DANDIS Y CRÉDULOS
En la era de la web, ¿cuál es la actitud correcta? ¿Cómo es mejor vivir?
Descartemos de entrada dos comportamientos absurdos, dos errores contrapuestos.
La postura reaccionaria de quien prefiere salvar el viejo mundo de la separación y fingir que la conexión no existe es tan inútil como hipócrita. Inútil porque nuestra dinámica de civilización no tardará en barrer este tipo de anquilosamiento esporádico. La cuestión nunca ha sido tomar partido a favor o en contra de la tecnología, porque realmente no importa. Imagínate que en 1882 o 1883, cuando la compañía Edison empezaba a electrificar las ciudades, un cenáculo de intelectuales se hubiera reunido en Manhattan o en el Barrio Latino y hubiera pasado largas tardes debatiendo esta grave cuestión: ¿es el alumbrado eléctrico algo bueno o malo? Por muy animadas que fueran sus discusiones, no habrían sido más que cháchara y una pérdida de tiempo. Que uno esté o no a favor de la electrificación a finales del siglo XIX es indiferente; un proceso de este tipo no requiere aprobación o condena desde el punto de vista moral, sino compresión desde la perspectiva antropológica. ¿Qué significa para el ser humano poder accionar un aluvión de vatios en casa mediante un interruptor, poder trabajar de noche, deambular por calles iluminadas y escapar de la oscuridad? Los intelectuales de hoy en día que se lanzan en encendidas diatribas contra el teléfono móvil, o que vilipendian las redes sociales, a menudo caen en la caricatura; como el medium que se concentra para mover un vaso con la sola fuerza de su mente, parecen haberse convencido de que su vindicta bastará para desviar el curso de los acontecimientos.
La postura del objetor de conexión es también hipócrita porque supone una independencia de la organización colectiva que, en realidad, solo se permite a los privilegiados. Así como hemos visto surge un «dandismo de desconexión» entre cierta élites, que tienen tiempo libre para dar un paso atrás, para retirarse de las exigencias profesionales durante días o semanas, por la simple pero inconfesable razón de que cuentan con un patrimonio y unas cuentas bancarias bien abastecidas. La perspectiva idealista, la «emboscadura» tan querida por el romanticismo alemán y por
Ernst Jünger, no es más que avatares del desprecio aristocrático por las clases trabajadoras, sobre las que recae el peso de toda la sociedad. En la base de la escala, en el lado de los trabajadores pobres, de los frágiles, de los migrantes, el teléfono móvil se percibe como un viático, una herramienta casi indispensable para la supervivencia.
[...] El horizonte del «totalitarismo digital» ya se deja entrever con los programas de espionaje masivo establecidos en las democracias occidentales, y de forma aún más inquietante en el Sistema de Crédito Social instaurado en China. Desde marzo de 2018, a cada ciudadano de la República Popular China se le atribuye una puntuación de ciudadanía, calculada a partir de los datos recogidos sobre el interesado. A quien haya publicado críticas al Partido, pertenezca a una minoría religiosa reprimida o tenga antecedentes penales, se le rebaja la puntuación, con consecuencias sobrecogedora para la vida cotidiana, puesto que una mala puntuación es privativa del acceso al transporte y de la libertad de movimiento de una provincia a otra o al extranjero, dificulta la obtención de préstamos bancarios, incrementa las pólizas de seguros, prohíbe montar un negocio o matricular a los hijos en las mejores escuelas y universidades. Este sistema se basa en gran medida en el uso sumamente extendido en China de la aplicación WeChat, que, una vez instalada en un teléfono móvil, permite a los usuarios enviar mensajes, hacer videollamadas o llamadas, pagar compras en tiendas, reservar un hotel, pedir un coche, pero también desbloquear una bicicleta o un patinete en la ciudad. Adoptado por casi toda la población activa del país, proporciona un servicio polivalente y centralizado. El gigante chino de las telecomunicaciones que la ha lanzado, Tencent, sabe qué posts publicas en redes sociales, los mensajes que encías a tu círculo, tus movimientos, tus compras, el estado de tu cuenta bancaria... En otras palabras, está en condiciones de cruzar las acciones de sus usuarios en línea y en el mundo físico. Esta tecnología es la nueva y aterradora arquitectura de la opresión, ya que una sola parte que se apoya en este dispositivo de última generación tiene la capacidad de reprimir e incluso impedir la más mínima desviación de su voluntad.
Así pues, las dos posturas extremas —permanecer apegado a los valores de la modernidad separativa por nostalgia, o convertirse en el turiferario y el heraldo de la modernidad conectiva— apenas son convincentes, porque la primera es demasiado contraria al sentido de la historia y se condena a sí misma a la impotencia, mientras que la segunda da carta blanca a las perores dominaciones del porvenir.
Entonces, ¿cuál es la actitud correcta?
POR UN POSUTILITARISMO
La gente está convencida, no sin cierto atisbo de razón, de que todos los reformistas e inventores de sistemas están locos [...] Hasta ahora, a mi entender, no ha ido mucho más allá de un sueño. [...] La otra noche soné que era el fundador de una secta; naturalmente, una persona de gran santidad e importancia. Se llamaba la secta de los utilitaristas.
El autor de esta nota de 1780 es el filósofo inglés Jeremy Bentham. Ese mismo año, autopublicó su obra maestra, Introducción a los principios de la moral y la legislación, y la distribuyó en un pequeño número de ejemplares entre su círculo más cercano (no fue hasta 1789 cuando un editor londinense la publicó oficialmente). Este relato del sueño es revelador, porque en él aparece por primera vez la palabra «utilitarista»; también muestra que la ambición de Bentham no era solo especulativa, sino que deseaba dar origen a una corriente de pensamiento impulsada por los miembros practicantes —los utilitaristas— que pudiera convertirse en una fuerza motriz en el espacio social.
En Introducción a los principios de la moral y la legislación, Bentham plantea una idea elemental, pero cargada de potencial revolucionario, la idea del principio de utilidad, «Por principio de utilidad se entiende aquel principio que aprueba o desaprueba una acción, sea la que sea, según la tendencia que parece tener a aumentar o disminuir la felicidad de la parte interesada, o lo que es lo mismo, a promover la felicidad u obstaculizarla». Dicho más sencillamente, una acción es buena si aporta felicidad o placer; es mala si causa infelicidad o dolor. Ninguna teoría moral sabría oponerse de manera admisible al principio de utilidad, sostiene Bentham, si caer en la falsedad o en la hipocresía. Así, la promoción del ascetismo, de la mortificación del cuerpo por la religión, es contraria a la moral espontánea del ser humano, que persigue la conservación y la realización de su vida. Algunas personas toman caminos de la existencia que las aleja de la felicidad y del placer durante mucho tiempo, pero esto se debe a que su concepción del bien es errónea, a que son víctimas de su propia imaginación o las doctrinas deletéreas. Obedecer al principio de utilidad, convertirse en una utilitarista, a los ojos de Bentham, no es, por lo tanto, adoptar una nueva filosofía, sino al contrario, redescubrir la moral natural del hombre más allá de las limitaciones y recomendaciones absurdas que la civilización ha acumulado.
Sin embargo, el utilitarismo no es egoísmo; no se trata solamente de buscar el propio placer personal. De hecho, el principio de utilidad se aplica, en la óptica de Bentham, a escala tanto individual como colectiva: «Una acción es conforme al principio de utilidad, o, en resumen, a la utilidad (con respecto a la comunidad en su conjunto) cuando su tendencia a aumentar la felicidad de la comunidad supera a todas sus tendencias a disminuirla». Así, un empresario, un ejecutivo o el presidente de una asociación se comportan como utilitaristas si se esfuerzan por mejorar el bienestar de las personas bajo su responsabilidad más allá del suyo propio. En principio de utilidad, según Bentham, debería servir incluso de brújula para cualquiera que tome decisiones con repercusiones colectivas, especialmente los legisladores.
[...] Pues bien, si este es el credo de los distintos movimientos utilitaristas —pues hoy en día hay varios—, debemos admitir que casi todos pertenecemos a esta secta y que cuenta con cientos de millones, incluso miles de millones, de representantes en todo el mundo, muy por delante de las religiones.
[...] Supongamos que en un hospital hay quince pacientes que esperan un transplante —de riñón, hígado, páncreas, corazón, etc— con un pronóstico comprometido a corto plazo sino no lo reciben. Según la lógica utilitarista de maximización del bienestar colectivo, ¿no deberíamos decidir matar a una persona joven en perfecto estado de salud para extraerle los órganos frescos y sanos, y salvar así quince vidas? Este asesinato en sí sería una mala acción, pero, en el gran esquema de las cosas, ¿no sería mejor salvar catorce vidas que perder quince? ¿No es el balance ampliamente excendentario, a juzgar por el principio de la utilidad?
A decir verdad, la imprecisión de la doctrina utilitarista es más bien una buena noticia. En primer lugar, porque revela que el utilitarismo es insuficiente, que no siempre prescribe soluciones aceptables y que requiere de otros principios adicionales, como el respeto de la vida humana. Después, porque deja un margen a la interpretación. Si simplificamos un poco, atendiendo a que privilegiamos el nivel individual o el colectivo, podemos ser utilitaristas de derechas o de izquierdas. Los dos padres fundadores de la filosofía utilitarista tomaron posturas opuestas a este respecto. Jeremy Bentham es claramente individualista, e insta a su lector a maximizar su propia utilidad, confiando en que el bienestar colectivo vendrá por añadidura; está en línea con la mayoría de los pensadores liberales, que creen que los vicios privados hacen la virtud pública, es decir, que el afán de lucro del individuo asegura la prosperidad de una nación. Pero para John Stuart Mill, en cambio, que en la última parte de su vida se acercaba cada vez más al socialismo, era necesario pensar primero en el plano colectivo antes de pasar a las consideraciones privadas. Así pues, es mejor maximizar el bienestar del conjunto de la sociedad que el de unos pocos privilegiados.
[...] Pero John Stuart Mill, en su obra El utilitarismo (1863), publicada primero por capítulos en la prensa diaria y de un éxito considerable, no es tan categórico. En lugar de proponer una serie de criterios, una taxonomía de los placeres combinada con reglas de cálculo, opta por lanzar una observación de carácter general, que, a efectos de demostración, produce casi el mismo efecto que un pelo en la sopa:
Si las fuentes de placer fueran exactamente iguales para los seres humanos y para los cerdos, la regla de vida que fuera suficientemente buena para los unos sería lo suficientemente buena para los otros. [...] Los seres humanos poseen facultades más elevadas que los apetitos animales, y una vez que son conscientes de su existencia no consideran como felicidad nada que no incluya la gratificación de aquellas facultades.
Elogia los placeres elevados que apelan a las facultades intelectuales, como escuchar una pieza musical, resolver un problema matemático, leer un poema o incluso meditar sobre filosofía. A decir verdad, no lo justifica ni tampoco explica cómo estos placeres superiores y abstractos se prestarían a un cálculo utilitarista. Digamos que parece añadir un juicio de valor personal ciertamente abrupto —«¡No vivamos como cerdos!»— a la doctrina que heredó de su maestro. Donde Bentham escribe con rotundidad que «es evidente que quienquiera que desapruebe la más ínfima partícula de placer como tal, sea cual sea su procedencia, es por tanto partidario del principio de ascetismo». Mill sugiere que el esfuerzo prolongado, el indispensable para dominar el piano o la danza clásica, por ejemplo, aun implicando una cierta forma de renuncia a lo agradable, es susceptible de procurarnos placeres de mejor calidad que la estimulación de nuestras mucosas.
Los utilitaristas quieren maximizar la utilidad, pero no se ponen de acuerdo en cómo definirla. A veces la presentan como una cierta cantidad de placer o bienestar; a veces, como una cierta cualidad del ser (así nos lo hace entender Mill con su peculiar nota sobre los cerdos). Mi recomendación sería no posicionarse, no elegir una u otra de estas utilidades, sino jerarquizarlas y anteponer una a la otra. Post significa «después en latín, y la idea es situar la utilidad prosaica después de una utilidad inmaterial. Este método, que consiste en proponerse un objetivo ideal primero y un objetivo material después, es lo que llamaré «posutilitarismo».