Costica Bradatan (Morir por las ideas) La peligrosa vida de los filósofos

 INTRODUCCIÓN

La muerte es lo más precioso que le ha sido dado al hombre. Por esa razón hacer un mal uso de la misma constituye una impiedad suprema. Morir mal.
SIMONE WEILL

UNA CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE

Sócrates no escribió ni una sola línea, pero su muerte fue una obra maestra y ha conservado vivo su nombre. Mientras vivió, Jan Palach —el estudiante checo que se incineró en enero de 1969 para protestar por la ocupación soviética de su país— fue un individuo sin importancia. Después de morir abrasado, sin embargo, pasó a ser poco menos que un semidiós, un ser lleno de tremenda vitalidad e influencia. Palach, desde la tumba, determinó la historia de Checoslovaquia. Cada vez que Gandhi empezaba uno de sus «ayunos hasta la muerte», todo se volvía insólitamente vivo en la India, más animado que nunca. Durante esos ayunos «cada cambio» que se producía en su salud «se anunciaba por la radio en todos los rincones del país» (Fisher 1983,318). Toda la India vivía el ayuno de Gandhi.

La muerte, por lo visto, no significa siempre negación de la vida, a veces tiene la paradójica capacidad de aumentarla, de intensificarla hasta el punto, sí, de insuflar nueva vida a la vida. La presencia de la muerte puede inculcar en los vivos una revalorización de la existencia, de hecho un conocimiento más profundo de la misma. Sería justo decir, pues, que la vida necesita la muerte. Si la muerte fuera proscrita, por así decirlo, la vida recibiría un golpe devastador.

Ante todo, la vida necesita la muerte por motivos de autorrealización. Sucede a menudo que solo nos damos cuenta de lo valioso que es algo cuando lo perdemos o estamos a punto de perderlo; la perspectiva de su inminente ausencia nos enseña a apreciar el valor y significado de su presencia. Así pues, la muerte, por su sola proximidad, puede infundir una intensidad renovada en el hecho de vivir. Los historiadores han señalado un curioso fenómeno y es que, por lo general, cuando se producen catástrofes naturales o sociales con un elevado índice de mortandad —por ejemplo, epidemias o guerras—, la población parece más inclinada a entregarse a excesos mundanos. Se buscan placeres físicos (beber, comer, relaciones sexuales) con una pasión redoblada. Más que dedicarse a conservar prudentemente los recursos, como es de esperar que el sentido común aconseje en periodos de crisis, la población se apresura a consumir lo que le queda. Estas personas parecen poseídas por la prisa: corren a atracarse de placeres de la vida en el preciso momento en que se acerca la muerte. Lo que aumente su sed de vida es precisamente la presencia de la muerte. Esta actitud podría parecer irracional, pero hay algo fascinante en ella. En víspera de la aniquilación, estas personas descubren el milagro de la vida y lo celebran.

[...] Además, necesitamos la muerte para entender mejor la vida. Sin muerte, la vida sería algo ilimitado e informe, en última instancia insípido. No habría forma de abarcarla porque no tendría fronteras. Puesto que dar sentido a algo equivale a integrarlo en un  relato, la vida personal solo tiene sentido en la medida en que puede contarse. Así como sería imposible una historia sin final, una vida sin muerte carecería de significado. En un ensayo que escribió ocho años antes de su muerte, y que comentaré más adelante con algún detalle, Pier Paolo Pasolini señala precisamente esta cuestión. «Morir —escribe— es absolutamente necesario, porque mientras vivimos no tenemos significado y el lenguaje de nuestra vida [...] es intraducible.» No es más que un «caos de posibilidades, una búsqueda de relaciones y significados sin conclusión» (Pasolini 1988, 236-237; versión esp., p. 317; cursivas del autor). Morir es dar a la vida del individuo una especie de organización. La muerte es el editor, el montador experto que pone orden en la vida del individuo para que se vuelva inteligible. Una vida humana infinita sería algo así como una existencia mineral: algo exangüe, indiferenciado, indescriptible, tan insensible como una piedra. Persistiría una era geológica tras otra mecánicamente, sin ninguna finalidad. Desde un punto de vista más práctico, si fuera posible una vida así, no estoy seguro de que fuera deseable. Como en el caso de las novelas, una biografía —incluso la más interesante— que se prolonga más allá de ciertos límites siempre acaba por aburrir. Prolongarla aún más sería llamar a las puertas del horror. Si un día fuéramos inmortales, es posible que al día siguiente muriéramos por falta de significación.

Sin embargo, hay otro aspecto en el que la muerte puede dictar la dinámica de la vida. Se trata de una cuestión más delicada y difícil. No se trata ya de que nuestra muerte dé sentido a nuestra vida, sino de que se la dé a la de los demás. Es la clase de aniquilación a la que me referí al principio: la muerte de quienes deciden «morir por una causa», por algo más importante que ellos mismos. Estas muertes voluntarias afectan a la vida de los que siguen existiendo de un modo profundo y persistente: orientan sus opiniones morales, determinan su concepción de lo que es importante e impregnan su interpretación de lo que significa ser humano. Terminan por ser parte de su memoria cultural. A veces se apoderan de su conciencia y hacen que se sientan moralmente obligados a hacer algo. Gracias al altruismo (o presunto altruismo) de quienes se sacrifican, a que están dispuestos a renunciar a su propia vida, acabamos mistificado a algunos de estos individuos. Estas muertes revelan a menudo el umbral donde termina la historia y empieza la mitología.

Parece que los seres humanos vienen muriendo «por una causa» desde que el mundo es mundo. Han muerto por Dios o por la humanidad, por ideas o por ideales, por cosas reales o imaginarias, razonables o utópicas. Este libro trata, entre todas las variedades posibles de muerte voluntaria, de filósofos que murieron por su filosofía. Morir por esta razón no carece de ironía: es pagar con lo más valioso que se tiene (la propia vida) por lo que normalmente se considera la actividad menos consecuente. Pero los filósofos —al menos los más interesantes— no son nada sin ironía. En cierto modo, Morir por las ideas es un ensayo sobre una antología aún por explotar: la antología de la existencia irónica.

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