Gregorio Luri (La imaginación conservadora) Una defensa apasionada de las ideas que han hecho del mundo un lugar mejor


ALGUNOS RASGOS DE LA TEATROCRACIA MODERNA

El incremento de lo posible y la reducción de lo real

La aceleración de las separaciones de las politeias modernas y la avalancha de innovaciones tecnológicas han permitido que en la conciencia de los ciudadanos el sentido de lo posible vaya creciendo a costa del sentido de lo real. Tendemos así a creer (toda la publicidad envolvente nos anima a a ello) que somos libres pata dotar a nuestra alma, a nuestro cuerpo y a nuestras relaciones de las formas que se nos antoje y a esto llamamos autonomía. Pero como el incremento del sentido de la posibilidad no ha ido acompañado de un incremento paralelo de la inteligencia, lo que acabamos haciendo con nosotros mismos está muy por debajo de lo que soñábamos poder hacer. El resultado es el alma frustrada, herida de desconfianza hacia sí misma, por su manera de gestionar su libertad, que necesita buscar las compensaciones que calmen sus decepciones. 

Se ha dicho que si el siglo XIX fue el siglo de la libertad económica, el XX el de la libertad política, el XXI sería el de la libertad moral, pero la libertad moral no es algo que esté al alcance del animal político, por mucho que el clima dominante nos anime a «rediseñarnos», probar diferentes estilos de vida, experimentar con nuevas sensaciones y emociones, ser espontáneos, buscar la originalidad, «ser uno mismo», escuchar al corazón, realizar nuestro derecho a ser felices, soñar con lo imposible, superar las zonas de confort, atreverse a divergir, ser disruptivo, pensar y vivir de forma alternativa, etc. Si definiéramos a nuestro presente exclusivamente por aquello de lo que le gusta presumir, deberíamos plantearnos si no esconde algún resentimiento consigo mismo en su manera de entretenerse con lo posible. ¿Ni es llamativo que la creciente apología de la libertad se corresponda con una decreciente claridad de los fines?

El hombre puede jugar con la imaginación de lo ilimitado e indefinido, pero su capacidad para soportar la presencia de lo real de lo limitado no es ilimitada. Necesita vivir dentro de horizontes de sentido que evolucionen a un ritmo que le permita seguirlos al paso. Sin formas asentadas de estabilidad, ni tan siquiera sería posible el cambio. Quien vive el flujo permanente, carece de puntos de referencia. 

Precisamente porque el hombre sueña con lo ilimitado y porque el mismos concepto de ilimitado es una de las figuras permanentes de su imaginación, necesita de espacios de estabilidad, seguridad y certeza en los que poder someterse al poder terapéutico de la norma y compensa así el vértigo inherente a las desmesuras de la ilimitación. Al fin y al cabo, en más fácil soportar el flujo si al llegar a casa encontramos cada día alguien que nos acoge, si en nuestro supermercado siguen vendiendo ese producto que tanto nos gusta, si el camarero que nos sirve el cortado a media mañana sigue recordando nuestro nombre, sI los transportes públicos son puntuales... es decir, si el límite continúa siendo una fuente cotidiana de sentido. 

Lo nuevo de nuestro tiempo no es la libertad moral, siempre relativa, sino la teatrocracia, la omnipresencia de la mirada crítica que, al alejar al hombre psicológico del político, da lugar a las almas disconformes, que no pueden mirarse sin sentir una cierta vergüenza, por no estar a la altura de las ilusiones que han proyectado sobre sí mismas y que ni tan siquiera saben disfrutar con lo que poseen, a pesar de las ofertas de bienestar psicológico que las bombardean continuamente. Y así, intentando liberarnos de la autoridad de la Iglesia, hemos acabado bajo la autoridad de terapeutas. 

El emotivismo dominante no es más que la expresión de nuestra incapacidad para hacernos cargo con coraje de la figura de nosotros mismos que contemplamos en nuestro teatro interior. 

Hoy nos sorprenden pocas cosas. No nos sorprende que Stelarc, un artista «poshumanista» que cultiva la «protréptica», se haya implantado una oreja en el brazo izquierdo. No nos sorprende que los Lichy, un matrimonio formado por dos sordomudos británicos, hayan decidido recurrir a la ingeniería genética para garantizar que sus hijos compartan con ellos la sordomudez porque —dicen—, lejos de ser minusválidos, son una minoría cultural. No nos sorprende que el psicólogo americano Gregg M. Furth haya querido amputarse una pierna sana para manifestar hasta qué extremo es dueño de su cuerpo. No nos sorprende que el transgénero Trystan Reese tenga un hijo con Biff Chaplow, su pareja homosexual. No nos sorprenden las declaraciones de una joven de 18 años que planea casarse con su padre: ¿Por qué me juzgan por ser feliz? —se extraña—. Somos dos adultos. Con 18 años sabes lo que quieres». No nos sorprende que en una fiesta de disfraces que tuvo lugar en noviembre de 2016 en la Universidad de Queen, en Ontario, los bienpensantes criticaran a los disfrazados de pieles rojas, monjes budistas, zulúes, mexicanos o árabes por «apropiación cultural», que sería la apropiación arrogante de los símbolos culturales de las minorías oprimidas, legitimando así el neocolonialismo simbólico y los estereotipos racistas. Nos nos sorprende que un gobierno autonómico español convoque oposiciones para profesores de enseñanza secundaria reservando un 7% de las plazas a personas con un grado de discapacidad igual o superior al 33% especificando además que en cualquier caso el 2% de las plazas debían ser cubiertas por «personas que acreditasen discapacidad intelectual». No nos sorprende que el doctor chino Ren Xiaoping se proponga transplanta una cabeza con éxito. «Si no es él, será otro», pensamos, y nos encogemos de hombros ante la trivialidad de una nueva extensión de lo posible. No nos sorprende que un análisis publicado en julio de 2017 en la revista médica British Medical Journal nos diga que la idea, tan firmemente defendida por todos los médicos, de que hay que tomar el tratamiento completo de antibióticos para evitar la resistencia antibiótica no sólo no se apoya en evidencias científicas sino que provoca justo lo contrario de lo que se pretende. ¡Hemos oído ya tantas veces que algo que hasta ayer era malo o bueno para la salud hoy ya no lo es...! ¿No nos dicen ahora que las vacunas son una especie de peste de la humanidad? No nos sorprendemos ni de la astenia de nuestra capacidad para la sorpresa.

* Gregorio Luri (¿Matar a Sócrates?) El filósofo que desafía a la ciudad

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