Omnipresencia de los peligros
Lo primero que llama la atención, en este debate cultural, es el vínculo íntimo y paradójico que se produce entre el carácter extensivo, flotante, protoplasmático de la palabra "cultura" y la enorme capacidad de adhesión que suscita el llamamiento a defender con urgencia este ídolo. Aquí se percibe al mismo tiempo la particularidad de la relación que establecemos espontáneamente con esta gran causa (en otras circunstancias, podríamos sentir la evidencia de que demasiada cultura perjudica), y nuestra tendencia a situar esta relación en una modalidad más general. En realidad, no es posible pasar por alto el hecho de que esa misma conminación defensista también se produce en otras dimensiones de nuestra vida: cada uno de nosotros debe salvaguardar y proteger la cultura, del mismo modo que lo hace con las especies animales y vegetales en peligro de extinción, con la pureza de los ríos y de los océanos, e incluso con nuestra propia salud, a fin de contener los efectos de la contaminación, el tabaquismo, el alcohol, etc.
En este sentido, la cultura se identifica aquí con un paradigma basado en la idea de que la vida está en peligro. Este rasgo es lo que va a otorgar el carácter imperativo y dramático a estas apelaciones en defensa de la cultura (y no ya a inventarla y reinventarla, a sospechar de ella, a someterla a examen...); es aquello que va a asegurar el éxito de la maniobra confusionista que los retorcidos profesionales lanzaron en aquella demanda oportunamente designada como "Appel contre la guerre á l´intelligence".
Una vez más, lo que encontramos aquí es ese rasgo negativo impreso en nuestras vidas. No ya el razonamiento siguiente: "¡Asuma las riendas de su propio destino cultural!" ¡Someta la cultura al juicio de la crítica!, sino más bien: "¡Agrúpese, viva en un mundo poblado de amenazas y de peligros! ¡Reúnase en manada alrededor del cuerpo sagrado de la cultura, poco importa con quién (hasta con el "juez desbordado por los casos y los dosieres", escriben los solicitantes), usted está en peligro!".
No es difícil percibir aquí el tono atemorizado que reviste el doble discurso inmunitario y securitario actual: ¿Es necesario que la situación se ponga en lo peor (la "cultura en peligro" viene a relevar a la "patria en peligro" de antaño) para que quienes se sitúan supuestamente en el campo de la inteligencia se vean obligados a defender la cultura codo con codo junto a los sheriffs antiterroristas y los médicos que manifiestan su civismo al conceder autoridad a los aumentos de sueldo que le parecen oportunos? ¿Es necesario que la impresión de esas amenazas omnipresentes se haya impuesto en todas las esferas de la vida para que nuestros cruzados de la cultura vengan a certificar, a pesar de toda verosimilitud, que los psicoanalistas en Francia estén a punto de ser "prohibidos en su ejercicio", o que los abogados y los médicos no puedan trabajar por la tutela de la administración? ¿Qué relación existe entre esta nueva fantasmagoría securitaria y los envites culturales?
El inventario desordenado que propone la petición de las categorías socio-profesionales supuestamente amenazadas por la "guerra a la inteligencia" (de hecho, una muestra ventajosamente rebautizada de las clases medias) demuestra hasta qué punto la cultura, entendida como un objeto a defender, se ha convertido en un cajón de sastre universal, una superficie de inscripción ilimitada para todas las bajas pasiones que flotan en la atmósfera de nuestras sociedades.
Aquí tenemos, en primer lugar, lo que va a sustentar la reflexión sobre el modo en que hoy se establecen las relaciones entre cultura y política: el cariz singular de este modo de subjetivación ansioso, en ocasiones pesimista hasta el catastrofismo, que se establece entre los vivos y la cultura cercada de peligros y enemigos. Aun así, la evidencia no se impone, ni siquiera en el examen más superficial: ¿Acaso en algún momento hemos vivido en un mundo poblado de tantos bienes culturales? ¿Alguna vez han sido tan prósperos los modos de promoción de la cultura en cualquiera de sus formas? ¿Cuándo les ha ido tan bien a las industrias culturales o ha sido tan intensa la circulación del alimento cultural? Así, parafreseando a Walter Benjamín, diremos que nunca hemos papeado tanta cultura, sea cual sea nuestra posición en la sociedad. De hecho, incluso los sin techo y los vagabundos que acampan en el metro y viven en las calles tienen derecho, dicho sin ápice de cinismo, a su reglamentaria ración cultural cotidiana: música de fondo, periódicos gratuitos, imágenes publicitarias, pantallas de televisión omnipresentes, etc.
La distorsión que se produce entre la evidencia de la abundancia cultural, esa profusión que resulta incuestionable, y la capacidad agregadora que tiene el discurso de la cultura en peligro, constituye un primer indicador acerca del estado de la cuestión cultural en la actualidad. Manifiesta, en efecto, hasta qué punto consideramos nuestra identidad cultural, esto es, la esfera cultural, como una realidad instalada en el centro mismo de nuestras existencias; es decir, hasta qué punto nuestra propia condición resulta específica y fundamentalmente cultural.
Así, a diferencia de lo que se podría imaginar (y tal "imaginación" no haría más que indicar hasta qué punto este tipo de representación se ha instalado en nosotros), no existe aquí ninguna necesidad: en otras sociedades, lo importante para la colectividad era la defensa de la patria, su régimen político, su religión, su integridad étnica... en tanto que todas estas cuestiones constituyen, según su propio imaginario colectivo, el centro y fundamento de su identidad. En la época de las guerras púnicas, los romanos —al igual que los atenienses durante la guerra del Peloponeso— no percibían su cultura como el bien común más preciado a defender. Esta palabra, tal y como la entendemos, les habría resultado más o menos incomprensible. Es más, lo que ellos tenían en común era ante todo una forma de institución política y una tradición.
Por tanto, es esencial tratar de detectar, en tanto que cuestión política, el origen de este valor absoluto que atribuimos a nuestro ser cultural, la manera en que cristalizamos espontáneamente palabras como "identidad" y "cultura", e incluso el modo en que este último término ha rechazado poco a poco este otro vocablo demasiado normativo llamado "civilización" Todo sucede como si se hubiera abandonado subrepticiamente un cierto siglo XIX (que se extiende hasta los límites del mundo contemporáneo), para el cual la civilización era todo aquello que estaba expuesto a la amenaza constante de los bárbaros (el Oriente anómico, los proletarios...), para situarnos en un contexto donde "la cultura", entidad vaga y genérica, se expone a otra multitud de peligros más o menos claros. En cualquier caso, es importante señalar que, en este punto, existe una tendencia a establecer un vínculo inseparable entre nuestro destino y el de la cultura: destino de cada uno, destino de todos en tanto que población, más que nación o pueblo.