INTRODUCCIÓN
Un día, abra cuidadosamente la puerta del dormitorio de sus hijos. Los verá al fondo de la habitación, jugando amablemente entre ellos, lejos del apoyo y del juicio de los adultos, quizá libres, quizá sometidos, poco importa. Si no tiene hijos, trate de sorprender a su amante mientras duerme, sucede algo parecido. Porque, en ambos casos, ¡qué alegría más profunda! Ellos no se darán cuenta de su presencia, no se sentirán observados, se divierten entregados a la inmanencia de su juego o de su sueño. En cuanto lo vean todo se habrá perdido, porque todo volverá en un instante al circo ordinario de la vanidad de los egos, a la rivalidad de las miradas, a la mediocre dialéctica del reconocimiento o de la seducción. Pero mientras no sea así, ganará algo extraordinario: un momento de amor sin apaños, no necesariamente muy intenso, pero sí de una serenidad incomparable.
¿Qué es lo que se siente en primer lugar? El valor mismo de la discreción nos impide desear que la experiencia dure eternamente, porque solo sirve fuera de cualquier sentimiento de eternidad, de hecho esa es una de sus condiciones de posibilidad sine qua non.Para gozar discretamente de la presencia o de la existencia de los otros, es decir, literalmente gozar de manera separada, gozar de su aparición sin que uno mismo tenga que aparecer y sostener una postura, se necesita que este acto se inscriba en una duración corta o, más exactamente, en una suspensión del tiempo -que no tiene valor en cuanto que suspensión, en cuanto que momento separado del orden temporal ordinario donde cada instante sucede a un antes y precede a un después-; sucede a condición de que no se prolongue más allá de cierto límite. Porque no hay que exagerar, ver jugar a sus hijos en sigilo, eternamente, no es un ideal del ego, ni para sí mismo ni para ellos.Y en un sentido más general, no es soportable desaparecer mucho tiempo si no se desea que esos placeres furtivos se conviertan en renuncia o perversión.
Y ahí reside en todo caso la primera especificidad de la experiencia de la discreción: es la experiencia de un tiempo modesto que se basta así mismo. En general, el tiempo que se emplea para una experiencia no suele ser adecuado: o bien se desea que dure más tiempo, o bien se desea que pase más de prisa. El tiempo de la discreción, por el contrario, es un tiempo casi siempre perfecto: tiempo efímero y alegría de que sea efímero.
¿Qué es lo que se siente en primer lugar? El valor mismo de la discreción nos impide desear que la experiencia dure eternamente, porque solo sirve fuera de cualquier sentimiento de eternidad, de hecho esa es una de sus condiciones de posibilidad sine qua non.Para gozar discretamente de la presencia o de la existencia de los otros, es decir, literalmente gozar de manera separada, gozar de su aparición sin que uno mismo tenga que aparecer y sostener una postura, se necesita que este acto se inscriba en una duración corta o, más exactamente, en una suspensión del tiempo -que no tiene valor en cuanto que suspensión, en cuanto que momento separado del orden temporal ordinario donde cada instante sucede a un antes y precede a un después-; sucede a condición de que no se prolongue más allá de cierto límite. Porque no hay que exagerar, ver jugar a sus hijos en sigilo, eternamente, no es un ideal del ego, ni para sí mismo ni para ellos.Y en un sentido más general, no es soportable desaparecer mucho tiempo si no se desea que esos placeres furtivos se conviertan en renuncia o perversión.
Y ahí reside en todo caso la primera especificidad de la experiencia de la discreción: es la experiencia de un tiempo modesto que se basta así mismo. En general, el tiempo que se emplea para una experiencia no suele ser adecuado: o bien se desea que dure más tiempo, o bien se desea que pase más de prisa. El tiempo de la discreción, por el contrario, es un tiempo casi siempre perfecto: tiempo efímero y alegría de que sea efímero.
Vayamos un poco más allá. Abra otra puerta, quizá la de su salón. Ha invitado a unos amigos a cenar y, al volver de la cocina, donde ha ido a buscar algo, ve que la discursión se ha animado. Nadie nota su presencia y usted se desliza subrepticiamente hacia su silla. De repente, siente un alivio considerable: se siente liberado de las leyes implacables de hospitalidad tanto en su más altas formas -acoger al extranjero y cuidarlo- como en sus formas más ridículas -velar para que todo suceda de manera agradable- o las más narcisistas -mostrar que sabe recibir y su espíritu se desborda por divertir a todo el mundo. No se trata de que usted se haya convertido en un bárbaro o en un misántropo, es exactamente lo contrario: liberado de los deberes de la hospitalidad, puede contemplar a los otros y verlos divertirse, profundos, singulares. ¡Cómo se embellece y se profundiza el otro en cuanto uno se encuentra desembarazado de cualquier deuda para con él! Es una experiencia sorprendentemente contraintuitiva. Intuitivamente, uno se imagina en efecto que aquellos que desaparecen lo hacen por odio a las apariencias, que quienes se retiran del mundo lo hacen por desprecio al mundo. Pero en este caso todo se invierte y el gozo de no ser se vuelve el síntoma de un amor muy profundo del mundo y de las apariencias. Sin duda es una cuestión de perspectiva: cuando usted permanece cercano a sí mismo, incluso cercano a las necesidades de los otros y en la anticipación constante de sus miradas y sus esperanza, no sabe verlos ni escucharlos; por el contrario, en cuanto no hay ni uno mismo ni el otro, la perspectiva se amplía y el mundo aparece deliciosamente múltiple, descentrado, lejano, recorrido por mil líneas de fuga que escapan hacia el infinito.
¿Qué es lo que sucede entonces? Su posición discreta, desapercibida, transparente, lo conduce a una nueva experiencia: el depósito de sus fantasmas de omnipotencia, de ser indispensable, de ser responsable de todos y cada uno. Hacerse súbitamente discreto es abdicar por un momento de cualquier voluntad de poder. No porque la voluntad de poder sea mala en sí misma, pero sí porque conocemos perfectamente su lado sombrío y tiránico. Incluso su lado luminoso es a veces un fardo penoso debido a la exigencia de superarse sin cesar y de empujar continuamente las fuerzas al máximo. De ahí la alegría tan tranquilizadora de poder descargarse un instante sobre los otros o sobre las cosas, de dejarles aparecer, de no hacerle sombra, de quitarse de su luz.