Hamlet y Edipo en versión zombi
Las revoluciones empiezan cuando los ideólogos y los jacobinos se descubren mutuamente: los primeros se alegran de haber encontrado a sus almas gemelas; los segundos, a unos lacayos.
En su ascenso al poder, los primeros se convierten en apparatchikí, entusiasmados con su capacidad para dirigir los acontecimientos. Esta breve fase culmina con su asesinato a menos de sus antiguos socios.
Los ideólogos, con su efímera ilusión de autoridad, se conforman con inventarse nuevos nombres para sí mismos (ciudadano/a, camarada) y para todo lo demás que exista (él, ella, nosotros, ellos), y se les dejar libremente por los grandes almacenes de la cultura cambiando los rótulos, es decir, controlando lo que se dice.
La oposición, como vemos, se castiga casi al instante. En primer lugar, se caracteriza la expresión de las opiniones como disentimiento; después, se la calumnia, y entonces el disentimiento —que ahora se llama «agresión»—pasa a identificarse como falta de asentimiento activo.
Los que quieren evitar, primero la discordia, y luego la censura y la pérdida de ingresos, descubren enseguida que no tienen donde esconderse y que han de elegir: o apoyan activamente unas ideas que les repugnan o entran en una lista negra.
Tras la inevitable noche de los cuchillos largos, la amenaza de la lista negra deja paso a la certidumbre de la cárcel o de la muerte.
Éstas son las lecciones de la historia, es decir, la constancia escrita de una de las funciones de la naturaleza humana: guiar al individuo hacia el poder. Este impulso está sujeto a unos contrapesos, como son los beneficios de la religión— y, por tanto, de la moral— y los de un Estado constitucional: la libertad de prosperar protegida por la ley y el razonable temor al castigo por incumplirla.
Si cada cual no los suscribe, tenemos esa anarquía que, como podemos ver ya, conduce a la normalización del delito. ¡Qué mayor placer para la débil alma humana que la posibilidad de delinquir, no sólo con permiso, sino, además, con respaldo? En esto, el tráfico sexual de personas en la isla de Epstein y la destrucción de las ciudades vienen a ser la estupefacta alegría de Hitler al tomar Francia: nadie me va a parar.
Los seres humanos somos malas piezas. Si nos descuidamos, nos dividimos entre depredadores y presas.
Sabemos que hay cortapisas: el honor, la moral, la lealtad familiar y el temor a la vergüenza y al castigo. Se mantiene el orden en las civilizaciones —para bien o para mal— mediante el palo y la zanahoria. En la Declaración de Independencia se enumeran como recompensas la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
Pero ¡qué hay de nuestros deseos de la muerte ajena? ¡Qué hay de nuestra envidia a quienes les va mejor? ¡Qué hay en el impulso de mezclarnos, en busca de compañía o camuflaje, por temor a la noche?
En su forma benigna, tenemos asociaciones como los grupos de costura y las ligas de bolos; cuando evolucionan hacia la anarquía, vemos movimientos Occupy Wall Street, Black Live Matter y Antifa y, después, la carmañola y la guillotina.
Cada cual se sabe débil: ha hecho algo malo, o lo ha pensado, o tal vez lo ha planeado. La mentalidad de rebaño lidia con nuestro autoodio echándoles la culpa a otros; a los racistas, a los israelíes, a los «odiadores». La religión lidia con lo que nos incomoda saber sobre nosotros ofreciéndonos la confesión, el consuelo y la oración.
Una cultura sana trata esa enfermedad con arte. Los grandes cuadros y obras musicales pueden inspirar, sugerir, aliviar, emocionar, pero no pueden dar lecciones. Ni tampoco puede la literatura. La razón de ser del arte, como de la religión, es llegar a esas partes del alma humana ajenas a la corrupción de la consciencia.
Todos sabemos que nuestra consciencia está corrompida, y analizar una vida larga conlleva un arrepentimiento, una vergüenza y un auténtico horror por nuestros actos que, a veces, apenas son soportables.
El teatro, y en particular la tragedia, nos procura una mediana entre la franca confesión y el conocimiento consciente, racional (es decir, defectuoso o, al menos, poco fiable).
La tragedia surte el efecto de las historias contadas alrededor de la fogata y, al igual que los chistes, nos libera de la reflexión racional. La escucha nos transporta a otro mundo. Las palabras «érase una vez», al igual que «van dos y le dice uno al otro«, no sólo calman nuestras inquietudes —necesarias, cotidianas— relativas a la posición social, al bienestar y a nuestro concepto de nosotros mismos, sino que las soslayan automáticamente.
Al escuchar estos hechizos místicos nos relajamos, porque sabemos que la historia no tratará sobre nosotros. Si sospecháramos, en nuestro estado desprevenido, que en realidad estamos escuchando un cuanto moral —es decir, un anuncio publicitario—, se rompería el hechizo y habríamos de hacer uso de nuestros medios de protección.
Y creíamos que nos estaban contando un cuento para dormirnos.
La razón de ser de los cuentos al acostar a los niños es combatir su miedo a la oscuridad y su consciencia de su propia fragilidad. No se les dice que se enfrenten a ello y empleen la razón («los monstruos no existen»), sino que se les calma a través de un mecanismo que pasa por encima de su frágil consciencia y de su escasa capacidad para tranquilizarse a través de ella. Esa fragilidad es algo que tenemos en común con los niños.
No procede tratar de atajar los miedos de un niño diciéndole: «Así que, recuerda: nunca te conviertas en lobo». Hacerlo es cometer el mismo error que hacer obras de teatro «con mensaje». Con ellas se está malversando el momento teatral. Y también con los «coloquios con el público» de después, que convierten una noche en el teatro en una clase de lengua.
Cuando la libertad de expresión desaparece cual Jimmy Hoffa, se deja a los productores y a los espectadores abandonados con su miedo. No sólo se ha eliminado un mecanismo atenuante, sino que se ha forzado esta forma de arte para ponerla al servicio del mecanismo represor.
El teatro lleva bastante tiempo de capa caída, y ahora, con su (posible) resurgimiento, se descubrirá que lo han convertido en una plaza para la entronización del pensamiento correcto. Es decir, la proclamación del reino de la Diosa de la Razón; es decir, de la oclocracia.
Hemos visto en Broadway cómo las formas habituales de comedia, drama y tragedia han sido suplantadas por los espectáculos históricos. Son homenajes a un logro humano, a la inteligencia, la gracia o la suerte; en definitiva, al poder humano sobre la naturaleza o las circunstancias. Su razón de ser es conmemorar a una persona (el nacimiento de Galileo), un lugar (la fundación de Des Moines) o una idea (Semana Nacional de la Agricultura, Concentración en Múnich).
Es una excusa perfectamente razonable para una representación, y cubre nuestra necesidad de unión. Pero es lo contrario del drama. En definitiva, es, para bien o para mal, «la obra del instituto». Asistimos para aplaudir la idea presentada en el título del espectáculo histórico. No experimentaremos —no podríamos— esas emociones ni, por tanto, la catarsis por la que ha existido siempre el teatro. De esos espectáculos no salimos purificados, calmados, sorprendidos, riendo, llorando, meditabundos o turbados. Y no saldremos habiendo apartado un momento aun lado la carga de nuestra consciencia.
Sabemos que si alguien se levanta renovado de sus oraciones es que ha obtenido una respuesta a sus plegarias. Nuestras plegarias han sido asimismo respondidas al salir del magnífico ballet, concierto o partido de fútbol, incluso: nos han quitado la carga un rato. En cambio, el espectáculo histórico no responde a nuestras plegarias, sino a las plegarias de otros. Para bien o para mal, por cualquier razón —orgullo cívico, esperanzas de ganar algo, intentar conseguir adeptos—, han escenificado lo que es a fin de cuentas una manifestación.
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