El síndrome de Sarajevo. La globalización ha supuesto un desdibujamiento de numerosas categorías culturales, sociales y religiosas. Propias y ajenas. Una oleada de violencia compensatorias ha tratado de rebajar la ansiedad que todas estas transformaciones nos producen. Una parte de la población mundial ha salido beneficiada económicamente y socialmente de este proceso de apertura cultural, y es por eso que lo celebran. Pero «los perdedores de la globalización», tal y como los llama Bauman, tienden a verlo con horror.
Aunque no me gusta inventar nuevos términos, pues los que tenemos les bastaron a Montaigne y a Cervantes, he dado el llamar «síndrome de Sarajevo» a la tendencia en virtud de la cual, siempre que una sociedad celebra por todo lo alto la multiculturalidad, faltan pocas décadas para que se produzca en su seno una confrontación étnica, nacionalista o religiosa. La Exposición Universal de París, de 1889, en la que los diferentes países europeos celebraron que el mundo se les estaba quedando pequeño, culminó en la Gran Guerra, de 1914. Los Happy Twenties, y la Viena de Zweig, Freud y Wittgenstein, desembocaron en la Segunda Guerra Mundial, de 1939. Los XIV Juegos Olímpicos de Invierno de Sarajevo, de 1984, fueron enterrados por las guerras de los Balcanes, de 1991 a 2001; mientras que los Juegos Olímpicos de Barcelona, que fueron vividos como la gran fiesta de la globalización y del fin de la historia, han sido sustituidos por numerosas tensiones identitarias.
Parece que la historia respire entre aquellas épocas en las que domina la libertad pero falta el sentido y aquellas otras en las que domina el sentido pero falta la libertad. Como si fuesen dos vasos comunicantes (de absenta), las épocas pendulan entre la claustrofobia del sentido y la agorafobia de la libertad. Así, mientras en la Edad Media los individuos apenas tenían libertad, pero sabían perfectamente quiénes eran y qué lugar ocupaban en el cosmos, durante el Renacimiento la movilidad social, económica, religiosa o geográfica supuso al mismos tiempo un aumento de la libertad y un desdibujamiento del sentido y de la identidad. Y, como aprendimos en la carrera leyendo a José Antonio Maravall, a finales del siglo XVI y principios del XVII, la monarquía, la nobleza y la Iglesia se aliaron para destruir el culto renacentista por la libertad y la movilidad que amenazaba al Antiguo Régimen. Descompresión, represión. Dar cera, resbalón en la cera. Hai!
Lo mismo sucedió cuando, tras el embate ilustrado, los románticos se echaron a los cerros a balar deprimidos, y a idealizar las cadenas de la servidumbre medieval. Y hoy, tras el momentum libertario de los años sesenta, y tras esa filosofía glam que fue la posmodernidad (recuperada, como lógica cultural del capitalismo tardío), se oye a muchos gritar: «¡Veis como no era una buena idea el cuento de la libertad y la indefinición!». Pero eso es tirar las niñas con el agua sucia de las lentillas.
El síndrome de Sarajevo es como el cuento de Pedro y el lobo. Solo que el lobo de la libertad nunca llega, mientras que el miedo que infunde su nombre les enseña a las ovejas a balar: «¡Vivan las cadenas!». Vivan las cadenas de las religiones oficiales, que nos dicen cuál es nuestro lugar exacto en el cosmos; vivan las cadenas de las ideologías dogmáticas que nos ahorran la tarea de pensar y dialogar; vivan las cadenas de las fronteras nacionales, que nos protegen de un mundo extraño y ajeno.
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Derecho de autodeterminación. Pico della Mirandola celebró la incipiente libertad del individuo moderno en un hermoso mito que deberíamos contarles cada noche a nuestros hijos. Tras crear el mundo, los dioses decidieron concederles a cada animal un atributo específico. Hicieron valiente al león, cobarde a la oveja y astuto al zorro (el cuento no decía nada del oso hormiguero). Cuando le llegó el turno al ser humano, ya no quedaba ningún atributo libre. Decidieron, entonces, dárselos todos; solo que en potencia, de modo que fuese cada individuo el que escogiese con sus propios actos aquello que quería llegar a ser.
Según Pico della Mirandola, la dignidad del ser humano reside, precisamente, en su indeterminación. A diferencia de los animales y de los dioses, ningún individuo está condenado a ser lo que es por nacimiento, sino que tiene la libertad de elegir su identidad. Y ese es el fundamento de su dignidad.
Este derecho de indeterminación, que es también un derecho de autoindeterminación (pues, a diferencia de Felipe II, sí que hemos venido a luchar contra las circunstancias), ha sido el pilar del credo humanista, cuyo primer verso podría ser el célebre dictum de Cervantes según el cual «el hombre es hijo de sus propias obras». Pero este dogma de fe del humanismo no debe ser solo creído sino también practicado, y no solo de forma individual sino también de forma colectiva. Pues debemos defenderlo mediante políticas sociales y educativas que nos aligeren de los condicionamientos de la pobreza o la ignorancia, para que seamos nosotros quienes nos podamos determinar. A más justicia, más libertad.
Y es que el miedo al carácter indefinido del mundo, o a la indefinición de nuestra cosmovisión, no es una cuestión meramente filosófica, sino también social, puesto que se alimenta, en buena medida, del sufrimiento de las personas. El carácter injusto y descontrolado de los procesos de modernización o globalización tiende a generar grupos de desheredados que ven en todos esos cambios la causa de su sufrimiento. Por eso, para vencer el miedo a la indefinición del mundo, además del esfuerzo existencial, filosófico y poético, es necesario reducir el sufrimiento y la injusticia. Porque la verdadera monstruosidad del mundo no radica en la ausencia de fronteras esenciales, trazadas por el dedo de fuego de Dios, sino, simplemente, en que haya injusticia y dolor.
No sospechaba Malcolm X que, además de política, estaba haciendo ontología cuando dijo: «The ballot or the bullet».
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La corrosión del carácter. Pero la cultura capitalista no solo ha creado una doctrina de las virtudes que refuerza nuestra servidumbre voluntaria. También ha desactivado aquellas que podían ofrecerle algún tipo de resistencia. Richard Sennett trató esta cuestión en La corrosión del carácter. El termino «carácter» hoy nos suena raro. También nos hace arrugar la nariz (de hecho ya arrugamos más la nariz que los victorianos). Baste recordar que, para Aristóteles, el carácter, o ethos, era la suma de nuestros hábitos y virtudes, y constituía el objetivo básico de la ética (y de la moral, de mores, esto es, "hábitos", se entiende que virtuosos, que forman un carácter). Lo cierto es que un carácter compuesto de hábitos virtuosos es un carácter fuerte, capaz de resistir las presiones del destino o de la sociedad. El resto era una hoja al viento. En todo caso, hablar de hábito no te hace monje. Es necesario practicarlo o, como diría Nietzche, incorporarlo.
Todos los sistemas de poder buscan la «corrosión del carácter». Quieren gente impotente, asustadiza, sumisa, y al mismo tiempo colaboradora y estusiasta. Así que, cuantas menos virtudes, esto es, cuantas menos potencias o fortalezas reales se interpongan en su camino, tanto mejor.
Por eso la cultura del nuevo capitalismo se fomenta la falta de sophrosyne o moderación. El objetivo es doble: que consumamos de forma compulsiva y que nos sintamos faltos de control, y por lo tanto impotentes ante las fuerzas laborales, económicas y políticas que nos arrastran. Nuestras revueltas son irnos de compras o hincharnos a helado viendo series.
Tambien se confunde o secuestra la phrónesis. Nadie sabe bien lo que quiere ni cómo debe perseguirlo, tanto a nivel individual como a nivel colectivo. La propaganda, la autoayuda y la «ética» empresarial no hacen más que promocionar falsos valores. Vivimos confundidos, oscilando entre un nihilismo cínico y un entusiasmo aturdido. Damos palos de ciego en un mundo de neón.
Fuera tambien la andreía, valor o fortaleza. El miedo, el desánimo, el cansancio y el abandono lo invaden todo. Nadie se siente capaz de alzarse, de resistir, de persistir o de vencer. Nos preguntamos cómo los obreros del pasado fueron capaces de arriesgar sus trabajos y sus vidas en largas huelgas salvajes, mientras que nosotros no nos atrevemos a elevar la más mínima queja por si el jefe nos coge manía. Además todo nos da pereza, que es uno de los cien nombres del miedo.