Bernat Castany Prado (Una filosofía del miedo)

El síndrome de Sarajevo. La globalización ha supuesto un desdibujamiento de numerosas categorías culturales, sociales y religiosas. Propias y ajenas. Una oleada de violencia compensatorias ha tratado de rebajar la ansiedad que todas estas transformaciones nos producen. Una parte de la población mundial ha salido beneficiada económicamente y socialmente de este proceso de apertura cultural, y es por eso que lo celebran. Pero «los perdedores de la globalización», tal y como los llama Bauman, tienden a verlo con horror.

Aunque no me gusta inventar nuevos términos, pues los que tenemos les bastaron a Montaigne y a Cervantes, he dado el llamar «síndrome de Sarajevo» a la tendencia en virtud de la cual, siempre que una sociedad celebra por todo lo alto la multiculturalidad, faltan pocas décadas para que se produzca en su seno una confrontación étnica, nacionalista o religiosa. La Exposición Universal de París, de 1889, en la que los diferentes países europeos celebraron que el mundo se les estaba quedando pequeño, culminó en la Gran Guerra, de 1914. Los Happy Twenties, y la Viena de Zweig, Freud y Wittgenstein, desembocaron en la Segunda Guerra Mundial, de 1939. Los XIV Juegos Olímpicos de Invierno de Sarajevo, de 1984, fueron enterrados por las guerras de los Balcanes, de 1991 a 2001; mientras que los Juegos Olímpicos de Barcelona, que fueron vividos como la gran fiesta de la globalización y del fin de la historia, han sido sustituidos por numerosas tensiones identitarias.

Parece que la historia respire entre aquellas épocas en las que domina la libertad pero falta el sentido y aquellas otras en las que domina el sentido pero falta la libertad. Como si fuesen dos vasos comunicantes (de absenta), las épocas pendulan entre la claustrofobia del sentido y la agorafobia de la libertad. Así, mientras en la Edad Media los individuos apenas tenían libertad, pero sabían perfectamente quiénes eran y qué lugar ocupaban en el cosmos, durante el Renacimiento la movilidad social, económica, religiosa o geográfica supuso al mismos tiempo un aumento de la libertad y un desdibujamiento del sentido y de la identidad. Y, como aprendimos en la carrera leyendo a José Antonio Maravall, a finales del siglo XVI y principios del XVII, la monarquía, la nobleza y la Iglesia se aliaron para destruir el culto renacentista por la libertad y la movilidad que amenazaba al Antiguo Régimen. Descompresión, represión. Dar cera, resbalón en la cera. Hai!

Lo mismo sucedió cuando, tras el embate ilustrado, los románticos se echaron a los cerros a balar deprimidos, y a idealizar las cadenas de la servidumbre medieval. Y hoy, tras el momentum libertario de los años sesenta, y tras esa filosofía glam que fue la posmodernidad (recuperada, como lógica cultural del capitalismo tardío), se oye a muchos gritar: «¡Veis como no era una buena idea el cuento de la libertad y la indefinición!». Pero eso es tirar las niñas con el agua sucia de las lentillas.

El síndrome de Sarajevo es como el cuento de Pedro y el lobo. Solo que el lobo de la libertad nunca llega, mientras que el miedo que infunde su nombre les enseña a las ovejas a balar: «¡Vivan las cadenas!». Vivan las cadenas de las religiones oficiales, que nos dicen cuál es nuestro lugar exacto en el cosmos; vivan las cadenas de las ideologías dogmáticas que nos ahorran la tarea de pensar y dialogar; vivan las cadenas de las fronteras nacionales, que nos protegen de un mundo extraño y ajeno. 

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Derecho de autodeterminación. Pico della Mirandola celebró la incipiente libertad del individuo moderno en un hermoso mito que deberíamos contarles cada noche a nuestros hijos. Tras crear el mundo, los dioses decidieron concederles a cada animal un atributo específico. Hicieron valiente al león, cobarde a la oveja y astuto al zorro (el cuento no decía nada del oso hormiguero). Cuando le llegó el turno al ser humano, ya no quedaba ningún atributo libre. Decidieron, entonces, dárselos todos; solo que en potencia, de modo que fuese cada individuo el que escogiese con sus propios actos aquello que quería llegar a ser.

Según Pico della Mirandola, la dignidad del ser humano reside, precisamente, en su indeterminación. A diferencia de los animales y de los dioses, ningún individuo está condenado a ser lo que es por nacimiento, sino que tiene la libertad de elegir su identidad. Y ese es el fundamento de su dignidad.

Este derecho de indeterminación, que es también un derecho de autoindeterminación (pues, a diferencia de Felipe II, sí que hemos venido a luchar contra las circunstancias), ha sido el pilar del credo humanista, cuyo primer verso podría ser el célebre dictum de Cervantes según el cual «el hombre es hijo de sus propias obras». Pero este dogma de fe del humanismo no debe ser solo creído sino también practicado, y no solo de forma individual sino también de forma colectiva. Pues debemos defenderlo mediante políticas sociales y educativas que nos aligeren de los condicionamientos de la pobreza o la ignorancia, para que seamos nosotros quienes nos podamos determinar. A más justicia, más libertad.

Y es que el miedo al carácter indefinido del mundo, o a la indefinición de nuestra cosmovisión, no es una cuestión meramente filosófica, sino también social, puesto que se alimenta, en buena medida, del sufrimiento de las personas. El carácter injusto y descontrolado de los procesos de modernización o globalización tiende a generar grupos de desheredados que ven en todos esos cambios la causa de su sufrimiento. Por eso, para vencer el miedo a la indefinición del mundo, además del esfuerzo existencial, filosófico y poético, es necesario reducir el sufrimiento y la injusticia. Porque la verdadera monstruosidad del mundo no radica en la ausencia de fronteras esenciales, trazadas por el dedo de fuego de Dios, sino, simplemente, en que haya injusticia y dolor. 

No sospechaba Malcolm X que, además de política, estaba haciendo ontología cuando dijo: «The ballot or the bullet». 

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La corrosión del carácter. Pero la cultura capitalista no solo ha creado una doctrina de las virtudes que refuerza nuestra servidumbre voluntaria. También ha desactivado aquellas que podían ofrecerle algún tipo de resistencia. Richard Sennett trató esta cuestión en La corrosión del carácter. El termino «carácter» hoy nos suena raro. También nos hace arrugar la nariz (de hecho ya arrugamos más la nariz que los victorianos). Baste recordar que, para Aristóteles, el carácter, o ethos, era la suma de nuestros hábitos y virtudes, y constituía el objetivo básico de la ética (y de la moral, de mores, esto es, "hábitos", se entiende que virtuosos, que forman un carácter). Lo cierto es que un carácter compuesto de hábitos virtuosos es un carácter fuerte, capaz de resistir las presiones del destino o de la sociedad. El resto era una hoja al viento. En todo caso, hablar de hábito no te hace monje. Es necesario practicarlo o, como diría Nietzche, incorporarlo.

Todos los sistemas de poder buscan la «corrosión del carácter». Quieren gente impotente, asustadiza, sumisa, y al mismo tiempo colaboradora y estusiasta. Así que, cuantas menos virtudes, esto es, cuantas menos potencias o fortalezas reales se interpongan en su camino, tanto mejor. 

Por eso la cultura del nuevo capitalismo se fomenta la falta de sophrosyne o moderación. El objetivo es doble: que consumamos de forma compulsiva y que nos sintamos faltos de control, y por lo tanto impotentes ante las fuerzas laborales, económicas y políticas que nos arrastran. Nuestras revueltas son irnos de compras o hincharnos a helado viendo series.

Tambien se confunde o secuestra la phrónesis. Nadie sabe bien lo que quiere ni cómo debe perseguirlo, tanto a nivel individual como a nivel colectivo. La propaganda, la autoayuda y la «ética» empresarial no hacen más que promocionar falsos valores. Vivimos confundidos, oscilando entre un nihilismo cínico y un entusiasmo aturdido. Damos palos de ciego en un mundo de neón. 

Fuera tambien la andreía, valor o fortaleza. El miedo, el desánimo, el cansancio y el abandono lo invaden todo. Nadie se siente capaz de alzarse, de resistir, de persistir o de vencer. Nos preguntamos cómo los obreros del pasado fueron capaces de arriesgar sus trabajos y sus vidas en largas huelgas salvajes, mientras que nosotros no nos atrevemos a elevar la más mínima queja por si el jefe nos coge manía. Además todo nos da pereza, que es uno de los cien nombres del miedo. 

Daniel Innerarity (La sociedad del desconocimiento)

Inutilidad: el valor del saber 

La idea de que vivimos en una sociedad del conocimiento se ha convertido en un lugar común. El saber y la formación, se dice, son los principales recursos y quien invierta en formación estará invirtiendo en el futuro. A primera vista parecería que se cumple así el sueño de una sociedad formada. Una segunda mirada es más bien decepcionante: mucho de lo que se presenta como «sociedad del conocimiento» no deja de ser un gesto retórico que tienes menos que ver con la idea de formación que con intereses políticos y económicos inmediatos. Uno tiene incluso la impresión de que en la sociedad del conocimiento precisamente lo que no tiene ningún valor propio es el conocimiento, en la medida en que el saber es definido de acuerdo con criterios, expectativas, aplicaciones y valoraciones externas.

Se dice que la sociedad del conocimiento ha sustituido a la sociedad industrial, pero da la impresión de que, al contrario, es el saber el que se ha industrializado de manera acelerada y se piensa la producción, almacenamiento y aplicación del saber como si se tratara de un bien más. De hecho, el lenguaje es muy delator: nos hablan de transferir la investigación en tecnologías, es decir, en zonas de rentabilidad económica.

La universidad está sufriendo una enorme presión de funcionalización económica inmediata, lo que se pone de manifiesto en esa alianza ideológica entre las cantidades y la pedagogía, en virtud de la cual todo se resuelve en magnitudes contables y se dispone para su utilidad mercantil gracias a una genérica capacitación pedagógica. Para comprender este proceso basta con reflexionar sobre la significación que tienen algunos procedimientos en marcha: la acreditación está todavía muy condicionada por el peso de las cantidades; los nuevos créditos ECTS (European Credit Transfer and Accumulation System) están pensados a la medida de las normas industriales; la euforia del power point sirve para prescindir de las conexiones lógicas; el impulso del trabajo en equipo funciona como procedimiento para favorecer la homogenización y disuadir de la creatividad; los rankings son un producto de la mentalidad del management aplicada a la enseñanza...

Lo que todo esto revela es que no estamos hablando tanto de formación como de un tipo de saber que se trata como una materia prima y que convierte a los estudiantes en algo disponible para el mercado de trabajo. El saber y la formación no son ningún fin en sí mismos, sino un medio para los mercados emergentes, la cualificación de los puestos de trabajo, la movilidad de los servicios y el crecimiento de la economía. No es extraño que el lenguaje de los valores inmateriales adopte la forma del capital: como capital humano, social o relacional. Toda capacidad humana se convierte en una capacidad de la que se puede hacer un balance. De ahí la dificultad a la que se enfrentan aquellas materias en las que se ejercita una forma de pensamiento que no tiene relación inmediata con una praxis, como las lenguas clásicas, las matemáticas, el arte, la música, la filosofía. Domina el modelo de empleabilidad y la competitividad. Como nos advierten reiteradamente, en un mundo que cambia velozmente, en el que se modifican las competencias, habilidades y contenidos exigidos, la «falta de formación» (lo dicen con otras palabras, pero es esto) se convierte en una virtud que permite al sujeto, con flexibilidad, rapidez y sin cargas, ponerse a disposición de las exigencias del mercado.

Ahora bien, el «hombre o la mujer flexible», que están dispuestos a aprender toda la vida, que ponen sus habilidades cognitivas a disposición de los mercados frenéticos, son una caricatura de la formación humana. Sin capacidad sintética, sin sentido ni interpretación, un saber así no es más que piezas prefabricadas (módulos y créditos), que se pueden poner a disposición de casi cualquier cosa y se olvidan. De un saber fragmentado y universalmente disponible, no surge ningún ideal de formación ni de sentido crítico.

Todo esto revela un profundo desconcierto acerca de lo que significa el saber y de su utilidad social última. El saber es más que información con utilidad inmediata; es una forma de apropiación del mundo: conocimiento, comprensión y juicio. Sin reelaboración y apropiación subjetiva en términos de comprensión, las mayor parte de las informaciones se quedan como algo meramente exterior. A diferencia de la información, que es interpretación de datos para la acción, el saber es una interpretación de datos para describir su relación causal y su consistencia interna. Los datos y conceptos sólo se convierten en saber cuando pueden ser vinculados de acuerdo con criterios lógicos y consistentes que constituyan una totalidad con sentido. El saber existe únicamente allí donde algo se explica o se comprende. Saber significa siempre poder dar una respuesta a la pregunta acerca del qué y el por qué.

El valor del saber que la escuela o la universidad están obligadas representar no es el del almacenamiento, la competencia o la utilidad inmediata. Cuando sostenemos que la universidad concretamente es un espacio en el que hay docencia e investigación no estamos aludiendo a dos actividades que deban realizarse al mismo tiempo, sino a la naturaleza del saber que se cultiva en la universidad; que uno enseña lo que investiga e investiga lo que enseña quiere decir que nos interesa aquella dimensión del saber que lo tiene como algo provisional, revisable, discutible, sujeto a crítica; de alguna manera nos dedicamos a enseñar lo que no sabemos. Para el saber asegurado están otras academias de noble oficio.

La universidad es el lugar de la problematización del saber, donde el saber se revisa continuamente y se convierte en objeto de reflexión. Este tipo de saber no se puede producir donde no hay una cierta libertad frente a la utilidad, el imperativo de la relevancia para la praxis, la cercanía social, la actualidad. El saber en este sentido se escapa de los modelos estandarizables y reproducibles; remite siempre a una creatividad que no se puede institucionalizar en procedimientos que la aseguren. Y esto es precisamente lo que está en juego: la consideración del saber como una mercancía o como algo que tiene valor en sí mismo, como mera pericia que se transmite o como juicio crítico que cada uno (cada sujeto, cada generación) debe adquirir. 

Innerarity, Daniel (Pandemocracia) Una filosofía de la crisis del... 

José Ramón Ayllón (Orígenes)

EL DARWINISMO COMO IDEOLOGÍA

La Tierra no fue creada: evolucionó. Y lo mismo hicieron los animales y las plantas, al igual que el cuerpo humano, la mente, el alma y el cerebro.
     Julian Huxley  

Las ideologías son filosofías materialistas y revolucionarias que aspiran a cambiar el mundo de forma rápida y profunda. Mientras unas se imponen por el terror y la violencia, otras prefieren ganar las batallas de la educación y la opinión pública.  El darwinismo ideológico pertenece al segundo grupo. Este epígrafe es un ajuste de cuentas con ese darwinismo, responsable de haber secuestrado y traicionado a Darwin.

En El origen de las especies se refiere Darwin a «leyes impresas por el Creador en la materia», que hacen posible la sucesiva y asombrosa aparición de las diversas especies.  Sin embargo, ya en vida del propio autor, darwinistas radicales tergiversaron sus ideas con la intención de convertirlas en la gran alternativa atea al relato bíblico del Génesis. En esa línea, cuando en 1959 se celebró en Chicago el centenario del citado libro, Julian Huxley, el orador más aplaudido, resumió con las palabras que abren este epígrafe la esencia del darwinismo convertido en ideología. Así bada comienzo una de las controversias más ruidosas e interminables de la historia de la ciencia y del pensamiento.

La explicación puramente evolucionista de los seres vivos comprometía el papel de Dios como creador de la vida y del hombre, suprimía la espiritualidad humana y su libertad, así como la responsabilidad moral y el destino después de la muerte. Dicho en pocas palabra: ponía crudamente de manifiesto la gran diferencia entre ser hijos de Dios o ser solamente primos del mono.

Como un nuevo giro copernicano, la exclusión de la causalidad de Dios sobre el mundo tiene una inmensa importancia cultural. Ese empeño ideológico ha exigido la adhesión de miles de investigadores especializados, amplificados por un sinfín de divulgadores profesionales, capaces de conectar con el gran público: profesores y maestros, autores de libros de texto, guionistas de programas televisivos, ilustradores, montadores y museos... Ese inmenso esfuerzo ha hecho del darwinismo una clave imprescindible de interpretación del ser humano, de la sociedad y de la historia, como resume Juan Luis Arsuaga: «El descubrimiento más asombroso de la humanidad es la evolución, y sin esa revelación no se puede entender nada del ser humano.

Hoy, Richard Dawkins, uno de los evolucionistas más mediáticos, repite la tesis anticreacionista de Julian Huxley. Darwin, por el contrario, respondería a ambos que el Creador es imprescindible para explicar las causas naturales estudiadas por la biología. Si el universo es un conjunto de seres que no tienen en sí mismo su razón de ser, necesariamente ha tenido que ser creado. Crear no es transformar algo, sino producir radicalmente ese algo. La evolución, en cambio, se ocupa del cambio de ciertos seres que previamente han sido llamados a la existencia. Una certera comparación de Ernst Jünger clarifica esta cuestión:

La teoría de Darwin no plantea ningún problema teológico. La evolución transcurre en el tiempo; la creación, por el contrario, es su presupuesto. Por tanto, si se crea un mundo, con él se proporciona también la evolución: se extiende la alfombra y esta echa a rosar con sus dibujos.

Hace 1.600 años, San Agustín escribió lo que sigue:

Las simientes de los vegetales y de los animales son visibles, pero hay otras simientes invisibles y misteriosas mediante las cuales, por mandato del Creador, el agua produjo los primeros peces y las primeras aves, y la tierra los primeros brotes y animales, según su especie. Sin duda alguna, todas las cosas que vemos ya estaban previstas originariamente, pero para salir a la luz se tuvo que producir una ocasión favorable. Igual que las madres embarazadas, el mundo está fecundado por las causas de los seres. Pero estas causas no han sido creadas por el mundo sino por el Ser Supremo, sin el cual nada nace y nada muere.

San Agustín es cristiano, pero su posición puede ser compartida por personas que no lo son. Voltaire, anticristiano y deísta, parece agustiniano en este diálogo imaginado con un ateo:

–¿Qué es la materia?— pregunta el ateo.

—No lo sé muy bien —responde Voltaire—. Me parece extensa, sólida, resistente, con peso, divisible, móvil. Pero Dios puede haberle dado otras mil cualidades que ignoro.

—¡Traidor!— replica el ateo—. ¿Otras mil cualidades? Ya veo a dónde quieres llegar: vas a decirme que Dios puede vivificar la materia, que puede dar el instinto a los animales y que es dueño de todo.

—Bien podría ocurrir—reconoce Voltaire— que Dios, en efecto, hubiera otorgado a la materia muchas cualidades que usted no sabría comprender.

En las primeras décadas del siglo XX, Chesterton constata que casi todos los libros que estudian el universo y la vida, empiezan con la palabra «evolución». Un concepto que le parece inútil cuando se trata de explicar los orígenes, pues «nadie es capaz de imaginar cómo la nada pudo evolucionar hasta producir algo». Más honesto le parece reconocer que «en el principio, un poder inimaginable dio lugar a un proceso igualmente inimaginable»:

Dios es, por naturaleza, un hombre lleno de misterio, y nadie puede imaginar cómo ha podido crear el mundo, lo mismo que nadie se siente capaz de crearlo. En cambio, la palabra «evolución« rima con «explicación», y tiene la peligrosa cualidad de parecer que lo explica todo.

A Chesterton —agnóstico durante la mayor parte de su vida— le parece ilógico rechazar a un Dios que hace surgir las cosas de la vida, y en cambio creer que de la nada han salido todas las cosas. Si algo le resulta evidente es que el mundo no se explica por sí mismo. Más bien, responde al diseño de una voluntad personal, presente en su obra como el artista en la obra de arte:

Basta abrir los ojos para ver un mundo ordenado según ciertas leyes, y una verde arquitectura que se construye a sí misma sin ayuda de manos visibles, según en plan predeterminado, como un dibujo ya trazado en el aire por un dedo invisible. Esa constatación ha llevado a la mayoría de la humanidad a pensar que el mundo obedece a un plan. Un plan trazado por algún extraño e invisible Ser, que al mismo tiempo es un amigo, un bienhechor que ha colocado los bosques y las montañas para recibirnos, y que ha encendido el sol como un criado prepara el fuego a sus señores.

Darwin entendió muy bien que la creación y la evolución no pueden entrar en conflicto, porque se mueven en dos planos y en dos cronologías diferentes. Su pretendida incompatibilidad es, por tanto, un falso problema. El evolucionista Francisco J. Ayala, Premio Templeton 2020, lo explica de esta forma:

Que una persona sea una criatura divina no es incompatible con el hecho de haber sido concebida en el seno de su madre y mantenerse y crecer por medio de alimentos. La evolución también puede ser considerada como un proceso natural a través del cual Dios trae las especies vivientes a la existencia de acuerdo con su plan. 

Ayllón, José Ramón (Antropología filosófica)
Ayllón, José Ramón (Desfile de modelos) Análisis de la conducta ética
Ayllón, José Ramón (Luces en la caverna) Historia y fundamentos...
Ayllón, José Ramón (Antropología) Paso a paso
Ayllón, José Ramón (El mundo de las ideologías)
Ayllón, José Ramón (Ética Actualizada)

Will y Ariel Durant (Lecciones de la Historia)

... el conservador que se resiste al cambio es tan valioso como el radical que lo propone, tanto más valioso por cuanto las raíces son más necesarias que los injertos. Es bueno que las nuevas ideas sean escuchadas en aras de las pocas que podrán utilizarse; pero también es bueno que las nuevas ideas se vean obligadas a pasar a través del matiz de la objeción, la oposición y el desprecio; esta es la prueba de fuego que tienen que pasar las innovaciones antes de que se las permita ingresar en la raza humana. Es bueno que los viejos resistan a los jóvenes, y que los jóvenes pinchen a los viejos; de esa tensión, como de la lucha de sexos y de clases, surge una fuerza de tensión creativa, un desarrollo estimulante, una unidad y un movimiento secretos y básicos del conjunto.

MORAL E HISTORIA

La moral son las normas por medio de las cuales una sociedad exhorta (como las leyes son las normas por medio de las cuales trata de obligar) a sus miembros y asociaciones a comportarse de forma coherente con su orden, seguridad y desarrollo. Así, durante dieciséis siglos los esclavos judíos de la cristiandad mantuvieron su continuidad y su paz interna gracias a un estricto y detallado código moral y casi sin ayuda del Estado y sus leyes.

Un escaso conocimiento de la historia subraya la variabilidad de los códigos mortales y llega a la conclusión de que son insignificantes porque difieren en tiempo y lugar y a veces se contradicen unos a otros. Un mayor conocimiento subraya la universalidad de los códigos morales y llega a la conclusión de que son necesarios. 

Los códigos morales difieren porque se ajustan a las condiciones históricas y ambientales. Si dividimos la historia económica en tres fases —caza, agricultura, industria—, podemos esperar que el código moral de una fase se modifique en la siguiente. En la fase de caza un hombre tenía que estar dispuesto a perseguir, luchar y matar. Cuando atrapaba a su presa comía hasta donde le permitía su estómago, porque no sabía cuándo iba a poder comer de nuevo; la inseguridad es la madre de la codicia, al igual que la crueldad es el recuerdo —aunque solo sea en la sangre— de una época en la que la prueba de supervivencia (como ahora entre los Estado) era la capacidad de matar. Es de suponer que la tasa de mortalidad en los hombres —que a menudo arriesgaban sus vidas en la caza— era más alta que en las mujeres, y se esperaba de ellos que las ayudaran a quedarse embarazadas con frecuencia. La belicosidad, la brutalidad, la codicia y la disposición sexual eran ventajas en la lucha por la existencia. Probablemente todo vicio fue algún día virtud, es decir, una cualidad que contribuía a la supervivencia del individuo, de la familia o del grupo. Los pecados del hombre pueden ser las reliquias de su auge en vez de los estigmas de su caída.

La historia no nos cuenta cuando pasó el hombre de la caza a la agricultura, quizá en el Neolítico y mediante el descubrimiento de que se podía sembrar grano para añadirlo al crecimiento espontáneo del trigo silvestre. Podemos asumir razonablemente que el nuevo régimen demandó virtudes nuevas y convirtió algunas viejas virtudes en vicios. La laboriosidad se volvió más importante que la valentía, la regularidad y el ahorro más provechosos que la violencia, la paz más victoriosa que la guerra. Los niños eran activos económicos; el control de la natalidad se convirtió en algo inmoral. En la granja la familia era la unidad de producción bajo la disciplina del padre y las estaciones, y la autoridad paterna tenía una base económica fuerte. Cada hijo normal maduraba pronto en mente y autosuficiencia; a los quince entendía las tareas físicas de la vida tan bien como las hubiera entendido a los cuarenta; todo lo que necesitaba era tierra, un arado y un brazo voluntarioso. Así que se casaba pronto, casi tan pronto como la naturaleza lo exigía; no se preocupaba mucho por las restricciones impuestas sobre las relaciones prematrimoniales por el nuevo orden de asentamientos y hogares permanentes. En cuanto a las muchachas, la castidad era indispensable, porque su pérdida podía traer consigo la maternidad desprotegida. La igualdad numérica aproximada entre sexos exigía la monogamia. Durante mil quinientos años este código moral agrícola de continencia, matrimonio temprano, monogamia sin divorcio y maternidad múltiple se observó en la Europa cristiana y en sus colonias blancas. Era un código severo que produjo algunos de los caracteres más fuertes de la historia. 

Poco a poco, luego rápidamente y cada vez con mayor amplitud, la Revolución Industrial cambió el modelo económico y la superestructura moral de la vida europea y americana. Los hombres, las mujeres y los niños dejaron el hogar y la familia, la autoridad y la unidad, para trabajar como individuos, pagados individualmente, en fábricas construidas para albergar no a hombres, sino a máquinas. Cada década las máquinas se multiplicaban y se volvían más complejas; la madurez económica (la capacidad de mantener a una familia) llegaba más tarde; los niños ya no eran activos económicos; el matrimonio se retrasó; la continencia premarital se volvió más difícil de mantener. La ciudad ofrecía todo tipo de formas de disuasión de cara al matrimonio, pero proporcionaba todo tipo de estímulos y facilidades para el sexo. La mujeres se «emanciparon», es decir, se industrializaron; y los anticonceptivos les permitieron separar el coito de la gestación. La autoridad del padre y de la madre perdió su base económica gracias al creciente individualismo de la industria. El joven rebelde ya no estaba constreñido por la vigilancia del pueblo; podía esconder sus pecados en el anonimato protector de la populosa ciudad. El progreso de la ciencia elevó la autoridad del tubo de ensayo sobre la del báculo; la mecanización de la producción económica sugirió filosofías materialistas mecanicistas; la educación difundió dudas religiosas; la moralidad perdió cada vez más sus apoyos sobrenaturales. El viejo código moral agrícola empezó a morir.

[...] Debemos recordarnos de nuevo que la historia, tal y como se escribe habitualmente (peccavimus), es muy diferente de la historia tal como se vive habitualmente: el historiador registra lo excepcional porque es interesante: porque es excepcional. Si todos esos individuos que no tuvieron un Boswell hubieran encontrado su lugar numéricamente proporcional en las páginas de los historiadores, tendríamos una visión más aburrida pero más justa del pasado y del hombre. Tras la fachada roja de la guerra y la política, la desdicha y la pobreza, el adulterio y el divorcio, el asesinato y el suicidio, había millones de hogares estructurados, de matrimonios felices, de hombres y mujeres amables y afectuosos, preocupados por sus hijos y felices con ellos. Incluso en la historia registrada encontramos tantos ejemplos de bondad, incluso de nobleza, que podemos perdonar, aunque no olvidar, los pecados. Los dones de la caridad casi han igualado las crueldades de los campos de batalla y las cárceles. Cuántas veces, incluso en nuestras narraciones incompletas, hemos visto a hombres ayudándose unos a otros: Farinelli manteniendo a los hijos de Domenico Scarlatti, diversas personas socorriendo al joven Haydn, el conde Litta pagándole los estudios en Bolonia a Johann Christian Bach, Joseph Black adelantando dinero repetidamente a James Watt, Puchberg prestando a Mozart una y otra vez. ¿Quién se atreverá a escribir una historia de la bondad humana?

Así pues, no podemos estar seguros de que la laxitud moral de nuestros tiempos sea un heraldo de decadencia en vez de una transición dolorosa o gozosa entre un código que ha perdido su base agrícola y otro que nuestra civilización industrial aún tienen que forjar para que devenga en el orden y la normalidad social. Entre tanto, la historia nos asegura que las civilizaciones decaen pausadamente. 

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