Reconocido o no como cimiento moral de nuestra civilización, e incluso combatido, el cristianismo sigue cumpliendo esa función con mayor o menor fortuna. Indagar en el derrumbamiento moral obliga, por tanto, a contemplarlo por el derecho y por el revés.
Vaya por delante que fui creyente sincero hasta los diecisiete años, momento en que mi fe se esfumó a consecuencia de varias desgracias y malas lecturas. Sin embargo, todavía me inspiran ternura el homo viator medieval, empeñado en andar hasta la extenuación, y el gentil San Francisco, el de las florecillas. Habrá quien se extrañe, pero admito que a veces me entiendo mejor con curas y metafísicos que con mis pares ateos, por lo general ciegos al mysterium tremendum y muy creídos de que son un compendio de virtudes y que nada deben al cristianismo.
Dicho esto, ya puedo declarar que suscribo las afirmaciones vertidas por Bertrand Russell en Por qué no soy cristiano, aunque no me contente con ellas. A mi juicio, el cristianismo puede entenderse como bendición o, a la manera de Russell, como desgracia. Conviene examinarlo desde ambas perspectivas, ya con la vista en el porvenir. Donde algunos maniqueos solo verán una contradicción, quiero profundizar, no en busca de una síntesis sino de orientación intelectual y moral.
Por momentos, mis decires pueden resultar irrespetuosos. Pido disculpas. No quiero herir la sensibilidad de nadie, pero ¿cómo evitarlo? No voy a callar mis críticas al cristianismo, y espero que el duro juicio que me merecen sus detractores habituales sirva de adecuada compensación.
Angustiado por la desmoralización reinante, Erich Fromm pedía a la desesperada un retorno al cristianismo de los buenos tiempos, sin preguntarse si era posible y conveniente. Otros sabios se sumaron a su llamamiento, por ejemplo, Roger Garaudy, Max Horkheimer, recaído en la fe tras una vida consagrada a la crítica. Jürgen Habermas, que ahora nos habla con extraño contentamiento del "poslaicismo", o Gianni Vattimo, que después de su adiós a la verdad se declaró "un cristiano agradecido". Como si en lugar de avanzar no quedara más remedio que retroceder —una cobardía que Nietzsche le echó en cara al mismísimo Wagner.
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Como acabamos de ver, el proceso de desmoralización viene de lejos a lomos de las doctrinas que acabo de repasar a vista de pájaro.
Ahora bien, por sí mismas, actuando por separado, ¿habrían podido corroer los fundamentos morales de la humanidad? Quizá no. Lo verdaderamente desastroso fue que fueron relanzadas y reconbinadas por las eminencias grises de la contrarrevolución de los muy ricos. (Solo quedo fuera de juego el psicoanálisis, desbancado por el conductismo, la psicología evolutiva y psicología positiva, de gran efecto retrógrado como cualquiera puede constar a poco que se fije).
La contrarrevolución de los muy ricos: una reacción contra la moral, contra el espíritu de los treinta gloriosos y especialmente contra el espíritu de la década prodigiosa. Encaminada a devolvernos a las inhumanas coordenadas del capitalismo salvaje, esa contrarrevolución echó mano de una religiosidad adaptada a sus fines, se apoderó del liberalismo, echó mano del utilitarismo, del darwinismo social,, del determinismo biológico y, por paradójico que parezca, del leninismo y del troskismo. El resultado fue un pastiche capaz de pervertir no a unos cuantos sino a millones de seres humanos tanto doctos como indoctos. Todo ello por medio de la propaganda y las relaciones públicas.
Durante los treinta gloriosos (1945-1975) no se hablaba de desmoralización ni por parte de la derecha ni de la izquierda. Había conservadores y progresistas, con sus respectivas filias y fobias, para nada desmoralizados. Cualquiera que eche la vista atrás tendrá que reconocer que durante ese período los estándares morales de la humanidad se elevaron considerablemente, a la luz de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No es extraño: los recuerdos de la guerra estaban frescos y, por descontado, nadie quería parecerse a los nazis. Además, dada la gravitación de la Unión Soviética, se consideraba necesario ofrecer a los pueblos algo más que una escudilla de arroz, no fuera a pasarse al comunismo. Pero todo esto se acabó con la revolución retrógrada, inmoral de raíz.
Por su parte, los filósofos del siglo XX también contribuyeron, y no poco, a agravar el proceso de desmoralización por el simple procedimiento de no pronunciarse. ¡Cualquier cosa con tal de no pecar de ingenuos ante sus pares! Memorable fue el caso de los profesores de ética consultados con motivo de la preparación de los juicios de Núremberg. ¿Qué podían aportar? No lo sabemos porque dieron la callada por respuesta.
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No se me oculta que la palabra "humanismo" está muy manoseada. Reconozco que ya no se sabe qué diablos quiere decir. A ratos, parece como si como si todos fuésemos humanistas; o al menos, nadie da la cara como lo contrario. ¡Hasta Emmanuel Macron, vendedor de humo, presume de humanista!
Nadie se confiesa antihumanista; queremos quedar bien y ningún experto en relaciones públicas, pierde de vista lo que el común de los mortales considera inhumano. En cierto modo —así lo parece, si no entramos en detalles—, el humanismo es el credo franco, más allá de las religiones y las ideologías, e incluso más allá de la dialéctica izquierda/derecha. Por eso progresistas, conservadores y retrógrados, quieren apropiarse del humanismo, y también los criminales, para mejor disfrazarse y manipularnos, para mejor continuar la sinrazón del círculo vicioso al que aludí más arriba. Por eso hay que andar con cuidado y precisar bien de qué se trata en la actualidad, ya con la mirada puesta en el porvenir de nuestra indignación.
Se comprende que los humanistas militantes hayan apuntado el término con algún objetivo. Por ejemplo, el cristiano Iván Llich reclamaba un "humanismo radical". Erich Fromm nos proponía un "humanismo serio". Está visto: El humanismo a secas nunca no es suficiente. Humanismo cristiano, humanismo socialista, humanismo comunista, capitalismo humanista (capitalismo con rostro humano...). No es oro todo lo que reluce y reina la confusión. De hecho, a juzgar por los escritos de célebres utopistas, haríamos bien en ponernos a cubierto contra cualquier predicación supuestamente humanista encaminada a ponernos en fila india.
Por mi parte, creo que necesitamos un humanismo actualizado, radical por supuesto, serio por supuesto, capaz hacerse valer donde los humanismos de referencia ya han dado graves muestras de desfallecimiento. Un poco más abajo mostraré el camino hacia lo que, yo creo, se debería entender como un humanismo de último recurso.
En cualquier caso, aquí y ahora necesitamos afianzarnos en una posición humanista. Entiendo que es la única manera de dar un sentido constructivo a nuestra indignación, de robustecerla y orientarla en la adversidad. Y por supuesto que no iremos a ninguna parte si prescindimos de elementos de juicio históricos, filosóficos y morales. Como ya advertí, no basta con dejarse llevar por la indignación.