José Luis Melero (El lector incorregible)

LIMINAR

Uno es escritor de pocos lectores. Pero tal vez de los mejores, como me atreví a sugerir en el delantal que escribí para El tenedor de libros. Ya sé que decir esto me convierte inmediatamente en un arrogante presumido, en un presuntuoso, pero la verdad tiene un solo nombre. Uno escribe de cosas y sobre asuntos que a pocos interesan hoy, aunque esos pocos sean los que más me interesan a mí. La lectura de viejos libros, de viejos autores, solo nos producen melancolía, y los nuevos tiempos no quieren ni oírla nombrar. Se vive deprisa, y el poco tiempo de que se dispone nadie quiere utilizarlo en leer libros antiguos y pasados de moda, de los que es imposible presumir en fiestas y saraos. Nadie, menos mis ejemplares lectores, mis lectores incorregibles, que resisten numantinamente con esos libros en el sofá de sus casas, mientras sus amigos y vecinos, entregados furiosamente al culto al cuerpo, corren y corren por los parques, sudorosos, a veces exhaustos, con una cinta en la frente y chándal haciendo juego, pero felices de ver que, aunque no sepan quién es Wislawa Szymborska, ni maldita falta que les hace, han perdido trescientos gramos desde por la mañana. Estos son los tiempos que corren (nunca mejor dicho) y con ellos hemos de lidiar.

Los libros de viejo llevan camino de ser como los sombreros de copa: una elegante excentricidad. Uno nunca ve a jóvenes en las librerías de viejo. Bueno, en realidad, uno nunca ve en estas a casi nadie, que subsisten ya mayoritariamente gracias a las ventas por internet. Pero los jóvenes podrían aprender mucho en esas librerías, de las que yo salí un día convertido en escritor y dispuesto a contar algunas de las cosas que había aprendido en los viejos libros que en ellas fui descubriendo.Podría decir que todos los libros que he escrito tienen su origen en esas librerías de viejo, en las que cuando uno entra nunca sabe qué a va encontrar ni con qué libros va a salir. El suspense está garantizado, como en las mejores películas de Hitchcock. Y sería bueno que nuestros jóvenes, los letraheridos al menos, supieran que por poco dinero, desde luego por mucho menos de los que les cuesta la última versión del móvil más psicodélico, pueden comprar libros maravillosos que les cambiarán la vida.

Sería bueno, decía, pero no es fácil ya enganchar a muchos a la lectura del papel impreso, sometidos como estamos a la tiranía del mundo digital. Y si cuesta no poco que se vendan los libros de éxito, esos de los que todo el mundo habla (no hay sino preguntar a nuestros amigos libreros para saber las enormes dificultades con las que se enfrentan para sacar sus pequeños negocios adelante), no quiero ni pensar lo que puede costar que se lean libros como los míos (como los nuestros, pues a nosotros, amigos de la misma cofradía de raros y chiflados, me dirijo), en los que no vamos a encontrar recetas para triunfar sino herramientas para sobrevivir. 

[...] Mis lectores incorregibles conocen de sobra lo que van a encontrar en estas páginas: mucha pasión por los libros y la literatura, algunos pocos saberes inútiles, interés por no tomarse nunca demasiado en serio, voluntad de condimentar todo con algo de humor, y un tono que siempre pretendo que sea amable y confianzudo, para que las horas de lectura se pasen sin darse uno cuenta. Nada me gustaría más que un día, al encontrarnos en cualquier librería, pudierais decirme que las historias de este libro os habrían proporcionado un poco de felicidad. Todo entonces habrá merecido la pena. 

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