Alejo Schapire (La traición progresista)

PLATÓN AL PAREDÓN

La Reed College, en la Costa Oeste de Estados Unidos, es considerada una de las universidades más liberales, en el sentido anglosajón.  Se distingue por haber sido uno de los establecimientos que más se movilizó contra el macartismo en los años cincuenta y por ser considerado hoy como un centro de enseñanza para las élites norteamericanas que dirigirán el país. 

En octubre de 2017, la profesora de Inglés y Humanidades Lucía Martínez Valdivia escribía en el Washington Post: 

En Redd College, Oregon, donde trabajo, un grupo de estudiantes empezó a protestar un año atrás contra el primer año obligatorio de Humanidades. Tres veces por semana, estudiantes se ubicaban en los asientos del frente del aula sosteniendo carteles —algunos muy obscenos para imprimirlos aquí— tachando el curso y a su facultad de supremacista blanca, antinegra, no abierta al diálogo y la crítica, apoyándose en que seguíamos enseñando, entre otras cosas, a Aristóteles y a Platón.

Las manifestaciones se convirtieron en una intimidación directa contra los profesores, que en muchos casos pertenecían a minorías étnicas, y prosiguieron con la toma de los micrófonos por parte de los estudiantes y, por último, el cierre de la clase.

«Posturas absolutistas y el supremo reino binario. Eres pro o anti, radical o fascista, ángel o demonio. Incluso pequeñas diferencias de opinión son tomadas y caracterizadas como fallas morales e intelectuales, inaceptables crímenes del pensamiento que cancela cualquier cosa que puedas decir», afirma Martínez Valdivia, quien se presenta como una persona gay de raza mezclada.

En este contexto, crece la hostilidad contra la libertad de expresión. «Un quinto de los estudiantes universitarios dice ahora que es aceptable usar la fuerza física para silenciar a alguien que haga declaraciones ofensivas o hirientes», según un estudio realizado por John Villasenor, investigador para The Brooking Institution y la Universidad de California y profesor en Los Ángeles.  

El informe, basado en entrevistas a 1.500 estudiantes, indica que cuatro de cada diez alumnos creen que el «discurso del odio», no está protegido por la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense, lo cual es falso. Este error es compartido en partes prácticamente iguales según la afiliación política, aunque es un 2% más común entre quienes se identifican como demócratas. La verdadera grieta apareció cuando les preguntaron si estaban de acuerdo en que era aceptable que un grupo de personas irrumpieran a gritos en la charla de un invitado controvertido para que la audiencia no pudiera escucharlo. Aquí, el 62% de los demócratas se mostró a favor de esta práctica, mientras que el apoyo fue sólo del 39% entre los simpatizantes republicanos. Claramente, los roles del censor y del censurado se estaban invirtiendo. 

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El avance de la izquierda identitaria por encima del proyecto de la emancipación universalista no sólo no está cumpliendo con sus promesas de justicia social: está propiciando un enfrentamiento tribal en detrimento del «nosotros», necesario para cualquier proyecto colectivo. La concepción relativista de la humanidad como un archipiélago de identidades en pugna, sin verdades absolutas, vuelve obsoletos consensos históricos, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

La corriente identitaria, que prioriza la subjetividad del grupo por encima de la razón, la emoción por encima de lo factual, busca enterrar el legado de la Ilustración, que sacó a la humanidad de las tinieblas del prejuicio y la ignorancia, impulsando el verdadero progreso. Desde mediados del siglo XVIII, el movimiento de las Luces ha tenido que enfrentarse a la tiranía política, a la Iglesia, al poder conservador que buscaba preservar un orden arbitrario y supersticioso. Hoy, la conquista de la democracia liberal, hija de la Ilustración, descubre que está siendo traicionada desde la izquierda, que, en nombre de una otredad esencializada, se pone del lado del oscurantismo religioso y del totalitarismo. La censura, el puritarismo y la intolerancia han cambiado de campo.

La apasionada tribalización identiraria nutre una polarización exacerbada por la lógica de los algoritmos y las redes sociales, donde la duda, la moderación y los razonamientos complejos se tornan imposibles. Este empobrecimiento en el debate intelectual fue perfectamente comprendido por los gobiernos autoritarios como el de Rusia, Irán o los regímenes teocráticos sunitas que utilizan en Occidente y en los idiomas locales el lenguaje de la identity politics a través de sus canales de TV, Twitter y Facebook, como no lo podrían hacer jamás en sus propios países. La disolución del nosotros en una subdivisión infinita de tribus en lucha se ha convertido en un fantástico instrumento de influencia y desestabilización contra las democracias occidentales. Es por eso que el canal estatal iraní Hispan dio un programa de TV a Pablo Iglesias en España; es por eso que RT (ex Rusia Today) fue el primero en darle un trabajo a Julian Assange (artífice de la filtración de e-mails que le permitieron a Trump ganar la elección); es por eso que Al Jazeera+ da la voz al movimiento de «descolonización» en Francia; es por eso que el Kremlin fogoneó con desinformación, en las redes sociales, tanto las reivindicaciones de Blank Lives Matter como de grupos de apoyo a los policías o supremacistas blancos, al tiempo que desalentaba a los electores negros a la hora de ir a votar.

En ningún caso, la injerencia de estos regímenes se explica por un gusto por el disenso democrático o el igualitarismo, aplastados en esos países, sino porque de este modo activan el resentimiento y generan divisiones en el seno de las democracias rivales que les exigen un respeto universal de los derechos humanos. 

Atenazada por un movimiento iliberal, entre un populismo de ultraderecha identirario en ascenso y un progresismo que traiciona sus promesas de romper cadenas, la democracia liberal está llamada a forjar también su propia identidad, asumiendo sin complejos el laicismo, la libertad de expresión y la lucha por la emancipación universalista por encima de la tentación del relativismo moral y cultural.

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