene que distraerse para no recordar que hubo un tiempo en que se hacía preguntas radicales, es decir, que iba a la raíz de las cosas, cuando se interrogaba por sí mismo, por el mundo y por Dios, los tres grandes temas de la filosofía. Para olvidar hay que distraerse y arrinconar lo que se quiere olvidar, no tenerlo a la vista, como se deja olvidado un paraguas en un rincón, porque ha dejado de llover. No obstante, aunque no nos lo parezca, sigue lloviendo torrencialmente cuestiones filosóficas de primer orden (nunca ha dejado de llover), lo que pasa es que la omnipotente ciencia experimental, la omnipresente tecnología y la omnímoda pseudociencia de la autoayuda han entoldado la calle y, por eso, pensamos que ya ha amainado y nos olvidamos de tomar el paraguas con el que entramos en casa. Para colmo, si alguien abre un paraguas sin que esté lloviendo se lo trata de loco, como a quien, en nuestros días, sigue empeñado en filosofar.
Como el paraguas tras la tormenta, la filosofía ha sido arrinconada en el currículum de esa correa de transmisión cultural que es el bachillerato. Los que deciden sobre estas cosas, que, lógicamente no son filósofos, («el filósofo busca lo verdadero y el sofista lo aparente», dice Pico en su Comentario a una canción de amor), piensan de esta manera: los conocimientos que reclama nuestro tiempo son tan extensos que hay que prescindir de lo superfluo, como un barco que se hunde. Puestos a sacrificar alguna disciplina, ¿cuál menos conflictiva que la vieja filosofía, esa asignatura que huele a rancio, obsoleta y anacrónica, que, además, no tiene ninguna utilidad práctica? Nadie la va a echar en falta, a lo sumo protestarán cuatro locos filósofos, esos que siempre están quejándose por vocación. Hay que cubrir las necesidades educativas de nuestros alumnos, argumentan, hay que atender a los mínimos, a lo práctico; la filosofía, en cambio, es un artículo de lujo.
Luis Alfonso Iglesias Huelga (La ética del paseante) Y otras razones para la esperanza
EL RUIDO DE LA VIDA
Casi un siglo después de la desafiante propuesta orteguiana, la reivindicación de lo distinto se ha convertido en una trinchera de la modernidad dentro del campo de batalla de la posmodernidad. El ego es un antídoto contra lo diferente porque escucha los cantos que el autoritarismo le susurra proponiéndole conservar el indefinido espacio de su identidad. La figura que vemos en el espejo ha salido definitivamente de su interior y se ha instalado dentro de nosotros mismos. Esa es la razón por la que la economía de la atención ha desplazado tanto a la poética de la atención como a la ética de la atención. Las masas internautas, aunque también desde la calle, han acabado con las musas, es decir, con el paseo por la ciudad y por el pensamiento para poder reconocer al otro. Y si no percibimos al otro de modo poético es imposible alcanzarlo de modo ético: no hay solidaridad sin poesía.
Como bien sabían Epicuro y Montaigne, para ser reconocibles hace falta ocultarse previamente en la trastienda de uno mismo a salvo del horrísono exterior. El ruido de la vida no solo se nos adentra a través de los tímpanos, existe un ruido mental de una sonoridad tan agresiva que ya nos conforma convirtiéndonos en vigilantes del silencio y delatores de la reflexión. Pensar requiere una temporalidad paciente de la que no disponemos y, además, se nos niega. Conservar exige, a su vez, una escucha despierta a la que no estamos dispuestos, un acontecimiento que para Canetti tiene lugar en el silencioso espacio de la lectura. Solo en él es posible entender el mundo y su devenir, ya que la vida cotidiana, la de la calle y de la rutina por vida no hay que tomarla porque la verdadera existencia se da en la literatura, que nos proporciona una interpretación del mundo. Pero sin lenguaje, creatividad o pensamiento propio no acontece el paso previo de la conversación y, por supuesto, la pasión por comprender. Precisamos tiempo de silencio. Según la mística pitagórica el universo se rige por armónicas proporciones numéricas que hacen que las distancias entre planetas correspondan a intervalos musicales. Es la conocida teoría de la armonía de las esferas que defiende que el movimiento de los planetas produce una musicalidad tan perfecta que el oído humano es incapaz de captar ya que nos acompaña desde que nacemos: a ese sonido prodigioso se le llama silencio. La metáfora es de una belleza tan silenciosa que nos colma de inteligibilidad sumergiéndonos en la magnitud del término música, mousikē, «el arte de las Musas», es decir, la mezcla equilibrada de sonidos y silencios utilizando los principios fundamentales de la armonía y el ritmo en el tiempo y en el espacio. Solo así son posibles la belleza y la inteligibilidad. Por eso el ruido de la vida conlleva su anulación desactivada en la redefinición de sus propias dimensiones: el espacio no se percibe, el tiempo es apremio y el silencio es un estigma asociado a la rareza, la insociabilidad o el pesimismo.