Michael Sandel (Contra la perfección) La ética en la era de la ingeniería genética

La ética del perfeccionamiento

Hace algunos años, una pareja decidió que quería tener un hijo, preferiblemente sordo. Las dos integrantes de la pareja eran sordas, y estaban orgullosas de serlo. Al igual que otros miembros de la Comunidad «Orgullo sordo», Sharon Duchesneau y Candy McCullough consideraban la sordera como una identidad cultural, no como una discapacidad que debiera curarse. «Ser sorda es un estilo de vida», decía Duchesneau. «Nos sentimos completas siendo sordas y queremos compartir con nuestros hijos lo que tiene de maravilloso nuestra comunidad de sordos: el sentimiento de pertenencia y conexión. Realmente sentimos que vivimos vidas ricas como personas sordas».

Con la esperanza de concebir un hijo sordo, buscaron a un donante de esperma con cinco generaciones en su familia. Y tuvieron éxito. Su hijo Gauvin nació sordo.

La nueva familia quedó sorprendida cuando su historia, publicada por el Washington Post, provocó una condena unánime. La indignación se centraba en general en la acusación de que habían infligido deliberadamente una discapacidad a su hijo. Duchesneau y McCullough (que son una pareja lesbiana) negaron que la sordera fuera una discapacidad y argumentaron que simplemente querían un hijo que fuera como ellas. «No creemos que hayamos hecho nada muy distinto de lo que hacen muchas parejas convencionales cuando tienen hijos», dijo Duchesneau.

¿Está mal diseñar a un hijo sordo? Y si fuera así, ¿dónde reside el mal, en la sordera o en el diseño? Supongamos, por mor del argumento, que la sordera no fuera una discapacidad sino una identidad distintiva. ¿Sigue habiendo algo rechazable en la idea de que unos padres escojan al tipo de hijo que van a tener? ¿O es algo que los padres hacen siempre, ya sea al escoger a su pareja o, en nuestros días, al usar las nuevas tecnologías reproductivas?

Pero antes de que surgiera la controversia del hijo sordo, apareció un anuncio en el Harward Crimson y otros periódicos estudiantiles de universidades de la «Ivy League». Una pareja infértil buscaba a una donante de óvulo, pero no servía cualquier donante. Debía medir 1,77, ser de complexión atlética, no tener problemas médicos en la familia y haber obtenido una nota combinada de 1400 o superior en SAT. A cambio de un óvulo de una donante que cumpliera con estos requisitos, se ofrecía un pago de 50.000 dólares.
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La vieja y la nueva eugenesia

La eugenesia fue un movimiento de grandes ambiciones: mejorar la constitución genética de la humanidad. El término, que significa «bien nacido», fue acuñado en 1883 por Sir Francis Galton, un primo de Charles Darwin que aplicó métodos estadísticos al estudio de la herencia. Convencido de que la herencia era la responsable del talento y del carácter, pensó que sería posible «producir una raza de hombres altamente dotados mediante una sabia política de matrimonios a lo largo de varias generaciones consecutivas». Galton reclamó que la eugenesia fuera «introducida en la conciencia nacional, como una nueva religión», y animó a las personas con talento a escoger sus parejas con criterios eugenésicos. «Lo que la naturaleza hace ciega, lenta y brutalmente, el hombre puede hacerlo previsora, rápida y amablemente... La mejora de nuestra raza me parece uno de los fines más elevados que podemos razonablemente perseguir». 

La vieja eugenesia

La idea de Galton llegó a Estados Unidos, donde animó un movimiento popular en las primeras décadas del siglo XX. En 1910, el biólogo y entusiasta de la eugenesia Charles B. Davenport abrió una Oficina de Archivos Eugenésicos en Cold Spring Harbor, Long Island. Su misión era enviar trabajadores a las prisiones, hospitales, casas de beneficencia y manicomios de todo el país para investigar y recoger datos acerca del historial genético de las personas consideradas defectuosas. En palabras de Davenport, el proyecto consistía en catalogar «las principales vetas de protoplasma humano que circulan por el país». Davenport confiaba en que tales datos serviría de base para los esfuerzos eugenésicos destinados a evitar la reproducción de aquellos que no fueran genéticamente aptos. 

[...] En Alemania, la legislación eugenésica de estados Unidos encontró un admirador en Adolf Hitler. Mein Kampf contenía toda una proclama de fe eugenésica por parte de Hitler: «La demanda de impedir que las personas defectuosas generen descendencia igualmente defectuosa viene avalada por la razón más transparente y, sistemáticamente ejecutada, representa el acto más generoso hacia la humanidad. Evitará sufrimientos innecesarios a millones de desgraciados, y contribuirá de este modo a una mejora continuada de la salud en conjunto». Cuando llegó al poder en 1933, Hitler promulgó una ambiciosa ley de esterilización eugenésica que mereció los elogios de los eugenistas estadounidenses. Eugenical News, una revista de Cold Spring Harbor, publicó una traducción literal de la ley y señaló orgullosamente sus similitudes con el modelo de ley de esterilización propuesto por el movimiento eugenista estadounidense. En California, donde la eugenesia contaba con muchos partidarios, la revista Los Angeles Times exaltó en un reportaje de 1935 las virtudes de la eugenesia nazi. El pomposo titular era: «Por qué dice Hitler: Esterilicen a los no aptos»!» «Aquí tenemos, tal vez, un aspecto de la nueva Alemania que estados Unidos, junto con el resto del mundo, difícilmente puede permitirse criticar». 

La eugenesia liberal

El lenguaje de la eugenesia está resurgiendo en la era del genoma, no sólo entre los críticos sino entre los defensores del perfeccionamiento. Una influyente escuela de filósofos políticos anglo-americanos propone una nueva «eugenesia liberal», por la que entiende una optimización genética no coercitiva que no limite la autonomía de los hijos. «Si los viejos eugenistas autoritarios pretendían producir ciudadanos a partir de un único molde diseñado de manera centralista», escribe Nicholas Agar, «la marca distintiva de la nueva eugenesia liberal es la neutralidad del Estado». Los gobiernos no dirán a los padres qué clase de hijos e hijas deben diseñar, y los padres sólo podrán diseñar aquellos rasgos que optimicen las capacidades de su progenie sin sesgar sus elecciones de plan de vida. 

Un texto reciente sobre genética y justicia escrito por los bioéticos Allen Buchanan, Dan Brock, Norman Daniels y Daniel Wikler adopta una perspectiva parecida: la «mala reputación de la eugenesia» se debe a prácticas que «podrían evitarse en un programa eugenésico futuro». El problema de la vieja eugenesia es que impone las cargas de forma desproporcionada sobre los pobres y los débiles, que fueron injustamente segregados y esterilizados. Pero si los beneficios y las cargas de la optimización genética fueran equitativamente distribuidas, sostienen estos autores, no hay razón para oponerse a las medidas eugenésicas, e incluso podrían constituir una exigencia moral.

Ricardo Moreno Castillo (Breve tratado sobre la estupidez humana)

«Estar preocupado es ser inteligente, aunque de un modo pasivo. Sólo los tontos carecen de preocupaciones».
GOETHE

[...] La envidia es otro procedimiento muy utilizado por los tontos para complicarse la vida. Desear lo que otros tienen no es envidia: a cualquiera le gustaría poseer la inteligencia de Aristóteles, el físico de George Clooney y el patrimonio de los duques de Alba, y no reconocerlo sería propio de tontos. En principio la envidia se podría definir como coger antipatía a quienes poseen aquello de lo que uno carece, pero la cosa se complica porque todo lo que tenga que ver con la estupidez humana es complicado. Porque la mayoría de los envidiosos primero lo son, y luego ya encontrarán algún objeto sobre el cual ejercer su envidia. En cuanto alguien les desagrada califican su competencia profesional de «elitismo», su cultura de «pedantería» y su encanto personal como «querer ser el centro de atención». En contra del dictamen de Goethe, la envidia envenena la vida del estúpido, le crea preocupaciones y, como éste tenga poder, envenena también la de aquel a quien envidia. Si no lo tiene no hace más daño que aumentar el ego del envidiado, a quien dificulta el ejercicio de la virtud de la modestia (pero es un daño colateral no demasiado alarmante, que ya le bajará los humos algún amigo malicioso). Sólo se hace daño a sí mismo, como es propio de la estupidez, y se nutre de su propio veneno. Como tan cuerdamente decía don Francisco de Quevedo: «La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come». Un ladrón actúa con más lógica y sensatez que un envidioso.

Y todo esto de la envidia proporciona otro criterio altamente fiable para distinguir al tonto del listo. En la casi siempre inevitable alternativa entre la libertad y la igualdad, el inteligente suele decantarse por la primera y quien no lo es por la segunda. El filósofo americano Eric Hoffer, en El verdadero creyente (su primera y más famosa obra), lo explica con enorme lucidez:

             Es un profundo consuelo para el frustrado ser testigo de la caída del afortunado y de la desgracia del honesto. Ve en la decadencia general una aproximación hacia la fraternidad de todos. El caos, como la tumba, es un refugio de igualdad. 

Una vez conseguida la igualdad de oportunidades y la igualdad ante la ley, las únicas por las cuales tiene sentido luchar políticamente, el ser humano se enfrenta inevitablemente con la libertad, y en consecuencia también con la desigualdad, porque quien sabe usar sensatamente su libertad es más feliz y le van mejor las cosas que a quien no sabe. En primer lugar porque no sabe qué hacer con ella y se convierte para él en un estorbo, y en segundo lugar porque hace patente su inferioridad frente a quienes sí saben emplearla beneficiosamente. La persona inteligente aprovecha las posibilidades que le brinda el mundo que le rodea para crearse aficiones, cultivarse más y convertirse en un buen profesional de lo que sea. Ahogar la libre iniciativa puede conseguir más igualdad, cierto, pero suprime el mérito y la excelencia, y gracias a ello el tonto envidioso puede disfrutar de una mayor paz espiritual. Por eso prefiere la igualdad por encima de la libertad. Escuchemos de nuevo la juiciosa opinión de Hoffer (de la misma procedencia que el texto anterior): 

         Aquellos que chillan con más fuerza por la libertad son con frecuencia los que serían menos felices en una sociedad libre. Los frustrados, oprimidos por sus deficiencias, culpan de su fracaso a las prohibiciones existentes. Su deseo más íntimo es poner fin a la «libertad para todos». Desean eliminar la libre competición y las despiadadas pruebas a las que continuamente está sujeto el individuo en una sociedad libre. 
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[...] Cuando las ideas se convierten en un cuerpo de doctrina cerrado que se define como «algo», se convierten en ideologías, en un armazón sobre el que se sustenta la imagen que el sujeto quiere tener de sí mismo. Y entonces ya dejan de ser ideas. Porque si las ideas sirven para pensar, las ideologías sirven para disimular la ausencia de ideas, para acorazarse contra ellas. Las ideologías prestan a quienes carecen de ideas el mismo servicio que las pelucas a los calvos. Un ejemplo reciente de la ideología utilizada para tapar la oquedad abierta por falta de ideas está en un decálogo elaborado por dos autoras españolas con diecinueve propuestas para una escuela feminista. Dejemos de lado el pequeño detalle de que las autoras no saben contar: hablar de un decálogo de diecinueve puntos es como «proponer una terna de cuatro o cinco personas». Una de las propuestas consiste en eliminar de las escuelas a los autores machistas, entre ellos Pablo Neruda. Ahora bien, Neruda era comunista, y en la tercera parte del canto noveno de su Canto general hay una loa a Stalin. ¡Qué habrían dicho las autoras del despropósito si algún tonto de derechas (por otra parte tan indistinguible de un tonto de izquierdas) propusiera eliminar a Neruda de las escuelas por comunista y estalinista? ¿Se puede interpretar esa loa, a estas alturas de la historia, como una apología de la dictadura y el genocidio? Un poco de seriedad, por favor. Y aunque así fuera, se trataría de leer esa parte del Canto atendiendo a su valor poético, que es el único modo de leer poesía, igual que un descreído puede disfrutar del «Soneto a Cristo crucificado» aunque no tenga la menor simpatía por Jesús de Nazaret. Y si el amor a la buena literatura es lo que se ha de inculcar a los escolares, hay que darles textos bellamente escritos, sin atender a la manera de pensar de sus autores. Oscar Wilde lo dijo con claridad meridiana: «Un libro no es nunca moral o inmoral. Está bien o mal escrito. Eso es todo». Ignoro si las creadoras del «decálogo de diecinueve puntos» han leído o no a Wilde, pero muy leídas en general no parecen. Yo les recomendaría que leyeran más y se acostumbraran a juzgar una obra de arte por su valor intrínseco, no por las deficiencias de su autor. Es cierto que para reflexionar sobre el contenido de un libro hace falta leerlo reposadamente y después analizarlo a la luz de las ideas, herramientas que no todos tienen a su alcance. En cambio, para descalificar a un autor llega con encasillarlo en el esquema de la propia ideología. Y esto sí lo puede hacer cualquiera, igual que cualquiera puede hacerse con una peluca y ponérsela. En una ocasión, hace ya casi cuarenta años, un amigo me censuraba mi afición por Álvaro Cunqueiro porque en algunas ocasiones había demostrado simpatías por el franquismo. Recientemente, esto es, cuarenta años más tarde, el mismo amigo me reñía por leer a Pablo Neruda por ser comunista. ¿Había cambiado de peluca? No, tan sólo se la había puesto al revés. 

Gabriel Amengual, Gabriel Magalhães, Francesc Torralba (El humanismo europeo) Nuestras raíces

Francesc Torralba
Reverencia, aceptación y humildad óntica

Escribe la filósofa judía Hannah Arendt (1906-1975): "Este hombre futuro —que los científicos fabricarán antes de un siglo, según afirman— parece estar poseído por una revelación contra la existencia humana tal y como se nos ha dado, gratuito don que no procede de ninguna parte (materialmente hablando), que desea cambiar, por así decirlo, por algo hecho por él mismo. No existe ninguna razón para dudar de nuestra capacidad para alcanzar este cambio, de la misma forma que tampoco hay ninguna duda de nuestra capacidad actual para destruir toda la vida orgánica de la Tierra. La única cuestión que se plantea es si queremos o no utilizar nuestros conocimientos científicos y técnicos en este sentido y esta cuestión no se puede decidir por medios científicos; se trata de un problema político de primer orden y por lo tanto no se puede dejar la decisión en manos de científicos o políticos profesionales". 

La filósofa judía anticipa una crítica al transhumanismo que es pertinente recoger. Siguiendo su intuición, se puede definir esta ideología como una rebelión contra el don. El don es lo que hemos recibido sin merecerlo, se refiere tanto a las cualidades tangibles como a las intangibles. Es lo que nos ha sido dado gratuitamente, sin buscarlo intencionadamente. El primer don es el mismos hecho de existir. Nadie decide existir, ni tampoco la naturaleza genética de su ser. Se encuentra existiendo, pudiendo no haber existido nunca. Incluso en el caso de que los progenitores le hayan alterado biotecnológicamente, el recién nacido no ha elegido existir, ni tampoco las cualidades que determinan su fenotipo. El transhumanismo tiene como horizonte de referencia transformar el don recibido, cambiarlo y modificarlo según la propia voluntad. 

[...] Escribe Michael Sandel (1953): "Algunos creen que Dios es la fuente de la vida, y que la reverencia por la vida es una forma de gratitud hacia Dios, pero no es necesario mantener esta creencia para valorar la vida como un don o para sentir la reverencia hacia ella. Se habla comúnmente del don de un atleta, o de un músico, sin presuponer que el talento en cuestión proceda de Dios. Significa simplemente que el talento en cuestión no es obra plenamente del atleta o del músico; no importa si tiene que agradecerlo a la naturaleza, a la fortuna o a Dios: sigue siendo un don que está más allá de su control".

Según la filosofía del don que bosqueja Michael Sandel (1953), uno de los pensadores norteamericanos más críticos con el transhumanismo, el don tiene que ser acogido, cultivado y, finalmente , objeto de gratitud. El primer momento es la acogida, la aceptación de los que nos ha sido dado. Por ello, hay que tomar conciencia, darse cuenta y ser capaz de identificar los talentos escondidos. El segundo momento es el del cultivo, el trabajo sobre uno mismo, la ejercitación de los dones recibidos mediante la educación y el esfuerzo, y finalmente, adviene el tercer momento, que es el agradecimiento por todo lo recibido. Este agradecimiento exige dar lo recibido a la comunidad humana. 

Los ideólogos transhumanistas, en cambio, consideran que cada ser humano, es libre de recibir o no el don; de aceptarlo o rehusarlo. Parten de la convicción de que cada ser humano tiene derecho a aspirar a los dones que el otro ha recibido por naturaleza y que, mediante la alteración biotecnológica, puede aspirar a los mismos bienes que el otro. Nadie está condenado a soportar sus limitaciones, ni a tener envidia al comparar los dones que él ha recibido con los que los demás han recibido. Cualifican la filosofía del don como una moral de renuncia y de pasividad, como una actitud retrógrada y conservadora que pone límites a los deseos de transcender de todo ser humano y que se inspira en la mística del sacrificio y de la resignación. El transhumanismo se presenta como un movimiento contra esta actitud de resignación y de aceptación estoica. 

Otra característica que subraya Michael Sandel (1953) en su polémico ensayo Contra la perfección, es la noción de vulnerabilidad. El don recibido es vulnerable, frágil, de tal manera que si no es objeto de cuidado se puede estropear. La vulnerabilidad es una dimensión constitutiva de la condición humana. La posibilidad de ser herido es inherente al ser humano. A su modo de ver no hay vida sin vulnerabilidad. Sin anhelo de una vida ajena al sufrimiento, a la enfermedad, al fracaso, al sufrimiento, en último caso, a la muerte, es un anhelo que está en el corazón de todo ser humano, pero solamente puede permanecer como anhelo, porque el ser humano es constitutivamente vulnerable, finito, frágil, lábil.

[...] La tecnología, debidamente utilizada, puede mejorar la calidad de existencia de las personas y hacer más confortable sus vidas y sus quehaceres en el mundo; también pude prevenir y paliar ciertos sufrimientos; pero también genera nuevos males, nuevos sufrimientos, nuevas vulnerabilidades y riesgos. Tiene, como la propia condición humana, una naturaleza dialéctica. Los tecnólatras solamente cantan las grandezas del progreso tecnológico, pero olvidan los peajes que hay que pagar. 

En este debate, una de las cuestiones más difíciles de discernir es la distinción cualitativa entre el ser humano y la máquina. En el siglo XX el tema central de la antropología era determinar la diferencia substantiva entre el ser humano y la bestia en un contexto caracterizado por los postdarwinismos, mientras que en el siglo XXI, el debate ha derivado hacia el dueto hombre-máquina.

Esteban Hernández (El tiempo pervertido) Derecha e izquierda en el siglo XXI

De qué hablamos cuando hablamos de futuro

Cuando Schwab, como buen representante de las élites globales, insiste en que la línea que separa a quienes saldrán adelante de quienes se quedarán atrás en su mirada hacia el porvenir, simplemente ratifica una convicción generalizada: el mundo que aparecerá a la vuelta de la esquina no es la continuación del presente, sino radicalmente distinto. Y más aún cuando cuenta con una variable que lo altera todo, la velocidad. El sector tecnológico subraya con frecuencia este aspecto: los avances no serán lineales sino exponenciales, lo que conduce hacia un contexto sin precedentes en el que las previsiones se desvanecen poco tiempo después de anunciarse.

Schwab, y el foro de Davos con él, cuando hablan de futuro se refiere a la cuarta revolución industrial, un cambio productivo a gran escala de esos que la humanidad ha experimentado en contadas ocasiones a lo largo de los últimos siglos. La primera gran transformación estuvo marcada por la utilización del vapor y del agua para mecanizar la producción; la segunda por la división del trabajo, la producción de masas y la electricidad; la tercera, que se inició en 1969, por la producción automatizada, la informática y la electrónica. La cuarta lo estará por la innovación digital, una fusión de tecnologías que borrrará los límites entre las esferas físicas, digitales y biológicas. La diferencia respecto del pasado, el gran desafío, consiste en que no resulta posible leer de forma predecible ni la dirección ni la intensidad de esas transformaciones. La biotecnología, el blokchain, la geoingenería, la realidad virtual aumentada, la inteligencia artificial en sus múltiples expresiones, la nanotenología, la ciencia de materiales, la computación cuántica o las impresoras 3d someterán a la sociedad a shocks profundos que serán imposibles de asimilar pautadamente. Cada cambio llevará a nuevos terrenos distintos por completo de los anteriores.

En cuanto a su aplicación práctica, el futuro nos traerá posibilidades inmensas en todos los órdenes. Los sistemas sanitarios se verán reformados radicalmente a partir del empleo de inteligencia artificial que permitirá ofrecer mejores soluciones. El médico tradicional desaparecerá sustituido por un red de conocimientos informáticamente vinculados en la que se apoyará el doctor para emitir diagnóstico y recomendar tratamiento y, muy posiblemente, pocos años después ni siquiera hará falta un médico. Los coches serán autónomos y sus sistemas de guía lograrán evitar un porcentaje muy relevante de los accidentes actuales y el tráfico de las ciudades en mucho más manejables. En las fábricas apenas existirán obreros, ya que las máquinas realizarán las tareas repetitivas de forma regular y precisa y las cadenas de distribución serán más eficientes al estar mecanizadas. Las ciudades, que verán cómo sus poblaciones aumentan enormemente, contarán con mecanismos de regulación inteligentes que harán la vida de sus habitantes más placentera. Incluso el ser humano será mejorado gracias a los enormes avances científicos, lo que posibilitará que vivamos más años en mejores condiciones. 

Todas estas ventajas, el conjunto de mejoras que traerá el porvenir, nacen de la misma convicción: la naturaleza humana es frágil y las decisiones irracionales forman parte de nuestro ser. Un médico, un juez o un conductor cometen errores con frecuencia, ya sea por su conocimiento insuficiente, por sus prejuicios, por las distracciones o simplemente porque tienen días mejores que otros. La humanidad es también la historia de nuestras equivocaciones, por lo que los avances que se han producido han sido lentos, fatigosos y sometidos a frecuentes regresiones. Por primera vez podemos poner en marcha sistemas autónomos y automatizados que permiten ampliar radicalmente la dimensión del saber, porque contamos con millones de datos, de casuísticas y de experiencias que pueden centralizarse, sistematizarse y convertirse en instrumentos de decisión. Y no sólo eso: gracias a la inteligencia artificial es posible diseñar procesos que aprendan pos sí mismos, que se corrijan conforme los nuevos datos van refinando los antiguos, que no dependan de la acción del hombre para mejorarse y que además lo hagan a una velocidad hasta ahora impensada. Por primera vez en la historia la mejora de nuestras capacidades no está sujeta a la invención del ser humano, sino que la hemos delegado a un mecanismo exterior, rápido y eficaz en el que no interfieren los humores, las pasiones o los sentimientos.

La superioridad del mundo del futuro radicará en su capacidad de domesticar la falible naturaleza humana gracias a la ciencia. La vida es un cúmulo de interacciones cuyos problemas están mayoritariamente causados por nuestras debilidades: los accidentes de tráfico suelen ser causados pos imprudencias o despistes; los problemas de salud son consecuencia de pautas alimenticias y estilos de vida nada saludables; las resoluciones judiciales erróneas nacen de prejuicios ideológicos; los malos diagnósticos, de la incapacidad del médico; los matrimonios erróneos, de la ceguera pasional. Sin embargo, desde la nueva perspectiva, todo organismo vivo (que es lo que somos por más que queramos otorgarnos mayor transcendencia) no es otra cosa que la unión de datos y algoritmos. 

En la medida en que la ciencia y la técnica nos proveen de mecanismos para recoger muchos más datos, refinarlos y sintetizarlos a través de procesos informáticos inteligentes, es posible eliminar las equivocaciones genéticas y sociales de nuestras decisiones. Nos dejamos llevar por los sentimientos a la hora de elegir pareja, por las emociones cuando votamos, por el deseo cuando comemos o bebemos, por apetencias irracionales cuando decidimos qué carrera cursar, por nuestros instintos a la hora de tomar decisiones. Desde su perspectiva, si en lugar de dejar hablar a nuestras entrañas nos apoyásemos en estos instrumentos, nuestra vida sería mucho mejor, también en el ámbito privado. La informática nos proporciona ahora esa posibilidad y esa es la gran ventaja que nos aporta el futuro.

* Esteban Hernández (Nosotros o el caos) Así es la derecha que viene
* Esteban Hernández (Los límites del deseo) Instrucciones de uso del...

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