Bernard-Henri Lévy (Este virus que nos vuelve locos)

VUELVE, MICHEL FOUCAULT

Lo primero que me sorprendió fue el auge del «poder médico». 

Sin embargo, tampoco es novedad.

Ese poder lleva muchos años de historia a sus espaldas.

Galeno, el médico filósofo que —en calidad de médico— prácticamente fue el guía espiritual de Marco Aurelio, Cómodo y Septimio Severo.

John Locke, a quien acabamos de entender gracias a sus manuscritos de estudiante en Oxford, y lo que le debe su invención de los derechos humanos a su formación como experto en el bienestar del cuerpo. 

A partir de la Revolución francesa, la imagen del magistrado-médico, cuya figura emblemática sería Cabanis (que se salvó del Gran Terror gracias a sus saberes de galeno).

Michel Foucault explica que no se pueden entender las disciplinas que surgieron en la época clásica de la mano de los Estados si no reparamos en que se inspiran en el modelo tanto del hospital como de la prisión; Vigilar y castigar, sí, pero antes, El nacimiento de la clínica y su arqueología de la mirada médica llamada a alimentar los «saberes-poderes» contemporáneos. 

Al releer a este filósofo tampoco podemos evitar doblar las esquinas de las páginas que dedica a la gestión, hasta el siglo XVIII, de las epidemias de peste, en las que no se optaba, como con la lepra o los locos, por el ostracismo en una isla o por un gueto en los confines, sino por el confinamiento de la ciudad entera; cada cual en su casa; los vigilantes del barrio patrullando y amonestando a quienes se saltaban el confinamiento y, cuando caía la noche, todo el mundo salía al balcón; una costumbre que antaño no era para aplaudir a los sanitarios, sino para permitir a las autoridades contabilizar los muertos, los moribundos y los vivos. 

Pero ¿nos encontramos ante el descrédito creciente del discurso público?

¿El repudio de las élites en su estadio final?

¿El sello de los poderes desorientados que ya no saben a qué santo encomendarse?

Las cosas nunca habían llegado tan lejos.

Nunca se había invitado cada noche a todos los hogares a un médico para anunciar, como una pitonisa triste, el número de muertos de la jornada. 

Nunca habíamos visto en Europa a los jefes de Estado y presidentes rodearse de uno o varios comités científicos antes de hablar.


EL MARAVILLOSO CONFINAMIENTO

Hay una frase que me ha resultado insoportable.

La cita de Pascal, repetida hasta la náusea: «Todos los males del ser humano vienen de no saber estar en reposo en una habitación».

La cita se ha convertido en un viático para otra población de penitentes —o la misma— que ha descubierto que había cometido un segundo error: destruir el planeta, de acuerdo; permitir la globalización de las cadenas alimentarias y sanitarias, por supuesto; multiplicar los viajes en avión que constituyen tanto atentados contra la balanza de carbono como crímenes contra el clima, sin duda; pero también, al proyectarse de esa manera hacía el mundo, esas personas se han abandonado a sí mismas, a su verdad interior y a ese largo plazo al que aspiran, algo que el «confinamiento», de manera oportuna, iba a remediar.

Además, cabe decir que la cita estaba trucada.

Los que estaban felices con el confinamiento, los dichosos de zonas acaudaladas o los más afortunados que aprovechaban para cultivar su jardín —mientras que los demás, todos los demás, no estaban confinados con alegría y buen humor ni tenían la suerte de no vivir en una residencia de ancianos, en una ciudad dormitorio de los suburbios o en una casa de dos habitaciones con ruido y con niños—, los neourbanitas que veían en el pensamiento pascaliano una invitación a reencontrarse con felicidad con las pequeñas cosas, con la delicia del tiempo que no pasa, la alegría de los gestos cotidianos reaprendidos y, sobre todo, por la oportunidad de resetear su vida y aprender a escucharla, no han  sido capaces de leer la cita en cuestión hasta el final y, además, han omitido dos cosas. En primer lugar, para Pascal, «estar en reposo en una habitación» no era una sinecura, sino un acto de ascetismo; era una prueba dura, una dolorosa experiencia metafísica casi insoportable, porque nos hace palmaria nuestra finitud. En segundo lugar, esa prueba tan difícil consistía en no hacer nada, absolutamente nada: nada de cocinar, de hacer jardinería, de absurdos pasatiempos, de maquetas de Notre Dame en papel maché, de aperitivos por videoconferencia con una cervecita, de fotos de uno mismo sin hacer nada en la misma cuenta de Instigaran donde, la semana de antes, había olvidado que esa prueba, para Pascal, no solo era la prueba de la nada, sino el vértigo y el horros infinito de esa nada. 

Y, sobre todo, esos pascalianos domingueros o, incluso, de los siete domingos, esas almas muertas y resucitadas, esos que antes estaban perdidos y que —oh, lo prometemos— nunca volverían a girar como peonzas y que vieron en el confinamiento la oportunidad de bajar revoluciones, de reponer fuerzas y reconectar, como decía Valéry, con «el armonioso Yo», esos arrepentidos de la diversión a los que de repente les parecía maravilloso un viejo batín y unas pantuflas, que ya no tenían ganas de quitarse, los objetos que les serían de ayuda en su hermosa, noble y exultante aventura de ser ellos mismos, verdaderamente ellos mismos de una vez, de concentrarse por fin en ellos, en lo que hay de bueno y precioso en uno mismo. Todas esas personas se olvidaban de otra frase de Pascal, correlato de la que citan: «El yo es aborrecible». 

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