Néstor García Canclini (El mundo entero como lugar extraño)

EL MÉTODO

Hablé, sin nombrarlo, de cómo se volvió insostenible el método deductivo: ¿dónde está la teoría social en este tiempo globalizado y disperso, o sea interdependiente y errático, que permite extraer consecuencias observacionales, explicar por qué los actores obran de maneras tan diferentes e inestables?

También el método inductivo es inconducente: ¿a dónde nos lleva la acumulación de datos o experiencias? ¿Cuándo tiene sentido detenerse para establecer cómo se organizan interacciones siempre variables, que sólo de a ratos perseveran?

Entre las iluminaciones de uno y otro método, que —no vamos a negarlo— produjeron conocimientos (insuficientes), me llama la atención la actitud epistemológica de poetas como Arnaldo Calveyra, tan sutiles para ver «la luz que milagrosamente se recupera de entre las cenizas de dos fuegos mal apagados». Un escritor español, José Ángel Cilleruelo, desconcertado por su modo de alternar, hasta en un mismo texto, poesía, narración y teatro, le preguntó:

—Qué límites internos cree usted que existen hoy entre los géneros?

—Ninguno, no existe ningún límite interno cuando uno lo que de veras busca es una suerte de incandescencia de la palabra que se vuelve palabra poética... En mi caso no veo discontinuidad entre escribir un cuento y escribir un poema o una pieza de teatro. Yo siempre digo en broma que llegué tarde al reparto de géneros...

Marina Mariasch y Santiago Llach lo entrevistaron sobre el método para el suplemento «Grandes Líneas» del periódico El Ciudadano:

—¿Después de tantos años de escribir fue encontrando técnicas o mecanismos para llenar una página en blanco?

—Si tuviera eso me dedicaría a otra cosa. La curiosidad es empezar de nuevo. Si uno supiera hacer las cosas sería aburrido. La escritura es una tarea de curiosidad con la lengua en máximo grado.

Alguien podría responder que en la ciencia no se trata de no aburrirse sino de conocer. Sería posible argumentar que las dos situaciones no están alejadas. Pero escuchemos a científicos sociales que también son artistas y hallaron en la creatividad claves para hacer ciencia.

En vez de la literatura, puede ser la música. Robert Faulkner y Howard Becker, jazzistas y sociólogos, quisieron entender cómo los músicos que trabajan en bares y fiestas —es decir, sitios donde descubren que tienen que tocar una variedad de piezas que no siempre conocen con anticipación— pueden tocar juntos con poco o ningún ensayo y con un mínimo de música escrita para orientarse. «Creíamos tener una respuesta simple, pero certera: son capaces de hacerlo porque saben la misma música, las mismas canciones. Pero eso no era cierto; no todos sabían las mismas canciones. Muchos de ellos conocían varios temas en común, pero muchos otros no sabían tal canción o tal otra, y el músico que confiara en que todos pueden tocar algo correría el riesgo de cometer un grave error».

¿Cómo crean los músicos una actuación si no pueden confiar en que todos sepan un repertorio común? La actuación proviene tanto de lo inventado como de lo ya sabido. «Prestamos atención al continuo proceso de ajuste mutuo a través del cual se comparten al pasar fragmentos de conocimiento, que se combinan para producir una actuación suficientemente buena para la ocasión y sus participantes. Al igual que cualquier otra actividad que varias personas emprenden juntas, lo que hacen los músicos de jazz no es aleatorio ni desarticulado, pero tampoco totalmente fijo y predecible. Las proporciones varían de un momento a otro y de un lugar a otro, pero las actuaciones siempre mezclan las dos cosas, y los términos de la mezcla no son una simple aplicación de maneras conocidas de llegar a un acuerdo, sino más bien una creación del momento». 

Faulkner y Becker no llegaron a esa certeza a través de un razonamiento teórico ni deduciéndola de compromisos estéticos, filosóficos o sociológicos anteriores. Fue mediante la observación directa. «Lo que hemos descrito no es lo que pensamos que los músicos deberían hacer, ni lo que desearíamos que hicieran, ni lo que harían si estuvieran haciendo cosas bien de acuerdo con algún criterio. En cambio, hemos descrito lo que hacen, según pudimos verlo, registrarlo y entenderlo. Por lo tanto, en última instancia, la pregunta que hemos respondido no es la que teníamos al principio, sino la que aprendimos a formular al avanzar en nuestro trabajo: ¿cómo hacen los músicos para combinar saberes parciales y lograr crear una actividad colectiva suficientemente buena para la variedad de gente involucrada en el evento?»

A través de esa observación, dispuesta a dejar lo que habían aprendido en corrientes sociológicas que ellos mismos enseñaban en universidades, llegaron a darse cuenta de que muchos no músicos, que se ocupan de otras prácticas —curar, robar, drogarse— en vez de actuar ejecutando rutinariamente un programa que todos sus colaboradores conocen a la perfección, están alertas cada día a lo que están haciendo otros y ajustan continuamente su acción según lo que van oyendo y viendo. Más que descubrir leyes que existirían antes de que los miembros de un grupo actúen, más que sociedad y cultura como algo ya instalado, encuentran «repertorios» para usar, complicaciones, conflictos, deslices, como ocurre cuando diversas personas tratan de hacer algo juntas.

Hans Jonas (Poder o impotencia de la subjetividad)

INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

[...] Podríamos decir que Jonas defiende una imagen del hombre como un ser imperfecto pero esencialmente libre y, en tanto que libre, sujeto moral. Sin embargo, al haberse convertido en objeto de su propio poder tecnológico, la imagen del hombre se encuentra amenazada. Ejemplo de ello lo encontramos en la medicina. Los grandes avances de esta disciplina han contribuido a alargar inusitadamente la esperanza de vida y a mejorar mucho el estado de salud. Sin embargo, las técnicas de prolongación de la vida y los nuevos tratamientos han planteado problemas éticos como la eutanasia, la renuncia voluntaria al tratamiento, etc, al extremo de imponer la necesidad de hablar de un «derecho a morir dignamente». Las investigaciones en el campo de la genética, por otra parte, amenazan con agredir directamente esa imagen del hombre y están planteando serias preguntas de índole moral: su conveniencia, si las aplicaciones médicas pueden justificar el uso de embriones humanos para la experimentación; y también muchas hipótesis que suscitan todavía dudas: la clonación humana, la sombra —que proviene de un pasado nada remoto— de la eugenesia y el paso de ésta a la tecnología genética, es decir, la aplicación de la capacidad creativa y transformadora del Homo faber aplicada a sus iguales. Cuestiones que hasta ahora eran tratadas en la literatura de ciencia ficción, con ejemplos ilustres, como Un mundo feliz, de Aldoux Huxley, o 1984, de George Orwell, deben ser recogidas con urgencia en la reflexión ética y hay que generar una casuística acorde con la problemática que plantean. 

Esa realidad nueva impone la necesidad de crear nuevos principios, y también una metodología desconocida, lo que Jonas denomina la «heurística del temor». La ética de la responsabilidad se dota de principios, los inventa o halla —eurísko— a partir de «aquello que hay que evitar». Es, pues, una metodología negativa, que parte del conocimiento del malum para establecer dónde radica el bonum, y generar entonces los principios que obliguen a su preservación. La filosofía moral «tiene que consultar antes a nuestros temores que a nuestros deseos». 

El saber de ese malum, aunque no puede aspirar más que a ser un saber probabilístico, se impone como el primer deber de la ética, y es suficiente «para los fines de la casuística heurística que se coloca al servicio de la doctrina de los principios éticos». La casuística clásica pone a prueba los principios ya conocidos; la casuística de la ética de la responsabilidad, a través de la heurística del temor, rastrea y descubre los todavía desconocidos. Los nuevos principios no pueden ser apodícticos, sino que se generan a partir de, y se basan en, probabilidades, pero no por ello dejan de tener valor moral y, dadas las circunstancias, se imponen como necesarios. 

En el ámbito de la experimentación científica la heurística del temor adopta la forma de un rotundo in dubia contra projectum, el imperativo fundamental para el cuerpo científico es la prudencia, y también la modestia en los fines: hay que dar mayor crédito a las profecías catastróficas que a las optimistas. El principio de responsabilidad exige en cierto modo una especie de «política científica» que va más allá de los valores propiamente científicos como el respeto al procedimiento, la neutralidad ante los resultados, el honor a la verdad. Jonas no se opone al progreso científico ni al tecnológico, pero advierte que éste debe ser responsable y rompe con los tópicos de la neutralidad, la inocencia y la independencia de la práctica científica. La investigación científica actual es subsidiaria en gran medida de los resultados que genere su aplicación práctica, y es desde esta perspectiva que se orienta la investigación, la dirección hacia la que debe buscar, además de que la financiación depende de inversiones públicas o privadas que se producen con la expectativa de algún beneficio posterior en forma de aplicación tecnológica. Al haber desaparecido la frontera entre teoría y práctica, cualquier investigación en el campo de la ciencia debe ser sometida a examen por parte de la ética. Esta reflexión se puede llevar a cabo desde una opinión pública bien informada, desde un humanismo científicamente informado y advertido de los peligros de ciertas orientaciones de la investigación. Es, no obstante, en el seno del cuerpo científico donde esta conciencia de la responsabilidad debería hacerse práctica habitual. Como decíamos más arriba, una buena guía de actuación podría ser el imperativo de mantener incólume la imagen del hombre.

[...] La propuesta jonasiana puede caracterizarse como una invitación a que la humanidad se imponga y persiga unos fines más modestos, tanto en lo tocante al control sobre la explotación del medio natural como hacia sí mismo y su ansiada perfección. Sin embargo en la obra de Jonas no hay lugar al pesimismo, todo lo contrario, esa admiración por la dignidad del hombre y esa esperanza, también modesta pero real, en su capacidad de ejercer un control sobre su propio saber, conmueven al lector, que acaba entendiendo que el afán prometeico del hombre tiene o se impone que tenga límites, y que el reto —éste nada modesto— es la construcción y la perpetuación de la dignidad humana dentro de ellos.

Illana Giner

Gilles Lipovetsky (Metamorfosis de la cultura liberal)

La ética de los negocios se me antoja una exigencia de fondo, un tipo de interrogación acerca del futuro en un momento en que triunfa el capitalismo liberal y en que se intensifican las peticiones de seguridad y de identidad. Sin embargo, eso no impide señalar los límites del fenómeno, los callejones sin salida y quizá incluso las contradicciones de la gestión de empresas a través de los valores. Conocemos las desafortunadas aventuras de esos proyectos más o menos impuestos por la dirección y que no se traducen en nada concreto en la realidad cotidiana de la empresa. El proyecto de empresa pone en primer plano los valores compartidos, la comunicación, la transparencia, la responsabilidad del todos. Pero, al mismo tiempo, el marco sigue siendo autoritario y las políticas de negociación desconocidas. De cara a la galería se enarbolan la comunicación y la cohesión de la comunidad, mas en realidad lo que prevalece son las prácticas de fusión y de adquisición salvajes de las empresas, las oleadas masivas de despidos, la ausencia de participación y de diálogo social. La empresa celebra los valores de la calidad y la responsabilidad, pero, por lo que se refiere a los hechos, hay que hacer números y contar con un margen de ganancias, obtener resultados a corto plazo, incluso en detrimento de la calidad de los servicios. Se despide al personal por razones de rentabilidad económica insuficiente, lo cual resulta a todas luces desastroso, tanto para la implicación de los trabajadores como para la imagen a largo plazo de la empresa. En todos esos casos, no podemos por menos que ver en esta preponderancia de los valores éticos una forma nueva de mistificación.

De hecho, la movilización de los hombres y de las mujeres requiere ante todo una nueva filosofía de la gestión de empresas, que permita ampliar la responsabilidad real de las personas a todos los niveles de la vida de la organización. Sin cambio efectivo que cumpla las condiciones de reconocimiento, de distribución, de formación, de responsabilidad, la gestión de empresas a través de los valores se reduce, en el mejor de los casos, a piadosas fórmulas, y en el peor, a manipulación. La exigencia ética clama por algo distinto de la liturgia de los valores. Pide cambios concretos y organizacionales, una nueva forma política de gestión basada en el compañerismo y la participación. Para decirlo de otro modo, sin ética la empresa moderna carece de legitimidad y de adhesión; ahora bien, la ética reducida a sí misma, sin una política social ambiciosa por parte de la empresa y sin reparto de responsabilidades, resulta impotente. Incluso corre el riesgo de aparecer como un nuevo medio de manipulación de las personas, un artilugio comunicacional que engendre escepticismo y desmovilización. 
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¿Fragilidad de las nuevas democracias liberales? En efecto, si ponemos el acento en el desinvestimiento individualista en la cosa pública, en el sentimiento creciente de ingobernabilidad del conjunto colectivo, en el descrédito de las élites estatales, en la penetración, limitada pero real, de la extrema derecha... Pero ¿cómo no subrayar, al mismo tiempo, la solidez de las democracias liberales, reconciliadas desde hace poco con sus principios fundacionales y que se ordenan en torno a los derechos del hombre, erigidos en centro de gravedad ideológica y en referente consensual? Por primera vez desde finales del siglo XVIII, las sociedades liberales ya no tienen otro proyecto político que la democracia. Ningún gran partido incluye ya en su programa la destrucción de las instituciones de la libertad, ningún gran partido reivindica ya el uso de la violencia política. Este dato histórico es radicalmente nuevo, y constituye una oportunidad fundamental para las sociedades liberales.

[...] En tiempos de liberalismo mediático, se observa, es cierto, una gran volubilidad de los electores, una adhesión más fluctuante, una identificación menos intensa con las familias políticas. ¿Fracaso de la ciudadanía democrática o mayor autonomía de los electores en relación con los partidos? En la actualidad, los ciudadanos que se manifiestan de acuerdo tan sólo con una parte de las ideas del partido al que tienen intención de votar son más numerosas que aquellos que se adhieren a la mayoría de esas mismas ideas. Al tiempo que la inestabilidad electoral se incrementa, un número creciente de ciudadanos se muestra vacilante, cada vez menos seguros de su elección definitiva en el momento de votar. Si bien tales comportamientos pueden expresar cierto consumismo electoral, atestiguan asimismo una mayor libertad de la opinión pública, un menor confinamiento ideológico y social de los electores.

En las democracias de partidos, en efecto, el voto expresaba ante todo una identidad de clase; los electores solían votar como sus padres, partido contra partido, y más en función de su posición social y económica que en razón de opciones personales. Así, tendían a votar durante largos períodos al mismo partido, reconocido como el instrumento de su interés de clase. La novedad estriba en el hecho de que los ciudadanos posmodernos ya no marchan como «tropas» disciplinadas; al haber dejado de estar «a la orden«, se orientan de manera más individual en función de los programas presentados por los líderes, y cambian de voto según la naturaleza y los envites de las elecciones. Volubilidad electoral que registra la dinámica de lo político. La deliberación pública no se ha volatilizado, se ha difractado en el cuerpo social a través del electorado flotante e informado, así como de los medios.

Stendhal (Rojo y negro)

En las reuniones, siempre que no se hablase con ligereza de Dios, del clero, o del rey, de las altas personalidades, de los artistas protegidos por la corte  de las instituciones, y no se hicieran observaciones favorables sobre Béranger, ni sobre la prensa de la oposición, ni sobre Voltaire ni sobre Rousseau y, sobre todo, siempre que ni de lejos se hablase de política, reinaba la más absoluta de las libertades, todo el mundo podía discutir lo que le viniera en gana.

Pese al buen tono, a la corrección perfecta, al deseo de agradar y a la libertad de que en los salones se gozaba, es lo cierto que el aburrimiento se destacaba en todos los frentes. Los hombres maduros medían sus palabras y los jóvenes, temiendo dejar traslucir su pensamiento, callaban después de haber pronunciado cuatro frases buscadas sobre Rossini o sobre el tiempo que hacía.

Observó Julián que solían mantener viva la conversación dos vizcondes y cinco barones, que el marqués conoció y trató durante la emigración. Los señores en cuestión gozaban de rentas que ni bajaban de seis mil francos ni pasaban de ocho mil. Cuatro eran partidarios del Seminario y tres de la Gaceta de Francia. Uno de ellos traía preparada todos los días una anécdota sobre Château, en cuya narración prodigaba hasta el infinito el adjetivo admirable.  Julián observó que tenía cinco cruces, al paso que los demás no poseían más que tres.

A cambio de estos inconvenientes, en la antecámara hacían guardia permanentemente diez lacayos, y de cuarto en cuarto de hora se servían helados o té, aparte de que, a las doce en punto de la noche, los contertulios se sentaban a la mesa para hacer los honores a una especie de cena, rociada con champaña.

Era ésta la causa que obligaba a Julián a permanecer en el salón hasta el fin, pues ni le interesaron nunca a él, ni pudo comprender que hubiese personas a quienes interesasen los rostros de los interlocutores, sospechando que ellos mismos se burlaban de lo que estaban diciendo.

Y no era Julián el único que echaba de ver aquella asfixia moral; la respiraban todos, pero unos se consolaban engullendo helados y más helados, y otros la daban por bien empleada a truque de poder decir más tarde: «Salgo del palacio de los marqueses de la Mole, donde he sabido que Rusia...»

Uno de los aduladores dijo a Julián que no hacía seis meses que la marquesa había premiado una asiduidad de más de veinte años haciendo prefecto al pobre barón Le Bourguignon, que era subprefecto desde la Restauración. El suceso encendió el celo de todos aquellos señores que, ni antes hubiesen necesitado causas muy poderosas para enojarse, después no se hubiesen enojado por nada. Muy contadas veces se hacía a nadie objeto de desatenciones directas, pero Julián había sorprendido en dos o tres ocasiones diálogos breves, entre el marqués y su mujer, muy crueles para algunas de las personas que frecuentaban la casa. No es de extrañar: personajes tan nobles no suelen tomarse la molestia de disimular el desdén sincero que les merecen las personas que no se sientan en las carrozas del rey. Observó Julián que sólo la palabra Cruzada daba a sus rostros una expresión de mezcla de seriedad profunda y de respeto. 

En medio de tanta magnificencia y de tanto aburrimiento, Julián no mostraba interés más que al marqués. Un día oyó decir a éste que no había tenido arte ni parte en el ascenso del pobre Le Bourguignon. Su frase envolvía una atención para la marquesa, pues Julián sabía la verdad del asunto por conducto del cura Pirard. 

Una mañana el ex rector trabajaba con Julián en la biblioteca. Les embargaba el pleito eterno del vicario general Frilair contra el marqués.

—¿Es obligación aneja al cargo que desempeño comer todos los días con la señora marquesa— preguntó de pronto Julián—, o es una bondad que tiene conmigo?

—¡Es un honor insigne que te dispensan! —contestó el cura, escandalizado—. Un honor que el académico señor N. no ha logrado obtener para su sobrino el señor Tanbeau, con quince años de asiduidades.

—Ese honor es para mí la obligación más penosa de mi cargo —replicó Julián—. Mucho me fastidiaba en el seminario, pero no tanto como aquí. ¿Pero no es natural que me fastidie yo, si más de una vez he visto bostezar a la señorita Matilde, que indudablemente debe de estar muy acostumbrada a las amabilidades de los amigos de la casa? Pienso con espanto que algún día voy a dormirme... ¿Porqué no me consigue usted permiso para que pueda irme a comer a cualquier modesta posada?

El ex rector, de humilde cuna, creía que es un honor insigne sentarse a la mesa de un gran señor. Mientras trataba de inculcar este sentimiento en el alma de Julián, oyó un rumor ligero que le obligó a volver la cabeza. Julián se encontró con la señorita Matilde, que lo había oído todo. Nuestro héroe se puso colorado como una amapola, pero tuvo el consuelo de ver que aquélla le trataba con consideración.

«Éste, al menos —pensaba Matilde—, no ha nacido de rodillas... ni es tan feo como el viejo»

En la mesa, Julián nos e atrevió a mirar a la señorita Matilde, pero ésta se dignó dirigirle la palabra. Aquel día esperaban en la casa a mucha gente, y como las jóvenes de París no gustan de la conversación de las personas de edad provecta, sobre todo si visten con cierto desaliño, indicó a Julián que no se fuese. Ya antes había observado aquél que los colegas del barón Le Bourguignon tenían el honor de ser tema ordinario de las chanzonetas de la señorita Matilde, pero en el día que nos ocupa, hubiese o no afectación de su parte, es lo cierto que estuvo cruel con los fastidiosos. 

La señorita de la Mole, era el centro de un grupito que casi todas las noches se formaba a retaguardia del inmenso que rodeaba a la marquesa, que componían el marqués de Croisenois, el conde de Caylues, el vizconde de Luz y dos o tres oficiales jóvenes, amigos de Norberto o de su hermana. Todos estos señores se sentaban en un gran canapé azul. Junto al canapé, y frente a la butaca que ocupaba la encantadora Matilde, se había sentado silenciosamente Julián, en una silla bastante baja. Todos los reunidos envidiaban aquel modesto puesto. Ordinariamente, Norberto dejaba en buen lugar al secretario de su padre, dirigiéndole la palabra o nombrándoles dos o tres veces cada noche, pero en la velada que nos referimos, Matilde le preguntó qué elevación podría tener la montaña cuya cumbre sirve de emplazamiento a la ciudadela de Besançon. No pudo decir Julián si la montaña en cuestión era más o menos alta que Montmartre, y así lo confesó, porque si es cierto que reía de todo lo que en el grupito se decía, no lo es menos que se sentía incapaz de imitar la inventiva de los que lo formaban. Para él, se hablaba allí una lengua extraña que comprendía, pero que no sabía hablar.

El grupo de Matilde, había declarado aquel día la guerra más encarnizada a cuantas personas entraban en el vasto salón. Como es natural, merecieron la preferencia los amigos de la casa, por lo mismos que se les conocía mejor. Comprenderá el lector que Julián fue todo oídos, porque si mucho le interesaba el fondo de las cosas, no le agradaba menos la manera de decirlas.

—¡Ah! ¡Ya tenemos allá al señor Doscoulis!— dijo Matilde—. Ha suprimido la peluca por artículo de lujo. ¿Querrá asaltar la prefectura sentando los pies sobre el genio? La antorcha de éste brilla con esplendor en su frente calva, llena de elevados pensamientos.

—Es un hombre que conoce toda la tierra—contestó el marqués de Croisenois—. También frecuenta los salones de mi tío el cardenal. Cultiva durante años enteros una mentira distinta con cada uno de sus amigos, y cuenta que sobre doscientos a trescientos. No hay quien le gane a alimentar la mistad: es su especialidad. Ahí donde ustedes le ven, más de una vez se le ha visto sentado a la puerta de la casa de uno de sus amigos a las siete de la mañana, en pleno invierno. Periódicamente regaña con éstos, para darse el gustazo de escribirles siete u ocho cartas con motivo de las diferencias: se reconcilia luego, y la reconciliación le da pie para escribir otras tantas epístolas rebosantes de cariño y pródigas en frases tiernas. No hay que culparle; inspira las cartas la expansión franca y sincera del hombre honrado, en cuyo corazón no caben los resentimientos. Sobre todo, siente la necesidad de expansionarse en esta forma cuando desea pedir algo. Uno de los vicarios generales de mi tío está graciosísimo cuando narra la historia de nuestro hombre a partir de la Restauración.

Josep M. Esquirol (El respeto o la mirada atenta) Una ética para la era de la ciencia y la tecnología

La salida del egoísmo

La visión no es cierto modo del pensamiento o presencia de sí mismo: es el medio que me es dado para ausentarme de mí mismo [... ]                                                                             Merleau-Ponty

El perfecto egoísta no respeta a nada ni a nadie, no conoce lo que es el respeto, porque sólo piensa en sí mismo, porque su alicorta mirada está demasiado distorsionada por sus omnipresentes intereses, porque la alargada sombra de su yo se proyecta por todas partes, porque son tales las dimensiones de su ego que no le queda ningún espacio para percibir realmente al otro o a lo otro.

Evidentemente, no hace falta repetir muy a menudo «yo» para ser egoísta; este modo de ser puede estar latente bajo formas mucho más sutiles y no por eso menos intensas. Por supuesto, hay maneras de detectarlo y también advertir cuándo no es el caso. De hecho, la verdadera admiración y el auténtico respeto son excelentes síntomas de una personalidad no egoísta. 

El egoísmo es analizable como característica que se da en un determinado tipo de sociedad —y, dese luego, la nuestra es una sociedad que lo promueve—, como cual tendencia que surge de lo más hondo del ser humano. Así, por ejemplo, y contra lo que a primera vista parece, incluso la «piedad» de Rousseau está subordinada, en cierto sentido, al egoísmo —como, por lo demás, el propio Rousseau lo reconoce—. Cuando el punto de partida es el individuo, da la impresión de que ya no hay manera de salir de su red de intereses. Por eso, al poner en relación el pensamiento occidental con el chino, se ha de notar que aun en autores que parece que hablen de lo mismo, la diferencia decisiva está en si en el punto de partida hay una visión individualista del ser humano o una visión holista en la que el ser humano se le presenta integrado en alguna unidad superior. Así, por ejemplo, en un sugerente estudio en el que F. Jullien compara a Rousseau con Mencio, se demuestra que en el pensador chino lo que funda la moral es la compresión «transindividual».

Pues bien, con la ética de la mirada atenta, o del respeto, para librarse del egoísmo no se requiere, ya de principio, una teoría metafísica que dé cuenta de una determinada unidad-totalidad de la que el ser humano forme parte, sino que en el mismo ejercicio de la atención se está logrando la superación del egoísmo. Porque cuando se atiende, el yo como que se anula fundiéndose con el objeto de la atención, rindiéndose ante la belleza y las exigencias de lo otro. La ética del respeto, pues, se enfrentaría al egoísmo con un planteamiento más epistemológio que metafísico, lo cual es una ventaja, por permitir que, a posteriori, pueda aliarse a concepciones del mundo de muy diversa índole.

Prestar atención es mirar de forma desinteresada, sin ceder al vértigo de la posesión ni de la presunción, y es, sin duda, el mejor antídoto contra la autocomplacencia. Con este ejercicio, las tendencias egoístas quedan desplazadas o aplazadas, y, puesto que estas tendencias se dan siempre, la moralidad podría definirse como un esfuerzo para aminorar o incluso superarlas. Determinadas así las cosas, la atención se mostraría una vez más como la esencia de la moralidad. Y, además, se explicaría también la proximidad entre la moral y el arte. El buen pintor es lo que él mira: su mano se mueve con el pincel en el extremo. El pintor está atento y admirado de aquello que quiere reproducir sobre la tela. Se parece al demiurgo de Platón, que, con la mirada puesta en las ideas o los modelos, daba forma, con sus manos, a la materia indeterminada.

El principal enemigo de la excelencia moral es la exacerbada fantasía personal: el tejido de autoagradecimiento y los consoladores deseos y sueños que le impiden al sujeto ver lo que hay fuera de él. La conducta mediocre es la continuada afirmación del yo, la distorsión de la mirada que el egoísmo implica. En cambio, la apreciación de lo realmente justo procede de un control del egoísmo que facilita el atenerse a lo que son las cosas. Aminoramos así nuestro ser con el fin de atender a la existencia de algo más. 

Contra lo que pueda parecer y tendemos a creernos, no estamos en modo alguno acostumbrados a mirar el mundo real. Nuestro acelerado ritmo de vida, las ocupaciones y, sobre todo, nuestro autocentramiento, nos lo alejan. La mirada sencilla y serena, nos lo acerca, nos lo hace presente. 

Reconstruyendo una hipotética situación: autocentrado en mí mismo, obsesionado por un proyecto frustrado y por el daño ocasionado a mi prestigio profesional, me encuentro en mi escritorio, ante la ventana abierta. De repente, mi mirada se dirige hacia fuera, atenta al color rojizo del cielo sobre las montañas. Ese color me fascina. Mi atención se ha desplazado. El centro ya no es mi propio ego, la atención está toda ella puesta en ese precioso atardecer. La belleza de la naturaleza, como la belleza del arte, paralizan mi autoconcentración y mi vanidad. No soy yo lo que importa, sino lo que tengo ante mí. El yo, dolido por su dañada vanidad ha desaparecido. En su lugar, un yo atento a la belleza del mundo. Es tan grande y tan infinito…el mundo…y son tan misteriosas y profundas algunas personas que me rodean… Luego, al dejar de prestar atención al cielo, es muy probable que la anterior preocupación sea percibida en su más justa medida. Puede que ya no le dé la misma importancia; es poca comparado con la infinitud del cielo y esa belleza cromática. Y, por supuesto, lo decisivo no son las inimaginables medidas espaciales del cielo; lo mismo podríamos decir si la atención, en lugar del cielo, se hubiera detenido en las lentas curvas de un camino campestre, o en el juego de los niños, o en la silueta de una vieja casa… Lo que sí es decisivo es el distanciamiento de uno con respecto a sí mismo; he ahí la bondad y las virtualidades de la atención.

Luis Rojas Marcos (La ciudad y sus desafíos) Héroes y víctimas

El sociólogo Georg Simmel afirma que los problemas existenciales más agudos de la vida moderna se derivan del intento de la persona por preservar su autonomía e individualidad frente al impacto y la influencia constante de las abrumadoras fuerzas psicológicas, sociales, culturales y tecnológicas del medio urbano que le rodea. Por ejemplo, la ecología de la ciudad moderna estimula en las personas de empeño por lograr aquí y ahora metas y aspiraciones exorbitantes, fomenta la competitividad y nutre las tendencias narcisistas, la obsesión por la búsqueda de dinero, confort, éxito y, sobre todo, de perfección. 

Este reto constante incrementa los niveles de estrés y tensión y condena a millones de hombres y mujeres a un estado perpetuo de frustración e infelicidad. Como ya se ha descrito, una muestra de esta influencia es la idealización de la juventud y del culto al cuerpo que propaga la cultura de consumo con la ayuda de la industria de la belleza y de los medios de comunicación de masas,  la cual somete al individuo a expectativas de perfección física inalcanzables y le conduce irremediablemente al sentimiento de fracaso. Otro ejemplo, es la negación masiva y el rechazo que, como hemos visto, ejerce la sociedad del envejecimiento, pues lo viejo se considera inútil, no sirve, se tira. Las personas mayores son ciertamente vulnerables a estos estereotipos.

Muchos ciudadanos se defienden de los incesantes asaltos del medio aislándose y protegiendo sus sentidos, oscureciendo las ventanas de sus automóviles, llevando continuamente los auriculares de los walkmans a todo volumen, eludiendo la comunicación cara a cara, anestesiando con drogas o alcohol sus emociones o pegándose a la pequeña pantalla o al transistor día y noche para evitar ver la realidad, concienciarse. Como resultado, las vivencias reales se tornan ilusorias y remotas, se crea un mundo donde la esencia humana de carne  y hueso se vuelve menos real que las historias que se presentan en el video, el celuloide, la cinta magnetofónica o el papel de periódico. Incapaces de alcanzar una vida personal gratificante, estos hombres y mujeres optan por una existencia imaginaria, por sustitución, de segunda mano, como espectadores, oyentes o lectores pasivos de los medios de comunicación.

Por su parte, los medios, particularmente la televisión, trata de perforar las barreras protectoras de los ciudadanos y asaltar continuamente con ráfagas de estímulos la intimidad de los hogares. Entre los millones de mensajes que transmiten resaltan los que ponen de relieve las desigualdades, las tragedias y las aberraciones antisociales, los que recuerdan sin cesar la cultura del dinero y los que exageran las contradicciones entre las expectativas y los ideales que alimentan la sociedad y las limitaciones de los medios aceptables para conseguirlos, es decir, la incongruencia entre aspiraciones y oportunidades. Emulando al circo romano de antaño, ciertos medios vomitan sin parar la dosis diaria de sadismo, mostrando lo más gráficamente posible los extremos de la violencia humana.

Ante el continuo e intolerable bombardeo de sus receptores físicos y mentales, el individuo pierde poco a poco sus capacidad de responder y adopta una actitud defensiva de retirada y desinterés, sufre de embotamiento efectivo y pierde la capacidad de discriminar entre los múltiples estímulos del medio, de discernir lo esencial de lo superfluo, la realidad de la ficción. Los ciudadanos se mueven como en un trance, en un estado de despersonalización que se manifiesta en indiferencia. El final de estos procesos anómicos de aislamiento, apatía e inercia, es el autismo social, la alienación del individuo y su extrañamiento de sí mismo y de los demás.

La novela de Albert Camus El extranjero es quizá la descripción moderna más notable del ser humano alienado, desconectado, sin lazos ni ataduras con nada ni nadie, víctima de la anomia social. Es la historia cotidiana del hombre que mata y no siente nada, y que termina su historia vacía y absurda soñando con el día de su ejecución en el que las hordas enloquecidas de espectadores le reciban con gritos de odio y maldiciones. 

Otra característica de este ambiente urbano enfermo es el hastío, que hace que para la mayoría todo llegue a adquirir un tono gris, indiferenciado e insípido. Estas sociedades tan mecanizadas y monótonas arrastran al individuo al estado de una simple rueda de máquina que ignora su misión, pero sigue moviéndose de la misma forma y en la misma dirección. Bajo estas condiciones, la tolerancia y la ceguera del ciudadano hacia conductas marginadas y antisociales se confunden, los límites entre los fines y los medios se borran, las fronteras entre el bien y el mal se difuminan, y los controles externos o sociales, así como los internos o personales, se desmoronan o se ignoran. Este es el medio donde la anomia florece.

A lo largo de la Historia, numerosas metrópolis han sido periódicamente invadidas por la anomia, arrasadas por imperios militares, asoladas por epidemias y, en ocasiones, convertidas en necrópolis o capitales de muertos. Sin embargo, casi todas estas ciudades lograron mantener importantes fragmentos de sus cimientos y de raíces vivas y, al cabo del tiempo, volvieron a florecer y a formar parte de la vanguardia de la cultura y del progreso de la humanidad. Porque como ha señalado el urbanista estadounidense Lewis Mumford, la ciudad es la fuerza vital de la civilización, «el medio del amor, el centro del ciudadano y del cultivo de los hombres y mujeres que la habitan».

Ciertamente, a pesar del potencial para sufrir los efectos de la anomia, la ecología de la urbe nutre la capacidad de la persona para concienciarse, ilumina el conocimiento del individuo para interpretar los procesos históricos, existenciales y cósmicos que le rodean, y provee al ser humano la libertad, el valor y el propósito que necesita para tomar parte activa en cada escena de este drama que es la vida.

* Luis Rojas Marcos (Nuestra incierta vida normal)

J. M. Coetzee & Arabella Kurtz (El buen relato) Conversaciones sobre la verdad, la ficción y la terapia psicoanalítica

J. M. Coetzee
[...] Uno de los principales mitos del romanticismo es el del artista y su herida. La herida es lo que mantiene despierto al artista, inquieto, lleno de dolor. Es posible que el arte que produce esté destinado a curar la herida (igual que la ostra intenta aliviar el picor que le produce el grano de arena cubriéndolo de nácar), pero resulta que también tiene otros usos. Junto con el científico-terapeuta, ese otro explorador de la oscuridad del mundo interior, el artista-sacerdote desempeña el rol de diagnosticar lo que va mal en nosotros; o por lo menos lo desempeñaba mientras estaba en vigor el mito de la herida.

Personalmente, veo demasiado autobombo en la idea—invocada por el artista—de que es él quien diagnostica los males de su época. Hay otras afirmaciones que llevan a cabo los artistas, o bien se llevan a cabo sobre ellos, de las que también desconfío. Una de ellas es que sin el artista las personas normales no tendríamos un lenguaje para hablar de las cosas que van mal en nosotros. Otra es que el artista en cuanto que narrador sirve de modelo para que nosotros, contando nuestra historia, podamos asumir el control de nuestra vida o bien librarnos de la presión del pasado.

Tengo tendencia a contemplar las historias que los artistas cuentan de sí mismos de la misma forma que las historias que los demás contamos de nosotros mismos: como algo que sirve a nuestros intereses, o a lo que nosotros imaginamos que son nuestros intereses. Y no hay historia de la que no podamos preguntar legítimamente: cui bono? Y de esta forma regreso a un tema que ya sondeé al principio de nuestra correspondencia: que deberíamos ver el diálogo terapéutico como búsqueda de la verdad antes que como forma de hacer que la gente se sienta bien consigo misma. 

Arabella Kurtz
[...] En la terapia del psicoanálisis no basta con que el paciente renuncie al pensamiento mágico. Esto supondría infravalorar mucho el poder que ese pensamiento mágico tiene sobre todos nosotros. Para empezar, en la terapia se explora y se da rienda suelta a la noción que tiene el paciente de unos poderes milagrosos, ya sean buenos o malos, expresadas en forma de unas expectativas exageradas en sí mismos o en Otro (a menudo el terapeuta). Sin embargo, gran parte del trabajo que sigue se dedica a ayudar al paciente a devolver esos poderes así mismo pero quitándoles la magia. La meta es invertir un proceso de empobrecimiento del yo en el que los poderes milagrosos, como por ejemplo las fantasías de omnipotencia o de un Otro idealizado, han sido invocados por la mente inconsciente como soluciones a una sensación subyacente de debilidad o de insignificancia. Estas sensaciones de tristeza o de pequeñez que experimenta el paciente, de justamente lo opuesto a la naturaleza milagrosa, son lo que hay que afrontar y entender en el trabajo psicoterapéutico; no echar sal en la herida, sino para ayudar al paciente a salir de ellas.

Los mejores psicoterapeutas crean condiciones en las que se experimentan en toda su fuerza los conjuros antiguos, los encantamientos y los embrujos, pero con el objeto de acabar rompiéndolos.

Estoy de acuerdo contigo en lo del término «crecimiento»: la gente no suele acudir a la psicoterapia con la meta de crecer o desarrollarse, unas metas que tal vez significasen mucho para los psicoterapeutas pero que resultan abstractas e irrelevantes ante una experiencia inmediata de infelicidad. La gente acude a la psicoterapia con el deseo desesperado de desatarse, de huir de una seria de pensamientos circulares que no paran de darles vueltas en la cabeza, sin promesa alguna de escapatoria, sin ninguna salida en la que puedan poner su fe. En este sentido no solo quieren hablar; también quieren que los lleves más allá de las meras palabras.

Pienso, igual que tú, que desde el principio de la vida nos dedicamos a buscar un lugar donde vaciar lo que tenemos dentro. Pero creo que en este acto de vaciarse siempre hay una verdad, por distorsionada o indirecta que sea. ¿Cómo puede no haberla? Sacamos lo que tenemos dentro y normalmente ni decidimos la forma en que sale ni la controlamos de manera consciente; siempre se produce una serie de distorsiones, grandes o pequeñas, que comunican algo verdadero, si hay un oyente que pueda entender cómo se relaciona eso que sale con la verdad (el principio de distorsión) y qué hay debajo.

Puede que las historias que nos contamos de nuestras vidas no reflejen con precisión lo que ha sucedido en realidad, y ciertamente puede que sean más notables por sus imprecisiones que por otra cosa. (No quiero llamarlas mentiras, aunque por supuesto a veces la gente miente por una cuestión de cinismo o de vergüenza). Sin embargo, en la práctica esas historias son el único material de trabajo que tenemos, o el único que sabemos que tenemos; y con esas historias podemos hacer mucho, sobre todo si asumimos la posición de que hay verdades, verdades de tipo subjetivo e intersubjetivo, que se revelan en el modo en que se cuentan. 

No es simplemente que los pacientes busquen sacar lo que tienen dentro; la psicoterapia trasciende la mera evacuación, o al menos debería transcenderla. Lo que buscan los pacientes es un medio para contener la experiencia, en el sentido de darle forma y sentido. La idea de contención resulta útil para explicar cómo el proceso terapéutico puede ser muy activo sin resultar demasiado intervencionista.  Es una idea que incorpora tu versión de la necesidad primitiva de vaciarse pero la trasciende en muchos casos.

No estoy diciendo que cualquier forma o significado pueda ofrecer una contención útil y terapéutica de la experiencia: la significación que se le otorga a esa experiencia angustiante, confusa y a menudo inconsciente hay que sustentarla mostrando compasión hacia el paciente y respetando su verdad emocional, por turbia, compleja y dolorosa que sea. Así pues, aunque el terapeuta necesita ser compasivo, también tiene que ayudar al paciente a afrontar las cosas, y a veces esto resulta difícil y agotador. Ambos procesos —el del paciente que saca todo lo que tiene dentro para darle a ese vaciamiento una forma y un significado que resulten compasivos en términos generales pero también impliquen afrontar una serie de verdades complejas y dolorosas—son interdependientes. Los pacientes son más susceptible de hablar con libertad si se encuentran en compañía de alguien capaz de hacerles pensar sobre su experiencia, por difícil que esta sea, y que además lo haga de una forma que ellos puedan aceptar y creer.

Atribuir forma y significado a la experiencia a base de hablar de ella de forma compasiva y verdadera es, por lo tanto, lo que hace posible pensar en la experiencia y asimilarla otra vez; pero esta vez como una experiencia a la que hay que reaccionar o que hay que evacuar. Estamos en deuda con el psicoanalista y escritor Wilfred Bion por su idea de que aprender de la experiencia es algo que depende de la capacidad de asimilarla y absorbería de esta forma. 

Yo opino que liberarse es esto. Liberarse suele consistir en haber tenido una experiencia (o muchas experiencias) y descubrirse a uno mismo incapaz de pensar realmente en lo sucedido; un estado mental que, paradójicamente, a menudo se caracteriza por una preocupación intensa o un «pensar demasiado», pero se trata de una forma claustrofóbica de preocupación. Hay pensamientos, pero ese pensamiento no lleva a nada.

José Luis San Miguel de Pablos (La rebelión de la consciencia)

MATERIALISMO Y SOCIEDAD

Para todos está claro que la subida en fecha del materialismo y del ateísmo a partir del siglo XIX se explica por la ganancia del prestigio de la ciencia, pareja al prestigio creciente de la religión entre las élites culturales y el proletariado de los países occidentales.

Por lo que se refiere en concreto al materialismo metafísico, hay que sumar a esto la fijación decimonónica de una imagen de la materia en la estela de Demócrito, junto al descrédito del vitalismo que había impregnado tanto las especulaciones dieciochescas como la Naturphilosophie, el cual era reemplazado por una química orgánica que empezaba alcanzar logros espectaculares, como la síntesis de la urea por Wöhler en 1828. Fue en este contexto en el que se acuñó la célebre frase <<el cerebro segrega el pensamiento como el hígado segrega la bilis>>. Y la revolución industrial hizo el resto... Ejércitos de obreros-hormigas haciendo marchar complejos gigantescos de extracción y producción cada vez más mecanizados. Poco importaba ahí la interioridad, como muy gráficamente mostró Chaplin en su obra maestra cinematográfica Tiempos modernos.

La asunción de la filosofía materialista por la principal ideología del movimiento obrero, el marxismo, queda así contextualizada. Otro motivo fue, claro está, la confrontación con una religión institucional que se decantaba por los poderes establecidos y cuyo espiritualismo era marcadamente transmundano. Pues la oposición al transmundanismo de las religiones -no solo las del Libro- fue otra razón de peso. Ya que centrarse en el vivir para luchar de forma decidida por remover los obstáculos que dificultan el logro de la plenitud vital, de la felicidad, es condición previa para lograrlo, y si la(s) religion(es) a ese centralismo porque <<luego viene otra cosa que es lo único que de verdad importa>>, se puede entender la calificación de la religión por Marx de <<opio del pueblo>>.

Sin embargo, el precio que las corrientes históricas opuestas a la explotación del hombre por el hombre han tenido que pagar por apostar a nivel filosófico por el materialismo ha sido muy alto. Cabe, en realidad, preguntarse si una concepción del mundo materialista es coherente con el combate por la dignidad y la felicidad de los seres humanos. Cierto que el adjetivo <<dialéctico>> matiza, debilitándono en cierto modo, el <<materialismo>> sustantivo, puesto que la dialéctica -cuya intuición primera resume el yin-yang taoísta- viene a coincidir con el principio de omni-interrelación dinámica generativa, y se opone al materialismo vulgar, mecanicista. Pero, por un lado, Lenin recondujo el materialismo dialéctico hacia el materialismo vulgar, con su aventurada afirmación de que no existe diferencia entre fenómeno y objeto-en-sí, y por otro, la oficialización del materialismo en el <<socialismo real>> mostró que cualquier metafísica, al convertirse en doctrina de estado, se transforma fatalmente en <<religión>> en el peor de los sentidos. 

En todo caso, la pregunta esbozada unas líneas más arriba es pertinente. ¿El mejor marco para impulsar la liberación de la humanidad de las trabas alienantes que la hacen infeliz es una filosofía materialista? Como eficaz seguro contra cualquier transmundanismo que impida vivir el aquí-y-ahora, en plenitud, muchos han creído que sí. Carpe diem es una máxima excelente, pero ¿es realmente imprescindible ser materialista y adherirse al dogma de la nada para vivir hic et nunc con total entrega? La respuesta claramente es no. Cada instante de vida es inmensamente -quizá infinitamente- valioso, y da igual que haya o deje de haber algo <<después>>, puesto que cada tramo es también meta, y al revés, toda meta es solo el final de un tramo. El camino -como saben los peregrinos lúcidos de Santiago de Compostela- es igual de importante que la meta, que por lo demás marca el inicio de nuevas singladuras. Este entendimiento del vivir, propugnado típicamente por las <<nuevas>> espiritualidades de raíces antiguas, rompe tanto con la veneración del <<muero porque no muero>> -que solo cabe justificar a nivel literario- como con la idea de que solamente el materialismo permite un centramiento pleno en el vivir-aquí.
Pero vayamos al meollo de la cuestión. Es el ser humano que vive y siente el que busca la plenitud y, como condición importante, la recuperación de su libertad, la quiebra de las servidumbres impuestas, de las desigualdades injustas, el fin de la pobreza y de la degradación de sus condiciones de vida, así político-económicas como relacionales y medioambientales. Ahora bien, solo una concepción del mundo que reconozca la centralidad de la esencia viva y consciente del sujeto puede apoyar con coherencia el combate ineludible. Porque unos entes que carecen de vida interior no se pueden liberar ¡puesto que nada hay entonces que liberar! Y por lo demás, la experiencia histórica ha hecho ver ya, reiteradamente, que las cadenas que es preciso romper no están únicamente <<fuera>>, en el contexto social y en el correspondiente a la superestructura económico-política, sino también, <<dentro>>, en la individualidad misma, de suerte que la liberación tiene que ser psicoespiritual igualmente, o si no la cosa no funciona a ningún nivel. Y viceversa, por que el individuo salvacionista tampoco sirve: la humanidad, más aún, la vida de la Tierra, es una.

No nos engañemos, lo que está hoy en juego es poner fin al bloqueo que sufre la humanidad, metida en un callejón sin salida a múltiples niveles. Ahora bien, si algo está meridianamente claro es que este callejón sin salida tiene mucho que ver con el materialismo, y me refiero ahora al materialismo práctico, el Mammón del Evangelio. Pero, como ya hemos visto, pretender que el materialismo práctico y el teórico o metafísico no guardan relación es insostenible. La filosofía natural del economicismo capitalista es el materialismo. En cambio, la asunción del materialismo metafísico por las corrientes históricas anticapitalistas fue, no nos engañemos, un hecho contingente, comprensible en su contexto, pero incoherente en el fondo.

 Entrevista a José Luis San Miguel de Pablos

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