Luis Alfonso Iglesias Huelga (La ética del paseante) Y otras razones para la esperanza

LA REBELIÓN DE LAS MUSAS

La función del poeta es esencialmente mediadora, alguien que está colocado entre el ruido de la vida cotidiana y el silencio de las profundidades.                                                                    Hölderlin

              
           EL RUIDO DE LA VIDA

En cierto modo, Ortega y Gasset fue un visionario del fenómeno de la turismofobia, ahora que el turismo, como afirma la filósofa Marina Garcés, se ha transformado en la industria legal más «depredadora, extractiva y monopolista». En su obra La rebelión de las masas, que comenzó a publicarse en un diario madrileño en el año 1926, señalaba la irrupción de las masas en el escenario social como el hecho más relevante de la vida pública europea de su tiempo. Aclaremos, para no prologar el debate sobre el aristocratismo orteguiano, que el filósofo español incluía dentro del término masa a quienes se sienten «como todo el mundo» e incluso se sienten bien al saberse idénticos a los demás. Y la manifestación social de este hecho se expresa en la aglomeración, en el «lleno» en las calles, los teatros, los cafés y los hoteles cuya consecuencia es la imposibilidad de encontrar sitio. Descartado un incremento de la población, la causa puede ser atribuida al agrupamiento de individuos que antes llevaban una vida separada y que ahora se juntan sacrificando su individualidad para convertirse en «coro». Y al formar parte de ese coro se diluye la voluntad de autoexigencia porque «vivir es ser en cada instante lo que ya son», por lo que la división orteguiana no es tanto en clases sociales como en clases de seres humanos. Frente a la clase de individuos flotantes que integran la muchedumbre uniformados por ella y uniformadores desde ella, existen otros seres rebeldes que reclaman lo diferente como una forma urgente de disidencia.

Casi un siglo después de la desafiante propuesta orteguiana, la reivindicación de lo distinto se ha convertido en una trinchera de la modernidad dentro del campo de batalla de la posmodernidad. El ego es un antídoto contra lo diferente porque escucha los cantos que el autoritarismo le susurra proponiéndole conservar el indefinido espacio de su identidad. La figura que vemos en el espejo ha salido definitivamente de su interior y se ha instalado dentro de nosotros mismos. Esa es la razón por la que la economía de la atención ha desplazado tanto a la poética de la atención como a la ética de la atención. Las masas internautas, aunque también desde la calle, han acabado con las musas, es decir, con el paseo por la ciudad y por el pensamiento para poder reconocer al otro. Y si no percibimos al otro de modo poético es imposible alcanzarlo de modo ético: no hay solidaridad sin poesía.

Como bien sabían Epicuro y Montaigne, para ser reconocibles hace falta ocultarse previamente en la trastienda de uno mismo a salvo del horrísono exterior. El ruido de la vida no solo se nos adentra a través de los tímpanos, existe un ruido mental de una sonoridad tan agresiva que ya nos conforma convirtiéndonos en vigilantes del silencio y delatores de la reflexión. Pensar requiere una temporalidad paciente de la que no disponemos y, además, se nos niega. Conservar exige, a su vez, una escucha despierta a la que no estamos dispuestos, un acontecimiento que para Canetti tiene lugar en el silencioso espacio de la lectura. Solo en él es posible entender el mundo y su devenir, ya que la vida cotidiana, la de la calle y de la rutina por vida no hay que tomarla porque la verdadera existencia se da en la literatura, que nos proporciona una interpretación del mundo. Pero sin lenguaje, creatividad o pensamiento propio no acontece el paso previo de la conversación y, por supuesto, la pasión por comprender. Precisamos tiempo de silencio. Según la mística pitagórica el universo se rige por armónicas proporciones numéricas que hacen que las distancias entre planetas correspondan a intervalos musicales. Es la conocida teoría de la armonía de las esferas que defiende que el movimiento de los planetas produce una musicalidad tan perfecta que el oído humano es incapaz de captar ya que nos acompaña desde que nacemos: a ese sonido prodigioso se le llama silencio. La metáfora es de una belleza tan silenciosa que nos colma de inteligibilidad sumergiéndonos en la magnitud del término música, mousikē, «el arte de las Musas», es decir, la mezcla equilibrada de sonidos y silencios utilizando los principios fundamentales de la armonía y el ritmo en el tiempo y en el espacio. Solo así son posibles la belleza y la inteligibilidad. Por eso el ruido de la vida conlleva su anulación desactivada en la redefinición de sus propias dimensiones: el espacio no se percibe, el tiempo es apremio y el silencio es un estigma asociado a la rareza, la insociabilidad o el pesimismo. 

Nunca la soledad fue tan subsidiaria del ruido, el verdadero artífice del vértigo a pararnos, a vernos, a buscarnos, tres verbos reflexivos que, al fin y al cabo, constituyen una imprescindible redundancia. El contenido vacuo de la mayoría de los mensajes que enviamos a través de las redes sociales no tiene otro significado que la ausencia de un emisor con identidad consciente. La inercia ha vencido a la audacia y, alejados de quienes somos, nuestra soledad se acrecienta entre la estridencia. 

En 2018 el Gobierno del reino Unido anunció la creación del Ministerio de la Soledad para acabar con un problema que afecta a más de nueve millones de británicos, jóvenes y viejos y que ha sido calificado como «la epidemia de las sociedades modernas». Existen estudios que afirman que la soledad es tan dañina como fumar quince cigarrillos diarios. La soledad se asocia con la muerte prematura. No se trata solo de que no tengamos tiempo para cuidar de nuestros mayores, sino de que no lo hacemos porque no nos cuidamos a nosotros mismos. La palabra cuidar, poner atención a algo o alguien, viene del vocablo latino cogitare, que significa pensar, en su sentido absolutamente cartesiano, debido a que pensarnos es la garantía de existir. Vivir a la velocidad que marca el triunfo es vivir como si fuésemos inmortales, una actitud de inconsciente soberbia de la que se nutre el olvido y la soledad. 

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