Los acuerdos tras la guerra mundial entre americanos y soviéticos, de Yalta y Postdam de 1945, sirvieron para que capitalistas y marxistas se repartieran Europa sin el menor rubor e, implícitamente, todas las áreas de influencia del mundo. Dicho de otra manera, se adjudicaron el monopolio del globo, buscándose al mismo tiempo la coartada de un enfrentamiento irreconciliable capaz de generar un clima de pánico nuclear insuperable durante 45 años, denominado Guerra Fría, con ánimo de sometimiento atemporal de todos los demás. Las colosales conquistas y beneficios obtenidos por unos y otros a partir de entonces, juntos o separados, son simplemente inestimables. Esta extraña conjunción de intereses teóricamente tan dispares ayuda a entender la anormalidad de la convergencia de izquierdas y derechas en Europa a partir de 1945, a través de la democracia —no otra cosa que una conjunción de marxistas y capitalistas—, primera autora del diseño de un futuro geopolítico y económico global, que no solo permanece vigente sino que no ha dejado de amplificarse hasta el día de hoy.
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Para encontrar las claves del globalismo es preciso sumergirse en la historia más lejana de la modernidad y seguir sus pasos, desde el Renacimiento al posmodernismo, a través del liberalismo, la Ilustración, el capitalismo y el marxismo, hasta desembocar en la era actual de las nuevas tecnologías, la tecnociencia, la bioquímica, la inteligencia artificial, el Big Data y las redes sociales. Solo de esta forma se puede comprender la última transformación del globalismo neoliberal, básicamente económico, y el globalismo totalitario multidisciplinar e integral de la actualidad —ideológico, cultural y económico—, que lleva ínsita la instauración de un pretendido nuevo orden mundial, único y dictatorial, centralizado en Occidente pero no exclusivo de él.
Dibujadas estas primeras pinceladas introductorias del globalitarismo y sus fines y medios, se hace obligado ir por tiempos para desgranar y descubrir este complejo fenómeno. Empezando por su origen y desarrollarlo hasta llegar al presente. Para así entender que la globalización no parece súbitamente en el siglo XXI, sino que viene de muchos más lejos, de principios del siglo XX: tiene su primigenio origen en la creación de la sociedad de masas y la progresiva toma de poder por parte de ésta, y de sus élites en su nombre, del mundo occidental. En efecto, la primera y más trascendente consecuencia de la conversión, a principios del siglo XX, de la sociedad de élites —de aristócratas, burgueses y capitalistas— en una sociedad de masas —de propietarios y campesinos— es la universalización de la batalla ideológica; lo que explica que la globalización de las ideologías se adelante un siglo a la del bienestar, los mercados, el conocimiento y las comunicaciones. Por su parte, la globalización del bienestar y los mercados es asimismo muy anterior a este nuevo globalitarismo dominador de Occidente, aunque haya permanecido insidiosamente oculto muchos años. Quiere con ello significarse que hace ya más de cien años que en el planeta existe un gran y primer fenómeno globalizador, debido a que las ideologías marxistas, con objetivos de lucha de clases y de dictadura del proletariado, tenía un espectro declaradamente transversal y universal, es decir, global. En el que seguían progresando hasta terminar por conquistarlo en no muchos años. Las élites aristocráticas y los poderes políticos se verán más presionados por las masas, lo que será aprovechado por los líderes de éstas para formar sus propias organizaciones políticas y sociales —partidos y sindicatos—, bajo principios y fines estrictamente colectivistas, es decir, con pretensiones decididamente globales.
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En efecto, el sistema capitalista de libre mercado del neoliberalismo no haría honor a sus predicamentos, por mucho que anteriormente sí lo hubiera hecho —o lo hubiera parecido—, mientras estuvo sujeto a la vigilancia de los estados democráticos, poniendo entonces a prueba sus virtuosas capacidades. Pero, lamentablemente, el control democrático estaba en trance de desaparición por culpa del exacerbado capitalismo neoliberal norteamericano, al que su inagotable potencial y perversa influencia sobre Europa le hacían cada vez más peligroso. Los orígenes anglosajones y judeo-protestantes del capitalismo hacían inevitable que, antes o después, los modos y prácticas capitalistas estadounidenses terminaran por imponerse en Occidente dado su gran poder y ascendencia. Acierta en buena medida Judt cuando apunta que con el neoliberalismo americano la gente empezó a perder "el respeto por los bienes definidos socialmente, a medida que los occidentales comenzaron a hacer suyos algunos de los rasgos más indeseables del modelo estadounidense", propenso a prestar muy poca atención a la solidaridad y a las prestaciones sociales para, en cambio, incentivar el egoísmo con el crecimiento imparable de las economías privadas —y de las especulaciones fraudulentas— así como con los beneficios escandalosos y abusivos de ciertos sectores económicos, especialmente del de los mercados financieros tras la desregulaciones de los años ochenta. El pecado capital de no controlar la especulación y el fraude no solo será la causa de todas las crisis económicas globales parecidas desde entonces sino también la causa del gradual empobrecimiento ético del sistema democrático de base capitalista y de su desprecio a la ley y al estado de derecho, que le llevará a su degeneración y destrucción.
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Esta mutación del benefactor capitalismo de libre mercado en tiranía oligárquica-globalitaria supondrá el secuestro de la democracia y el origen de lo que se convertirá en su despiadada némesis: un opresor ultracapitalismo ejecutado por una nueva derecha megarrica a través de una jungla de caprichosas desregulaciones, injustos privilegios fiscales e inhumanitarios aranceles mundiales, bajo una selvática ley impuesta por sus oligarquías plutócratas. Un antojadizo y totalitario globalismo —en lugar de la equitativa y libres globalización— que obligará a los mercados mundiales a competir en condiciones de desigualdad con otras regiones de prácticas opresivas y esclavista explotación de personas. Un horroroso monstruo de laboratorio creado por y para las grandes fortunas capitalistas cuyo último objetivo no era otro que acabar con la soberanía de los estados y con la libertad de sus economías y ciudadanías.
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Entre tanto y visto desde la atalaya de poder en la que está establecido el ultracapitalismo de Occidente, su ensayo de connivencia con esas izquierdas de inspiración comunista puede parecer una estrategia recomendable, aunque extraña y aventurada, para seguir avanzando con ventaja en sus intenciones de adueñarse del mundo e instaurar un nuevo orden todavía más provechoso para sus avaras apetencias. Se hace parecer, sin embargo, una soterrada estrategia geopolítica con la que ese nuevo capitalismo también plutócrata y de origen anglosajón intenta encubrir la postergación de Europa, una vez comprendido que Occidente y sus principios éticos representa ahora un obstáculo para él. Una vez consolidado su siempre perseguido predominio social y económico necesita abjurar de sus valores al parecerle lo conseguido poca cosa y aspirar a lograr, asimismo, iguales resultados en el resto del mundo, especialmente en las áreas de influencia del comunismo capitalista de China.
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Entre tanto, sólo algún heroico intelectual del conservadurismo-liberal se atreverá a enfrentarse a esa superioridad moral "gramsciana" de la izquierda marxista. Sus más conocidos ejemplos serán Karl Popper, Albert Camus y, sobre todo Raymond Aaron, conforme más adelante se podrá ver. Esta rendición incondicional es de sobra sabida y admitida; lo que no se conoce, o no suficientemente, son las razones de tan extraña actitud; algo que a continuación intentaré desgranar. Las opiniones menos comprometidas tienden a buscar disculpas ante tanta desvergüenza, escudándose en la debilidad de ánimo, la cobardía o la falta de carácter o coraje. Sin dejar de ser ello cierto no es, en cambio, el punto neurálgico del problema.
La primera autojustificación no duda en apelar sutilmente al trauma sufrido por las derechas a causa de los horrores fascistas, como si les fueran imputables, a pesar de no haber sido sino otras víctimas más y siempre haber dejado claro su rechazo a cualquier totalitarismo, así como peleado a vida o muerte contra él. Como decía más arriba y apunta Judt, el "trauma creado por el totalitarismo socialnacionalista determinó, sin justificación alguna y saberse por qué, el abandono avergonzado por la derecha de muchos de sus principios y la búsqueda de refugio en posturas más eclécticas y menos firmes con sus tradiciones". Desde muy pronto, el clima inquisitorial creado por la izquierda acobardó a la intelectualidad conservadora y la llevó a desistir de sus ideas y a la dilución de su pensamiento, hasta hacerlo desaparecer de la mente de las gentes. Estaba socavada la primera fuente de ignición del edificio conservador-liberal, lo que le llevará a su gradual desmoronamiento y a su abandono en brazos de una socialdemocracia que nunca renegará de su condición marxista pero que, a pesar de ello, no tendrá remilgo en competir tramposamente por el espacio del centro político.
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Ciertamente, el materialismo provinente del marxismo hacía décadas que se había adueñado del firmamento de las ideologías por lo que, la conjunción del capitalismo y el marxismo, por muy sorprendente o increíble que pudiera parecer, llevaba ya tiempo haciéndose esperar y era, en el fondo y dadas las mutuas concupiscencias y ambiciones de uno y otro, su más lógico desenlace. Al fin quedaba al descubierto las traiciones históricas del liberalismo capitalista, nunca capaz de escribir un discurso ético —como, al menos, siempre habían hecho y tenido a gala el marxismo y los nacionalismos—, seguramente porque carecía de él y no quiso siquiera tener el atrevimiento de inventarlo, sabedor de que probablemente no lo cumpliría que quedarían en evidencia sus falsedades. El capitalismo y el marxismo, con parecidos caracteres salvajes e inhumanos, se habían salido con la suya y sacado adelante sus distintos intereses, aunque ambos igual de prosaicos y egoístas: al fin de cuentas, los dos eran capitalistas y totalitarios —uno del descafeinado y retórico neomarxismo de Occidente y el otro del puro y duro marxismo de Oriente—. Una convenida y maquiavélica simbiosis de transversalidad a dos bandas en provecho común, entre el capitalismo de derechas más feroz y la ideología de izquierdas más maléfica y subversiva. Una permuta de marxismo por capitalismo y de supremacía moral a cambio de supremacía económica, a modo de una fusión empresarial sin contemplaciones morales del capitalismo y neomarxismo occidental en torno a un globaritarismo dirigido a crear un nuevo orden dictatorial en el mundo. Un revolucionario régimen de gobernanza global, carente de guion —la voraz Agenda 2030 es una ridícula pantomima gestual de corrupción— y sin mando geopolítico único, dadas las inexpugnables barreras culturales, geográficas y políticas que blindan al comunismo oriental. Muy a su pesar, los irreprimibles deseos del globalitarismo occidental por controlarlo cuentean con una alta probabilidad de resultar frustrados.