TRANSHUMANISMO & GERONTOFUTURISMO
El humus cultural en el que echó raíces el fascismo de los años 20 del siglo pasado era futurista, y se embriagaba de la euforía que sienten los humillados cuando se levantan y prometen turbulencias y agitaciones.
El régimen de Mussolini representó la reacción de un pueblo joven, humillado por los vencedores de la Primera Guerra Mundial, que en Versalles habían forzado al pobre Sidney Sonnino a abandonar ese Congreso entre lágrimas, y habían ignorado de forma alevosa los reclamos de la joven nación italiana.
El fascismo fue la redención que permitió resolver una inminente depresión, transformándola en una violenta euforia: el régimen fascista proyectó a Italia hacia aventuras coloniales no menos fracasadas que sangrientas, hasta precipitar al país en la Segunda Guerra Mundial.
En cuanto a los alemanes, vivieron el decenio de los años treinta en condición de fracaso y miseria económica, y sobre todo, moral, y cambiaron esas condiciones gracias al ascenso de Adolf Hitler. Humillación, deseo de venganza, juventud, energía agresiva son las precondiciones de las cuales nació el fascismo en el siglo pasado. Algunas de esas condiciones son visibles, hoy, en el panorama europeo.
Pero los pueblos europeos del siglo XXI ya no son jóvenes, en más, el Alzheimer está expandiéndose entre la población senescente: la euforia belicista que invade a una parte (minoritaria) de la población europea debe leerse como un sigo de demencia senil: repentinos estallidos de furia y entusiasmo seguidos de palpables y verdaderas amnesias. Pensemos en el entusiasmo con el que la prensa y los intelectuales europeo-norteamericanos fueron a la guerra de Afganistán: parecía que de esa guerra dependía el futuro de la civilización y la democracia. Luego la guerra afgana se empantanó durante veinte años, y al final los estadounidenses y sus aliados tuvieron que marcharse tristemente mientras el pánico y el caos estallaban en Kabul. ¿Alguien se acuerda acaso?
Esto es el futurismo de los viejos: un movimiento sin energía y sin memoria; un falso movimiento que provoca una euforia irresponsable, pone en marcha energías destructivas que la frágil mente gerontofuturista no puede controlar, y al final provoca efectos catastróficos, empeorando la depresión que pretendía curar.
EL NAZISMO ESTÁ EN TODOS LADOS
Tras el umbral pandémico, el nuevo paisaje es la guerra que enfrenta al nazismo contra nazismo. Gunther Anders había previsto en sus escritos de los años sesenta, como en el primer volumen de La obsolescencia del hombre, que la carga nihilista del nazismo no había terminado con la derrota de Hitler y que volvería a la escena del mundo como resultado de la magnificación del poder técnico que provoca un sentimiento de humillación de la voluntad humana, reducida a la impotencia.
Occidente ha eliminado la muerte porque no es compatible con la obsesión por el futuro. Ha eliminado la senectud de su horizonte cultural porque no es compatible con la expansión. Pero ahora el envejecimiento (demográfico, cultural e incluso económico) de las culturas dominantes del Norte global se presenta como un espectro que la cultura blanca ni siquiera puede pensar, y mucho menos aceptar.
He aquí, pues, el cerebro blanco (tanto de Biden como de Putin) entrando en una crisis galopante de demencia senil. El más salvaje de todos, Donald Trump, dice una verdad que nadie quiere oír: Putin es nuestro mejor amigo, puede que sea un asesino racista, pero nosotros los somos menos.
Biden representa la rabia impotente que sienten los ancianos cuando se dan cuenta del declive de la fuerza física, de la energía psíquica y de la eficiencia mental. Ahora el agotamiento está en una fase avanzada, y la extinción es la única perspectiva tranquilizadora.
¿Puede la humanidad salvarse de la violencia exterminadora del cerebro demente de la civilización occidental, de la civilización rusa, europea y americana en agonía?
Independientemente de cómo se desarrolle la invasión de Ucrania, de si se convierte en una ocupación estable del territorio (poco probable) o si termina con una retirada de las tropas rusas tras haber logrado destruir el aparato militar que los euroamericanos han suministrado a Kiev (probable), el conflicto no puede recomponerse con la derrota de uno u notro de los viejos patriarcas. Ni uno ni otro podrán aceptar retroceder antes de haber vencido. Por lo tanto, esta invasión parece abrir una fase de guerra con tendencia a ser mundial (y tendencialmente, a ser nuclear).
La pregunta que de momento parece sin respuesta está relacionada con el mundo no occidental, que ha sufrido durante varios siglos la arrogancia, la violencia y la explotación de europeos, rusos y, por último, de los estadounidenses.
TRANSHUMANISMO COMO DELIRIO Y COMO TÉCNICA
Si el futurismo italiano se proponía como una exaltación de la velocidad técnica y del poder masculino, el futurismo ruso, a su vez, se proponía como una proyección cósmica de la energía y se fusionó con la utopía de la revolución soviética. Lo que tenían en común, su misión, era la conquista del futuro y la expansión.
Lo que ha cambiado con respecto a la primera época futurista se percibe rápidamente: la expansión ya no está en el orden de las posibilidades técnicas y económicas. El crecimiento ha alcanzado su límite porque los recursos físicos del planeta se están agotando y porque los recursos nerviosos de los humanos han sido sometidos a un estrés intolerable por la aceleración competitiva del neoliberalismo.
La versión contemporánea del futurismo, que recibe el nombre de transhumanismo, tiene la forma de un delirio histérico: el cerebro y el cuerpo que se están marchitando -moral y físicamente- expresan una especie de Alzheimer futurista. En la formulación ofrecida por algunos teóricos, principalmente norteamericanos, el transhumanismo propone emancipar de la biología al cuerpo o al menos el cerebro, transferido a memorias tecnológicas.
Este es el objetivo de uno de los teóricos más importantes (sit venia verbis) del transhumanismo high-tech, un tal Max More, que en su Carta a la Madre Naturaleza-Enmiendas a la Constitución Humana, en un estilo que recuerda la pompa y agresividad de Marinetti escribe, dirigiéndose a la naturaleza:
Ya no toleraremos la tiranía del envejecimiento y la muerte. Mediante alteraciones genéticas, manipulaciones celulares, órganos sintéticos y cualquier otro medio necesario, nos dotaremos de una vitalidad duradera y eliminaremos nuestra fechan de caducidad. Cada uno de nosotros decidirá por sí mismo cuánto tiempo vivirá.
No estoy en condiciones de comentar los aspectos técnicos y científicos del proyecto transhumanista. No sé si es posible una operación técnica de emancipación de la actividad cognitiva (memoria, imaginación, percepción, etc). No sé si es posible mantener las funciones de un cerebro orgánico en un soporte digital. Puede que tal vez lo sea. La cuestión es que ni siquiera me interesa discutir este absurdo técnico, dado que es la clara prueba de que un individuo como Max More no ha entendido nada del ser humano.
Hay algo escalofriante en el modo en que la cultura norteamericana aborda el problema de la vida (y de la muerte).
En primer lugar, el carácter elitista y racista de estos proyectos, que afortunadamente parecen estar descartados. Las únicas personas que podrían permitirse cerebros mejorados serían los miembros de la élite, que ya se benefician de los avances en medicina a los que la mayoría de la población no tiene acceso. A excepción de este detalle no insignificante, el núcleo mismo de la concepción de Max More muestra una profunda incomprensión de la relación entre organismo consciente y temporalidad. ¿Qué habría dentro de la vida mental de este individuo transhumano cuya intemporalidad postula Max More en su manifiesto? ¿Qué océano de eterna tristeza tendrá que navegar el trashumado?
Cuando leo el gélido delirio neofuturista de los transhumanistas no puedo evitar pensar en la propagación del Alzheimer entre la población senescente del Norte del mundo: el síndrome de Alzheimer es el efecto de una degradación del tejido cerebral, según los neurofisiólogos. Quizá se encuentre un remedio para esta degradación y la patología que provoca. Pero el Alzheimer es también una metáfora de la relación entre la mente, orgánicamente situada en la temporalidad de un cuerpo, y la incesante proliferación caótica de lo real.
La mente constituye sus órdenes, sus proyectos, sus expectativas, y lo llama cosmos. Pero el cosmos constantemente es agredido por el caos, y la mente debe protegerse del caos, y al mismo tiempo entrar en sintonía con él, para recomponerlo caosmóticamente.
Esta continua relación de intercambio, recombinación y disipación es el tiempo, que no creo que los neuroingenieros transhumanistas sean capaces de abolir. Por esta razón, la teoría transhumanista carece de delicadeza, de profundidad y de ironía. Es la teoría producida por la élite tecnoeconómica de un país aterrorizado por la muerte y, por tanto destinado desde el vamos programar la muerte, la violencia, la esclavitud, la opresión racial y social, la brutalidad sexual y psicológica. El lugar donde se desarrolla esta ideología de la eternidad tecnológica es un país que ha hecho del genocidio y la esclavitud la condición de su prosperidad, y ahora proyecta la inmortalidad para sí mismo y para sus hijos. Mientras tanto, en ese mismo país, desde la masacre de Columbine en q999 en adelante, ha habido una creciente e imparable ola de balaceras y tiroteos masivos.
La masacre psicótica y la tecnoinmortalidad son dos caras de un mismo mundo. la primera despierta horror pero también tristeza, y una gran compasión. La tecnoinmortalidad, en lo que a mí respecta, solo despierta desprecio.
* Berardi, Franco «Bifo» (Héroes) Asesinato masivo y suicidio
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