Günther Anders, en toda su obra, denuncia a la modernidad técnica como fenómeno del totalitarismo y plantea la cuestión de los efectos éticos de la extensión de la máquina. El mundo tecnoburocrático, con su fragmentación de las tareas, su segmentación de las actividades, forja individuos de moral anestesiada. Eichmann trabaja en su despacho con cifras y nombres, firma listas, establece horarios. Como la administración implica muchos pasos intermedios y jerarquías, él está física y mentalmente separado de la catástrofe humana que provoca todos los días. Mejor dicho, esta fragmentación técnica de la acción le ayuda a seguir ciego. Cada cual se concentra en su pequeña parcela de actividad y nadie ve la monstruosidad del conjunto. Anders también hace hincapié en el efecto desrealizante del número. Cuando se trata de matar a cinco, a diez personas, uno puede visualizarlo, representárselo. Cuando hay que exterminar a miles, cientos de miles, millones de individuos, todo se vuelve mucho más abstracto e inimaginable.
Se gestionan masas, se reparten cantidades, se organizan flujos, se clasifican números: tocan a tantos por tren; vaciar un gueto, a razón de tantas personas deportadas a los campos de la muerte, igual a tantos días, meses, etcétera. Al final serán seis millones de judíos exterminados: eso no se puede imaginar. El tratamiento masivo anula la visualización del semejante y destruye la sensibilidad para con el prójimo, que son la raíz de la compasión, del sentimiento de humanidad. Las cifras son mudas, se encierran en sí mismas, solo requieren de nosotros un cálculo racional y glacial. En este sentido, dice Anders, cabe peguntarse si no somos todos hijos de Eichmann, cabe preguntarse si nuestro mundo, en conjunto, no estará en camino de «convertirse en máquina».
Más allá de su vigorosa denuncia del mundo técnico por su poder de deshumanización, el relato gris tiene efectos éticos paradójicos. La crítica del «sistema» en su conjunto acaba borrando la distinción entre el verdugo y la víctima. Esta distinción, en su vertiente moral, se acentúa tras la simple distinción entre la materia prima y los engranajes como parte de una maquinaria infernal. Al cargar toda la responsabilidad en el sistema es evidente que se exculpa a Eichmann, que sería «vagamente» responsable pero, como todos nosotros, con una responsabilidad diluida, generalizada, extendida a todos los secuaces que «participan» en el sistema, se dejan llevar, lo sostienen, lo mantienen. Quien más, quien menos, todos «participan» en él. Responsabilidad difusa: si todos son responsables, hasta cierto punto, nadie lo es.
A esto se puede replicar: «Usted hace recaer demasiado alegremente lo que llama «sistema» sobre la modernidad técnica, y eso le permite afirmar que la denuncia del sistema exculpa al individuo, porque entonces no hay más que un funcionamiento sin alma. Pero el sistema son, sobre todo, las complicidades, el hecho de que cada cual respalde activamente una empresa colectiva». El relato gris nos lleva a preguntarnos si, en nuestro nivel, no seremos pequeños Eichmann. Nos revela nuestra monstruosidad, una monstruosidad pasiva, mediocre, pero que en otras circunstancias podría ser espantosa. ¿Tendríamos entonces el valor de desobedecer?
A partir de los años setenta el debate teórico-ético en torno al proceso de Eichmann se situó en los términos de una oposición abstracta: o bien convertimos a Eichmann en un monstruo de antisemitismo, olvidando cuestionar la modernidad gestora y nuestras propias cobardías, porque Eichmann es arrojado a una exterioridad maléfica; o bien criticamos la monstruosidad de la modernidad técnica, a riesgo de convertir a Eichmann en un engranaje «inocente del sistema».
En ambos casos surge la espiral de la obediencia y la exoneración, que se puede complicar aún más si tenemos en cuenta esta advertencia: «Ojo, porque Eichmann se aprovechó de esta noción de obediencia pasiva a lo largo de todo el juicio para quitarse responsabilidades. Retórica clásica de la defensa. Si aceptamos ese papel de autómata preso en la gran maquinaria nazi, le haremos el juego y, creyendo que estamos criticando la modernidad técnica, nos sumaremos a su línea de defensa personal. Esa actitud de pequeño funcionario mediocre y completamente tutelado, de gestor sometido sin ningún margen de iniciativa, es un ardid maquiavélico para ser declarado inocente y librarse de la única condena justificable: la muerte. Pretender pasar por más insignificante de lo que es, se ha hecho el tonto».
Por tanto, hay que salir de la alternativa entre leyenda negra y leyenda gris; lo haré mediante un retorno: volver, ante todo, a las declaraciones expresas de Eichmann durante su juicio, y también al texto de Arendt, para dilucidar lo que quiere decir con esa «banalidad del mal» cuyo siniestro y torvo representante sigue siendo, desde hace más de medio siglo, Eichmann.
* Frédéric Gros (Andar, una filosofía)