INTRODUCCIÓN
«El género humano no puede soportar tanta realidad».
T.S. Eliot, «Burnt Norton», Cuatro Cuartetos
Las grandes preguntas de la vida
Este libro trata de las «grandes preguntas« de la vida, en realidad, de las más grandes: ¿Tiene sentido la vida? ¿Merece la pena vivirla? ¿Cómo debemos afrontar el hecho de que vamos a morir? ¿Sería mejor vivir para siempre? ¿Podemos o debemos suicidarnos y poner fin a nuestras vidas antes de tiempo?
Es difícil imaginar a una persona inteligente que no se haya planteado preguntas de este tipo al menos una vez. Las respuestas varían, no solo en sus detalles, sino en su orientación general. Algunas personas tienen preparadas respuestas tranquilizadoras, ya sean religiosas o laicas; otras encuentran que las preguntas son demasiado desconcertantes, mientras que las hay que creen que las respuestas correctas a las grandes preguntas suelen ser desalentadoras.
Aunque no sea aconsejable ahuyentar a los lectores al principio de un libro, debo decir ya que mis opiniones pertenecen fundamentalmente a la tercera categoría, que es con toda probabilidad la menos popular. Sostengo que las respuestas (correctas) a las grandes preguntas de la vida revelan que la condición humana es un dilema trágico del que no hay forma de escapar. Resumido en una frase: la vida es mala, pero también lo es la muerte. Naturalmente, no cada aspecto de la vida es malo. Tampoco es mala la muerte en todas sus facetas. Sin embargo, tanto la vida como la muerte son terribles en aspectos cruciales. Juntas constituyen una mordaza existencial, el miserable puño que nos impone nuestro dilema.
Los detalles del dilema se presentan en los seis capítulos que hay entre esta introducción y la conclusión. No obstante, pueden resumirse aquí a grandes rasgos.
En primer lugar, la vida carece de sentido desde una perspectiva cósmica. Nuestras vidas tienen sentido para nosotros (capítulo 2), pero no tienen un sentido ni objeto más amplio (capítulo 3). Somos motas insignificantes en la inmensidad de un universo que es absolutamente indiferente a nosotros. El sentido limitado que nuestras vidas pueden tener es efímero, no permanente.
Si esto ya resulta perturbador de por sí, es todavía peor porque —como defenderé en el capítulo 4— nuestra calidad de vida es mala. Obviamente algunas vidas son peores que otras, pero, en contra de la creencia popular, incluso las mejores contienen, a fin de cuentas, más cosas malas que buenas. Se puede explicar de forma convincente por qué esta desgraciada particularidad de nuestra condición no está ampliamente admitida.
Hay quien puede caer en la tentación de pensar que, en respuesta a la insignificancia cósmica de la vida y a su mala calidad, debemos rechazar otra opinión popular, la de que la muerte es mala. Sin la vida es mala, entonces cabría argumentar que la muerte debe ser buena, una esperada liberación frente a los horrores de la vida. Sin embargo, como sostengo en el capítulo 5, deberíamos aceptar la opinión dominante de que la muerte es mala. Los argumentos más conocidos en contra de esta opinión son los epicúreos, que afirman que la muerte no es nada mala para quien muere. Los epicúreos no afirmaban que la muerte fuera buena, pero al rechazar sus argumentos y respaldar la opinión de que la muerte es mala, llegó a la conclusión de que en lugar de ser una solución (sin costes) a las calamidades de la vida, la muerte es una segunda garra de la mordaza existencial. La muerte no sirve para compensar nuestra irrelevancia cósmica y normalmente (aunque no siempre) menoscaba el escaso sentido que se puede alcanzar. Además, si bien la muerte nos libra del sufrimiento, y por ello a veces es el resultado menos malo, no deja de ser grave, puesto que el precio que hay que pagar es el de la propia aniquilación.
Teniendo en cuenta lo mala que es la muerte, no debería sorprendernos que haya quien intente afrontarla negando nuestra mortalidad. Algunos creen que resucitaremos o que sobreviviremos a la muerte de alguna nueva forma. Otros piensan que, si bien ahora somos mortales, la inmortalidad está dentro de las posibilidades científicas. En el capítulo 6 respondo a estas ilusiones y fantasías y pregunto si la inmortalidad, en el caso de ser alcanzada, sería buena. La pregunta no queda resulta con las conclusiones del capítulo 5 puesto que es posible creer que la muerte es mala, pero que la inmortalidad también lo sería. Por ejemplo, la muerte puede ser mala, pero la inmortalidad podría ser peor. Planteo que, aunque la inmortalidad fuera efectivamente mala en muchas circunstancias, cabría imaginar condiciones en las que la opción de la inmortalidad podría ser buena. El hecho de no tener la opción de la inmortalidad en esas condiciones es parte del dilema humano.
El análisis del tema de la muerte continúa en el capítulo 7, pero esta vez es la muerte de propia mano. Teniendo en cuenta que la muerte es mala, el suicidio no soluciona el dilema humano. Sin embargo, como la muerte a veces es menos mala que seguir con vida, el suicidio tiene lugar entre las posibles respuestas a nuestro dilema. Por este motivo deberíamos rechazar la extendida idea de que el suicidio es (casi) siempre irracional. Tampoco es moralmente incorrecto tan a menudo como se suele creer. No obstante, incluso siendo racional y moralmente admisible, es trágico, no solo porque afecta a otros, sino porque supone la aniquilación de la persona que acaba con su vida.
El suicidio no es la única respuesta al dilema humano. En el último capítulo —la conclusión— analizo otras respuestas después de defender mi opinión ampliamente (pero no injustificadamente) pesimista sobre la condición humana frente a algunas recusaciones optimistas residuales.
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