José Ortega y Gasset (El tema de nuestro tiempo)

Lo menos esencial en las verdaderas revoluciones es la violencia. Aunque ello sea poco probable, cabe incluso imaginar que una revolución se cumpla en seco, sin una gota de sangre. La revolución no es la barricada, sino un estado de espíritu. Este estado de espíritu no se produce en cualquier tiempo; como las frutas, tiene su estación. Es curioso advertir que en todos los grandes ciclos históricos suficientemente conocidos —mundo griego, mundo romano, mundo europeo— se llega a un punto en que empieza no una revolución, sino toda una era revolucionaria, que dura dos o tres siglos y acaba por transcurrir definitivamente. 

Implica una completa carencia de percepción histórica considerar los levantamientos de campesinos y villanos en la Edad Media como hechos precursores de la moderna revolución. Son cosas que no tienen nada importante que ver entre sí. El hombre medieval, cuando se rebela, se rebela contra los abusos de los señores. El revolucionario, en cambio, no se rebela contra los abusos, sino contra los usos. Hasta no hace mucho se comenzaba la historia de la Revolución francesa presentando los años en torno a 1780 como un tiempo de miseria, de depresión social, de angustia de los de abajo, de tiranía en los de arriba. Por ignorar la estructura específica de las eras revolucionarias se creía necesario, para comprender la subversión, interpretarla como un movimiento de protesta contra la presión antecedente. Hoy ya se conoce que en la etapa previa al general levantamiento gozaba la nación francesa de más riqueza y mejor justicia que en tiempos de Luis XIV. Cien veces se ha dicho después de Danton que la revolución estaba hecha en las cabezas antes de que comenzara en las calles. Si se hubiera analizado bien lo que en esa expresión va incluido se habría descubierto la fisiología de las revoluciones.

Todas, en efecto, si lo son en verdad, suponen una peculiar, inconfundible disposición de los espíritus, de las cabezas. Para comprendedla bien conviene hacer resbalar la mirada sobre el desarrollo de los grandes organismos históricos que han cumplido su curso completo. Entonces se advierte que en cada unas de esas grandes colectividades el hombre ha pasado por tres situaciones espirituales distintas, o dicho de otra manera, que su vida psíquica ha gravitado sucesivamente hacia tres centros diversos.

De un estado de espíritu tradicional pasa a un estado de espíritu racionalista, y de éste a un régimen de misticismo. Son, por decirlo así, tres formas diferentes del mismo mecanismo psíquico, tres maneras distintas de funcionar el aparato mental del hombre.

Durante los siglos en que se forma y organiza un gran cuerpo histórico —Gracia, Roma, nuestra Europa— ¿qué régimen gobierna el espíritu de sus miembros? Los hechos nos responden del modo más sorprendente. Cuando un pueblo es joven y se está haciendo, es cuando tiene sobre él el mayor influjo positivo del pasado. A primera vista parecería más natural lo contrario: que fuera el pueblo viejo, con un largo pasado tras sí, el más sumiso al gravamen de lo pretérito. Sin embargo, no ocurre tal cosa. Sobre la nación decrépita no tienen el menor influjo el pasado; en cambio, en la colectividad impaciente todo se hace en vista del pasado. Y no de un pasado breve, sino de un pasado tan largo, de tan vago y remoto horizonte, que nadie ha visto ni recuerda su comienzo. En suma: lo inmemorial.
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La democracia moderna no proviene directamente de ninguna democracia antigua, ni de las medievales, ni de la griega y romana. Estas últimas sólo han proporcionado a la nuestra una terminología tergiversada, el gesto y la retórica. La Edad Media procede por correcciones al régimen. Nuestra era, en cambio, ha procedido por revoluciones; es decir, que en lugar de adaptar el régimen a la realidad social, se ha propuesto adaptar ésta a un ideal esquema.

Cuando los señores feudales, en su galope venatorio, arrasan la sembradura del colono, siente éste natural irritación y aspira a vengarse o evitar en lo futuro el desmán. Pero lo que no se le ocurre es que para impedir tal vejamen concreto sufrido en su haber o en su persona sea preciso transformar radicalmente la organización entera de la sociedad. En nuestro tiempo, por el contrario, el ciudadano que sufre un pisotón siente profunda ira, no contra el pie que le ha pisado, sino contra la arquitectura total de un universo donde los pisotones son posibles. Por esa razón digo que el hombre medieval se irrita contra los abusos (de un régimen), y el moderno contra los usos (es decir, contra el régimen mismo).

Quiere el temperamento racionalista que el cuerpo social se amolde, cueste lo que cueste, a la cuadrícula de conceptos que su razón pura ha forjado. El valor de la ley es, para el revolucionario, preexistente a su congruencia con la vida. La ley buena es buena pos sí misma, como pura idea. Por eso, desde hace siglo y medio, la política europea ha sido casi exclusivamente política de ideas. Una política de realidades en que no se aspira a hacer triunfar una idea como tal parecía inmoral. No es esto en modo alguno decir que de hecho no se haya practicado subrepticiamente una política de intereses y de ambiciones. Pero lo sintomático del caso es que esta política, para poder navegar y hacer su ruta, tenía que autorizarse con algún pabellón idealista y disfrazar sus efectivos designios. 

Ahora bien: una idea forjada sin otra intención que la de hacerla perfecta como idea, cualquiera que sea su incongruencia con la realidad, es precisamente lo que llamamos utopía. El triángulo geométrico es utópico; no hay cosa alguna visible y tangible en quien cumpla la definición de triángulo. No es, pues, el utopismo una afección peculiar a cierta política: es el carácter propio a cuanto elabora la razón pura. Racionalismo, radicalismo, pensar more geometrico son utopismos. Tal vez en la ciencia, que es una función contemplativa, tenga el utopismo una misión necesaria y perdurable. Mas la política es realización. ¡Cómo no ha de resultar contradictorio con ella el espíritu utopista!

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