Pablo Redondo Sánchez (Pensadores ¡Al rincón!) El eclipse de la filosofía

El eclipse del «logos»

Emilio Lledó, ha descrito a menudo el ambiente que encontró la primera vez que viajó a Alemania. Descubrió un país democrático a diferencia de la España de la década de los cincuenta, con mucho franquismo aún por delante. Académicamente, la distancia también era formidable; no solo por las libertades emanadas de la democracia que impregnaban el entorno universitario alemán, sino porque este se organizaba de manera sorprendente y novedosa para el que provenía de la universidad española: posibilidades abiertas de configurar los estudios, seminarios más o menos especializados dependiendo de las preferencias y de los conocimientos previos, menor peso de los exámenes, más hincapié en fomentar la creatividad para evitar la reproducción papagayesca de los apuntes amarillentos del profesor, etc. 

De vuelta a España, trabajó tres años en un instituto de enseñanza media y posteriormente comenzó a impartir clases en la universidad (La Laguna, Barcelona, Madrid). Este ha sido el medio donde ha dado forma a su brillante carrera y desde el que hay que leer las muchas reflexiones que ha escrito sobre educación. Una de las últimas publicaciones lleva por título precisamente Sobre la educación: una recopilación de trabajos de extensión dispar fechados en un arco que va de 1982 a 2009.

Recorrer este intervalo de tres décadas permite seguir un racimo de temas adaptados a las circunstancias del momento, pero con un inequívoco aire de familia: desde los años ochenta del siglo XX, Lledó viene subrayando dos fenómenos que determinan la educación y en general la vida del ciudadano occidental: la globalización y la digitalización. Es ante todo el segundo proceso el que interesa ahora. Quizá convenga anticipar la conclusión a la que llega su análisis, conclusión diseminada aquí y allá en el tiempo y formulada de maneras parecidas a esta:

Es evidente que ese imperio digital, en sus amenazantes abusos, es una enfermedad para la racionalidad y el saludable desarrollo de la inteligencia, y para la libertad no tanto de expresión, como tan machaconamente se habla en nuestros días, sino para una más importante libertad previa, para la libertad de pensar, de sentir, de experimentar, de desear y de amar.

A esta coyuntura se ha llegado bajo la presión de un intenso proceso de saturación de imágenes. La inflación de imágenes reales y ficticias forma una masa, una avalancha que cae sobre los niños tan pronto como empiezan a percibir con un mínimo de fijeza. El mundo parece concentrado en cúmulos visuales que a veces se contemplan con distanciamiento e insensibilidad, como si la abundancia hubiese embotado la capacidad empática del espectador. En tiempos no tan lejanos —indica Lledó—, el único vehículo de información era el lenguaje y esa circunstancia obligaba a imaginar o a hacerse una representación de lo que las palabras decían. La realidad hoy es que los ojos se familiarizan desde temprano con realidades que un pequeño no ha tenido tiempo de llegar a imaginar. Hay una inundación para la que la sensibilidad no está educada ni la mente preparada. A pesar de lo que diga el tópico sobre el valor de la imagen frente a las mil palabras, la primera no dice nada. Bien puede impactar, emocionar, calmar, pero no dice; decir es prerrogativa del lenguaje: «Es el silencioso murmullo de nuestra mente y del lenguaje que verdaderamente somos, el que habla y acomoda lo visto en el contexto de nuestra personalidad». Si no tiene lugar la apropiación reflexiva y lingüística de lo visto, solo resta una sucesión de imágenes en bruto, a veces ininteligibles; un ver sin ver, sin ser alguien, sin la mirada del lenguaje.

Lledó no es un reaccionario que abjure de la tecnología ni lamenta haber dejado atrás una supuesta edad de la inocencia pretecnológica. Aprecia la ventaja de los avances, pero advierte de sus consecuencias indeseables y de que una confianza ciega en la cara encubriendo la cruz es una actitud poco prudente. Algunos adultos que no han vivido la eclosión tecnológica en la niñez ni en la juventud son víctimas de una fascinación distorsionadora. Piensan que para un alumno es incomparablemente más importante un ordenador que un cuaderno, convencidos de que la complejidad del mundo actual exige concentrar energías y de que la balanza del esfuerzo se tiene que decantar hacia un dominio del primero y no al contacto frecuente con el segundo. El embeleso impide ver la necesidad realmente perentoria: no tanto aprender a manejarse en el entorno digital (algo que un niño hace ya casi de manera natural), tampoco evitarlo, por supuesto, sino ser capaz de comprender lo que se lee —en pantallas, libros o en una pintada en la pared—, tener un criterio sólido de selección en los océanos de información y disponer del flotador del pensamiento crítico que permite nadar en aguas procelosas. Diseñar un ordenador es difícil; utilizarlo, más bien sencillo. A quien se deja seducir por cantos de sirena y se complace pensando que un chaval que sepa manejar un iPhone está preparado para encarar el futuro, le convendría buscar el vídeo de un chimpancé navegando con ese modelo de smartphone, abriendo y cerrando fotos a discreción, ampliando las imágenes que le llaman la atención, etc... un chimpancé.

No somos responsables de haber nacido en una época concreta; no es fácil ni conveniente saltar por encima del tiempo al que uno pertenece. Estamos impregnados del lenguaje y de la cultura que respiramos desde la cuna. Recogiendo una idea que se puede rastrear al menos desde Humboldt, también para Lledó la lengua materna es una forma de ver el mundo. No se elige, pero una vez asimilada sí somos responsables —la sociedad lo es— de lo que hacemos con las palabras. Lo que hablamos y cómo lo decimos depende de nosotros, también la configuración lingüística más o menos compleja que damos a las ideas; en definitiva, somos responsables del cuidado y del mejoramiento de la herencia viva que hemos recibido, ya que ese legado cultural abierto, revisable y perfectible «se modifica en aquello que constituye la característica fundamental de los seres humanos: el lenguaje. Este es el encargado de conservar y distribuir las experiencias individuales y colectivas y demanda cuidados. 

Las extraordinarias posibilidades de comunicación desarrolladas en los últimos decenios hacen necesario cultivar el lenguaje. «Si nos acostumbramos a ser inconformistas con las palabras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos», escribe Lledó en 2002. Dando un giro a la frase, si somos conformistas con las palabras, si resultan indiferentes y se utilizan desmañadamente, terminaremos desdibujando los hechos hasta no poder ver de ellos más que una copia superficial y simplona. «Las palabras son la sustancia de la que la inteligencia se nutres» y no se puede desarrollar el pensamiento, por humilde que sea, sin minar el lenguaje. 

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