EL PODER DEL RELATO
¿Como explicar esta influencia del storytelling sobre los discursos políticos en Estados Unidos? ¿Por qué la narración de relatos edificantes se considera allí un nuevo paradigma en las ciencias políticas, a expensas de las nociones de imagen y de retórica y hasta el punto de dominar no sólo las campañas electorales, sino también el ejercicio del poder ejecutivo o la gestión de situaciones de crisis? Los politólogos norteamericanos invocan en general tres tipos de razones: la primera sería la fibra de los norteamericanos; la segunda al talento de los individuos, en particular el de Ronald Reagan, proclamado por Carville y Begala el «mejor storyteller de la historia política de los últimos cincuenta años»; la tercera atribuye este cambio al «espíritu de nuestra época», calificado de posmoderno y que privilegiaría, tras el reflujo de los grandes relatos, el espejismo de pequeñas historias que ilustran la competencia feroz de los valores y vectores de legitimación.
[...] Toda explicación del triunfo del storytelling por una inclinación nacional de los norteamericanos corre el riesgo además de ocultar el carácter histórico y transdisciplinario del giro narrativo observado a partir de mediados de los años noventa en terrenos tan diferentes como el management, el marketing, la política o la defensa nacional. De hecho, la explicación «genérica» alimenta los clichés sobre la «política espectáculo» en Estados Unidos: el storytelling político habría tomado simplemente el relevo del marketing de papá con sus desfiles de majorettes, sus lluvias de confeti y sus neones gigantes.
Ciertos historiadores de la presidencia como Jeffrey K. Tulis han recordado, en contra de lo que se suele pensar, que los padres fundadores de la democracia norteamericana temían las malas consecuencias de los discursos hábiles, porque «dan prueba de demagogia, impiden la deliberación y perturban las costumbres del gobierno republicano. Los fundadores temían los peligros de lo que hoy llamamos la democracia de opinión o democracia directa, querían evitar que las decisiones políticas estuvieran sometidas a las variaciones de la opinión pública. Así pues, introdujeron la deliberación en el gobierno, las elecciones indirectas, el principio de separación de poderes, la independencia del poder ejecutivo para conjurar los peligros de manipulación. »La práctica hoy cada vez más corriente de los llamamientos a la opinión estaba descartada durante todo el siglo XIX, porque era contraria a la idea que se tenía del orden constitucional en la época.
[...] En sus memorias, Clinton defiende una concepción inédita de la política: según él, hoy ya no consiste en resolver problemas económicos, políticos o militares, debe dar a la gente la posibilidad de mejorar su historia. El poder presidencial deja de ser un poder de decisión o de organización: el presidente es el guionista, el realizador y el principal actor de una secuencia política que dura el tiempo de un mandato, al estilo de las series que apasionan al mundo como 24 o El ala oeste de la casa Blanca.
La Casa Blanca, con el despacho oval en su corazón, se considera un escenario, el plató donde se rueda la película de la presidencia. La story de un candidato presidencial es la ficción que ordena y vuelve inmediatamente legible una madeja de ideas contradictorias, de impresiones y acciones diversas. No se trata de esclarecer la experiencia vivida a través de un relato, sino simplemente de vestir siluetas y dinamizarlas, de transformar al nuevo presidente y su entorno en personajes de un «relato coherente», de volver popular la saga de sus hechos y gestos. «Todo, en el personaje político, cuenta una historia —escribe Seth Godin—, su ropa, su esposa, sus asesores...».
LOS PRESIDENTES POSMODERNOS
En la lección inaugural del Collège de France, el 2 de diciembre de 1970, Michael Foucault contaba una anécdota según la cual el shogún de Japón había oído decir que la superioridad de los europeros en materia de navegación, de comercio, de política y de arte militar se debía a su conocimiento de las matemática. «Como le habían hablado de un marinero inglés que poseía el secreto de esos discursos maravillosos, lo mandó llamar a palacio y lo retuvo allí. A solas con él, tomó lecciones. Y fue en el siglo XIX cuando nacieron los matemáticos japoneses». Esta anécdota «tan hermosa que se teme que sea cierta», remite a una sola figura todas las formas y las obligaciones del discurso, escribe Michael Foucault: «Las que limitan su poder, las que controlan sus apariciones aleatorias, las que seleccionan entre los sujetos hablantes».
¿Es posible, todavía hoy, esta ilusión, cuanto las fuentes, las formas y los productores de anunciados han explotado, producido esa pululación de signos enigmáticos que Jean-François Lyotard definió como la «condición posmoderna»? ¿Cómo federar la explosión de prácticas discursivas en Internet? ¿Cómo comunicar en el caos de los saberes fragmentados sin auxilio de una figura común de legitimación? ¿Cómo dar un sentido a unas experiencias sociales y profesionales caracterizadas por el desmoronamiento del tiempo largo y la precariedad? ¡Cómo tratar los conflictos de interés, las colisiones ideológicas y religiosas, las guerras culturales? Son algunas de las preguntas a las que se enfrentan la palabra «política» y todos los que se encargan de su expresión, ya sean periodistas o políticos, consejeros del príncipe, especialistas en marketing político o redactores de discursos. Así es cómo el storytelling se ha impuesto como la fórmula mágica capaz de inspirar la confianza e incluso la creencia de los electores-sujetos.
Hoy en día, el shogún o lo que ocupa su lugar —el presidente de la República, el jefe del Estado Mayor, los spin doctors— no llamarían a un marinero matemático. Le echarían el ojo a un cuentacuentos criollo, un griot africano o, a falta de ellos, a un storyteller. En efecto, la mayoría de las veces se invoca el paradigma posmoderno para explicar esta deriva de los discursos políticos. Incluso lo podríamos calificar de ideología espontánea en esta galaxia que ha formado Internet, llamada a sustituir a la galaxia Gutemberg, un nuevo universo discursivo en extensión, con sus constelaciones desconocidas, pobladas de miles de millones de estrellas sin nombre, de satélites-autores y de agujeros negros.
El caos de los saberes fragmentados ha favorecido el «giro narrativo» de la comunicación política y la llegada de una nueva era, la era performativa de las democracias, que ya no tendrá como mascarón la proa a los consejeros del príncipe, los Talleyrand o los Mazarino, sino profetas y gurús, los spin doctors de los partidos, embriagados por su poder de narración y de mistificación. Y como modus operandi el storytelling, único capaz de aprisionar en una única garra la dispersión de los intereses y los discursos. Nunca sin duda ha sido tan impositiva la tendencia a considerar la vida política una narración engañosa que tiene como función sustituir a la asamblea deliberativa de los ciudadanos por una audiencia cautiva, a la vez que mina una socialización que no tendrá ya nada en común más que con series de televisión, autores y actores, para construir así una comunidad virtual y ficcional. Esta deriva es tan sorprendente fluida, difusa en el espíritu de la época, mezclada con nuestra atmósfera más íntima como el clima general de la época, que pasa desapercibida. Incluso es la clave de su irresistible éxito.