Manuel Penella Heller (Más allá de la indignación) Humanismo o barbarie

Reconocido o no como cimiento moral de nuestra civilización, e incluso combatido, el cristianismo sigue cumpliendo esa función con mayor o menor fortuna. Indagar en el derrumbamiento moral obliga, por tanto, a contemplarlo por el derecho y por el revés.

Vaya por delante que fui creyente sincero hasta los diecisiete años, momento en que mi fe se esfumó a consecuencia de varias desgracias y malas lecturas. Sin embargo, todavía me inspiran ternura el homo viator medieval, empeñado en andar hasta la extenuación, y el gentil San Francisco, el de las florecillas. Habrá quien se extrañe, pero admito que a veces me entiendo mejor con curas y metafísicos que con mis pares ateos, por lo general ciegos al mysterium tremendum y muy creídos de que son un compendio de virtudes y que nada deben al cristianismo. 

Dicho esto, ya puedo declarar que suscribo las afirmaciones vertidas por Bertrand Russell en Por qué no soy cristiano, aunque no me contente con ellas. A mi juicio, el cristianismo puede entenderse como bendición o, a la manera de Russell, como desgracia. Conviene examinarlo desde ambas perspectivas, ya con la vista en el porvenir. Donde algunos maniqueos solo verán una contradicción, quiero profundizar, no en busca de una síntesis sino de orientación intelectual y moral. 

Por momentos, mis decires pueden resultar irrespetuosos. Pido disculpas. No quiero herir la sensibilidad de nadie, pero ¿cómo evitarlo? No voy a callar mis críticas al cristianismo, y espero que el duro juicio que me merecen sus detractores habituales sirva de adecuada compensación.

Angustiado por la desmoralización reinante, Erich Fromm pedía a la desesperada un retorno al cristianismo de los buenos tiempos, sin preguntarse si era posible y conveniente. Otros sabios se sumaron a su llamamiento, por ejemplo, Roger Garaudy, Max Horkheimer, recaído en la fe tras una vida consagrada a la crítica. Jürgen Habermas, que ahora nos habla con extraño contentamiento del "poslaicismo", o Gianni Vattimo, que después de su adiós a la verdad se declaró "un cristiano agradecido". Como si en lugar de avanzar no quedara más remedio que retroceder —una cobardía que Nietzsche le echó en cara al mismísimo Wagner. 

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Como acabamos de ver, el proceso de desmoralización viene de lejos a lomos de las doctrinas que acabo de repasar a vista de pájaro. 

Ahora bien, por sí mismas, actuando por separado, ¿habrían podido corroer los fundamentos morales de la humanidad? Quizá no. Lo verdaderamente desastroso fue que fueron relanzadas y reconbinadas por las eminencias grises de la contrarrevolución de los muy ricos. (Solo quedo fuera de juego el psicoanálisis, desbancado por el conductismo, la psicología evolutiva y psicología positiva, de gran efecto retrógrado como cualquiera puede constar a poco que se fije).

La contrarrevolución de los muy ricos: una reacción contra la moral, contra el espíritu de los treinta gloriosos y especialmente contra el espíritu de la década prodigiosa. Encaminada a devolvernos a las inhumanas coordenadas del capitalismo salvaje, esa contrarrevolución echó mano de una religiosidad adaptada a sus fines, se apoderó del liberalismo, echó mano del utilitarismo, del darwinismo social,, del determinismo biológico y, por paradójico que parezca, del leninismo y del troskismo. El resultado fue un pastiche capaz de pervertir no a unos cuantos sino a millones de seres humanos tanto doctos como indoctos. Todo ello por medio de la propaganda y las relaciones públicas.

Durante los treinta gloriosos (1945-1975) no se hablaba de desmoralización ni por parte de la derecha ni de la izquierda. Había conservadores y progresistas, con sus respectivas filias y fobias, para nada desmoralizados. Cualquiera que eche la vista atrás tendrá que reconocer que durante ese período los estándares morales de la humanidad se elevaron considerablemente, a la luz de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No es extraño: los recuerdos de la guerra estaban frescos y, por descontado, nadie quería parecerse a los nazis. Además, dada la gravitación de la Unión Soviética, se consideraba necesario ofrecer a los pueblos algo más que una escudilla de arroz, no fuera a pasarse al comunismo. Pero todo esto se acabó con la revolución retrógrada, inmoral de raíz.

Por su parte, los filósofos del siglo XX también contribuyeron, y no poco, a agravar el proceso de desmoralización por el simple procedimiento de no pronunciarse. ¡Cualquier cosa con tal de no pecar de ingenuos ante sus pares! Memorable fue el caso de los profesores de ética consultados con motivo de la preparación de los juicios de Núremberg. ¿Qué podían aportar? No lo sabemos porque dieron la callada por respuesta.

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No se me oculta que la palabra "humanismo" está muy manoseada. Reconozco que ya no se sabe qué diablos quiere decir. A ratos, parece como si como si todos fuésemos humanistas; o al menos, nadie da la cara como lo contrario. ¡Hasta Emmanuel Macron, vendedor de humo, presume de humanista!

Nadie se confiesa antihumanista; queremos quedar bien y ningún experto en relaciones públicas, pierde de vista lo que el común de los mortales considera inhumano. En cierto modo —así lo parece, si no entramos en detalles—, el humanismo es el credo franco, más allá de las religiones y las ideologías, e incluso más allá de la dialéctica izquierda/derecha. Por eso progresistas, conservadores y retrógrados, quieren apropiarse del humanismo, y también los criminales, para mejor disfrazarse y manipularnos, para mejor continuar la sinrazón del círculo vicioso al que aludí más arriba. Por eso hay que andar con cuidado y precisar bien de qué se trata en la actualidad, ya con la mirada puesta en el porvenir de nuestra indignación.

Se comprende que los humanistas militantes hayan apuntado el término con algún objetivo. Por ejemplo, el cristiano Iván Llich reclamaba un "humanismo radical". Erich Fromm nos proponía un "humanismo serio". Está visto: El humanismo a secas nunca no es suficiente. Humanismo cristiano, humanismo socialista, humanismo comunista, capitalismo humanista (capitalismo con rostro humano...). No es oro todo lo que reluce y reina la confusión. De hecho, a juzgar por los escritos de célebres utopistas, haríamos bien en ponernos a cubierto contra cualquier predicación supuestamente humanista encaminada a ponernos en fila india. 

Por mi parte, creo que necesitamos un humanismo actualizado, radical por supuesto, serio por supuesto, capaz hacerse valer donde los humanismos de referencia ya han dado graves muestras de desfallecimiento. Un poco más abajo mostraré el camino hacia lo que, yo creo, se debería entender como un humanismo de último recurso

En cualquier caso, aquí y ahora necesitamos afianzarnos en una posición humanista. Entiendo que es la única manera de dar un sentido constructivo a nuestra indignación, de robustecerla y orientarla en la adversidad. Y por supuesto que no iremos a ninguna parte si prescindimos de elementos de juicio históricos, filosóficos y morales. Como ya advertí, no basta con dejarse llevar por la indignación. 

Eduardo Infante (No me tapes el Sol) Cómo ser un cínico de los buenos

 LA RISA DEL PERRO

El humor fue el arma que usó el cínico para desvelar lo absurdo de la conducta gregaria, para deponer a las autoridades ilegítimas y para sancionar vicios.

El cínico se reía de todo y de todos. Usaba la risa como medicina para devolver la cordura a sus congéneres, curarles la estupidez y aliviarlos del autoinfligido sufrimiento. Su sonora carcajada disolvía los vicios y las corruptelas. Un cínico llamaba a las cosas por su nombre, era crítico y autocrítico, y además lo hacía todo con guasa. Su humor pretendía provocar, que en latín significa «llamar a las cosas», convocarlas y ponerlas ante los ojos para ser analizadas. Sus chistes convocaban la autoridad y denunciaban sus vicios. Su franca ironía derrocaba la dictadura de la corrección política. Sus payasadas introducían el caos creativo en el orden coactivo, difuminaban las fronteras entre clases sociales, rompían las represiones y liberaban los instintos, y, en definitiva, ponían por unos instantes el mundo patas arriba, para mostrar que otro es posible, imaginable y pensable. 

La risa del perro molesta porque enjuicia, critica y obliga a cuestionar nuestro comportamiento gregario, pero es tremendamente liberadora. Los habitantes de la ciudad de Corinto eran conscientes de ello y por eso, a pesar de haber sufrido las continuas burlas de Diógenes, cuando este murió, en agradecimiento, erigieron una columna en mármol de Paros con la figura de un perro descansando. Los corintios entendieron que, aunque las pullas del filósofo eran amargas, siempre tuvieron como fin curarlos de la estupidez y liberarlos de las ataduras que impedían vivir en plenitud.

El humor cínico contiene una crítica a la norma socialmente establecida que se debe tomar muy en serio. Supone una defensa de la individualidad contra una sociedad que pretende homogeneizarnos. Henri Bergson estudió la función social de la risa y concluyó que su cometido es el de juzgar y sancionar la conducta que transgrede la norma. Lo risible es un fenómeno puramente humano. Un paisaje podrá ser bello o feo, pero nunca cómico. Si la conducta de algún animal hace gracia es porque esta parece humana. Solo el hombre es objeto de risa; fuera de lo humano no hay nada «risible». Para Bergson, el hombre es «un animal que ríe». Pero ¿por qué y de qué nos reíamos? ¿Por qué lo cómico nos hace reír? Solo podemos responder a estas cuestiones si primero entendemos que «nuestra risa es siempre la risa de un grupo», el medio natural en el que se da la risa es siempre una determinada sociedad. Es un grupo humano concreto donde el chiste tiene su sentido y su función. Por norma general, la risa es algo que no se da de forma aislada, necesitamos estar acompañados por otros hombres que compartan el mismo sentido del humor y se rían con nosotros para experimentarla verdaderamente.

Si contamos un chiste y somos los únicos que reímos mientras los demás nos miran con extrañeza, la risa rápidamente se desdibuja en nuestro rostro para dar paso al sonrojo y el bochorno. Cada pueblo, cada región, cada provincia tiene su humor característico; por eso hablamos de un humor inglés o de un humor gallego. Además del grupo, Bergson introduce otra variante en el humor: la víctima. La risa es la risa de un grupo que se ríe de alguien, un burlado. El grupo, con su burla, convierte la risa en un acto de superioridad sobre el que sufre la mofa. Por tanto, es siempre la sociedad la que se ríe del individuo. El goce de reírse no es desinteresado, sino que va siempre acompañado por una segunda intención que cumple una función social: como gesto de adhesión al grupo (me río con otros) y como castigo social (se ríen de mí). Lo cómico señala cierta imperfección del individuo, cierto desvío con respecto al estándar, el modelo o la norma, que obliga a la sociedad a imponer una inmediata censura. La risa es un gesto colectivo de corrección. El grupo castiga la disonancia y la conducta disruptiva, a la vez que premia el gregarismo y la conducta adaptativa. 

El cínico invirtió la dirección de la risa, apuntó hacia el grupo y defendió al individuo frente a la manada. En sus manos, el humor se convirtió en una potente arma filosófica contra la conducta gregaria. El cínico fue el valiente bufón de la sociedad: el único capaz de decirle al rey la verdad a la cara y convertir lo cómico en un gesto emancipador.

La risa fue la actitud existencial de todo cínico. Con su mueca, el perro interpeló a la realidad social, buscó independencia y cuestionó las dinámicas de poder. Sirva de ejemplo aquella ocasión en la que Alejandro Magno encontró a Diógenes observando con minuciosidad y detenimiento una pila de huesos humanos. El emperador le preguntó qué era lo que estaba haciendo y el filósofo le respondió: «Estoy buscando los huesos de tu padre, pero no puedo distinguirlos de los de un esclavo». 

El chiste cínico tiene algo en común con el rito: ambos relacionan conceptos diferentes, aunque el rito lo hace para imponer orden, mientras que el chiste cínico lo subvierte. El mensaje de una burla cínica es que todas las normas sociales pueden ser transgredidas. Todo buen chiste nos demuestra que el mundo puede ser de otra manera y nos ofrece la oportunidad de reflexionar sobre el auténtico valor de lo socialmente aceptado. El cínico puso sus burlas al servicio de la causa libertaria. Un chiste cínico es siempre una afirmación de libertad.

Los cínicos unieron filosofía y humor, y llegaron a crear un género propio con el que expresar su pensamiento: el serioburlesco. Los autores cínicos fueron a la vez unos burladores de lo serio y unos hombres que se hacían los serios para reírse; cultivaron un tipo de diatriba moral que mezclaba el humor con la gravedad, y usaron la broma para censurar los vicios de los hombres con el objetivo de, como afirmaba Demetrio, «erradicar mediante la burla los yerros del alma». Los cínicos se inspiraron en la ironía de Sócrates para crear un estilo que combinaba lo ridículo y lo didáctico con el que mejorar a los seres humanos y refutar las ideas morales equivocadas. Los escritos cínicos, entre los que destacan las geniales y divertidísimas obras de Luciano de Samósata, son una filosofía popular y satírica que critica con agudeza la estupidez humana y los prejuicios sociales. 

Núria Perpinyà (Caos, virus, calma) La Teoría del Caos aplicada al desorden artístico, social y político

Llegó la deconstrucción y el posestructuralismo y, con ellos, la mala interpretación ascendió a los cielos. Nos reíamos del leguaje como comunicación y nos hicimos los listos contemplando dede lejos los embrollos de los hermeneutas. Cuanto más intentaban comprender los textos, más se apartaban de ellos, urdiendo significados espurios. Cuantas más tesis doctorales se solemnizaban sobre un autor, más se le oscurecía. Las construcciones deconstructivas demostraban las falacias interpretativas; los ilusorios castillos de sentido del discurso público (la política, la religión, la educación, la televisión, la publicidad); la coexistencia de lecturas contradictorias; y la defensa a ultranza de las propias opiniones, que categorizamos impropiamente como verdades originales, cuando provienen de la imitación y de las coyunturas sociales. Según Derrida, el logocentrismo civilizado se basa en una mécompréhension, un misunderstanding continuo. La urdimbre teórica de los filósofos se alimenta de ella misma, igual que un caos autónomo que fingiera hipócritamente ser una gran construcción ordenada. Que perspicaces nos sentíamos después de haber desenmascarado los agujeros del discurso académico y sus malentendidos. Aplaudíamos la radicalidad de Slatoff atacando la coherencia, la catarsis, el placer estético y la representatividad nacional. Notamos como temblaba el suelo bajo nuestros pies pero no nos asustamos. Estábamos convencidos de que no necesitábamos nada sólido para existir ni para imaginar. Que aquellos que creían en columnas fuertes, siendo como eran juegos de naipes, se engañaban. Sosteníamos que la relatividad confunde y desasosiega porque los hombres antropológicamente aman la unidad aunque sea mentira. Nosotros, los superintelectuales, no la necesitábamos. Como observaba Terry Eagleton, muchos pensadores consideraron la verdad como una noción caduca y perniciosa al identificarla con el dogmatismo. Domingo Ródenas plantea la misma evolución que venimos diciendo, que el pensamiento posmoderno hizo un desmontaje que parecía ser saludable influido por Nietzsche y por Heidegger, pero que acabó en el socavamiento estructuralista de los sesenta. Arias Maldonado añade más nombres al descrédito de la verdad como algo único:

Foucault, Rorty, Vattimo: todos ellos, desde perspectivas distintas, pusieron de manifiesto que la verdad depende casi siempre del punto de vista de quien la formula y deriva de un proceso de construcción social.

Nada hacía prever que un día aparecería internet y que, con él, el misunderstanding se haría popular, cotidiano e irreparable. Ni que en lugar de celebrarlo en cenáculos exquisitos, nos hundiría vulgarmente para siempre. La posfalsedad es descendiente del relativismo mal entendido, de la tolerancia, de la ambigüedad poética, de la deconstrucción, del posestructuralismo y del escepticismo. Es una pariente lejana y bastarda pero, de un modo u otro, tiene vínculo con la familia de la indeterminación.

Nos queda por analizar el escepticismo. El nihilismo de Nietzsche era pesimista; estaba lleno de decepción y de pérdida de valores, y negaba el mundo-verdad y lo metafísico. Era un nihilismo inteligente, pero no era irónico. Las dramáticas revelaciones del pensamiento de Nietzsche eran demasiado serias y punzantes como para permitirse la distancia irónica. Décadas después, el vanguardismo descreído sería más risueño. Si nos remontamos a los griegos, también encontramos escépticos más relajados que Nietzsche. Crátilo y Pirrón nos instruyen flemáticamente en la no aseveración de las cosas: no se puede decir con certeza si se ha alcanzado la verdad o no. Los sofistas dudan de la posibilidad del conocimiento. Con la salvedad de que no se debe confundir el escepticismo con la incredulidad ni con la afirmación de la incomprensibilidad de todas las cosas (akatalépsia): no se trata de negar, sino de observar y de dudar con suspended judgment. Para el escepticismo, las opiniones de los hombres tienden a ser contradictorias. Cada prueba requiere otra y, así, hasta el infinito. Las percepciones son relativas y, en consecuencia, poco fiables. Y razonar puede introducirnos en un círculo vicioso. Lamentablemente, a veces el escepticismo tiende al conformismo para con el sistema, como ocurrió con Pirrón y con muchos de los llamados «apolíticos» que, sin ganas de soliviantarse, se avienen pasivamente con los gobernantes que les tocan aunque lo hagan sin fe. El pirronismo ha tenido una lectura vulgar y una culta. La primera desemboca en el populismo ignorante de Trump y Berlusconi y el acomodaticio status quo del incrédulo al que todo le da igual. La segunda es el relativismo escéptico que se autoanula en el impasse de un lenguaje y una razón llenos de dudas. 

Los escritores nos confiesan que mienten cuando no todo es mentira; mientras los políticos y los periodistas se presentan como servidores de la verdad, cuando en realidad nos envuelven con sus posfalsedades llenas de especulaciones que, aunque no sean improbables, no están probadas; con definiciones arraigadas no necesariamente verdaderas; y con mentiras que solo pueden ser probadas por la fe del votante y por un deseo de verlas convertidas en realidad. Hace cincuenta años, en tiempos del Watergate, la verdad, pesaba más que ahora y podía hacer dimitir a un presidente. Hoy, sin embargo, triunfan las fake news, los trolls y las webs manipuladas. Es lógico que Trump, Putin y Jean-Marie Le Pen ataquen a los medios de comunicación y aplaudan a las redes sociales. Internet les ofrece un El Dorado sin ley donde se puede distorsionar la verdad con hackers y facebooks. En cambio, en los periódicos tradicionales muchos periodistas siguen manteniendo su ética y su actitud crítica frente a la corrupción. 

Karl Polanyi (La esencia del fascismo - Nuestra obsoleta mentalidad de mercado)

LA SOCIOLOGÍA DEL FASCISMO

La filosofía fascista es el autorretrato del fascismo. Su sociología tiene más bien la naturaleza de una fotografía. La una lo presenta tal y como se refleja en su propia conciencia; la otra a la luz de la historia. ¿Hasta qué punto se corresponden ambas imágenes?

Si la filosofía del fascismo es un esfuerzo por crear una visión del mundo humano en el que la sociedad no consistiría en una relación de personas, su sociología lo muestra como un intento de transformar la estructura de la sociedad de tal modo que quede eliminada cualquier tendencia de desarrollo hacia el socialismo. El vínculo pragmático entre ambas se encuentra en el ámbito político; radica en la necesidad de destruir las instituciones de la democracia. Pues en la experiencia histórica del continente, la democracia conduce al socialismo; por consiguiente, si el socialismo no ha de ser, hay que abolir la democracia. El anti-individualismo fascista es la racionalización de esta conclusión política. Por tanto, es esencial para la filosofía fascista considerar el individualismo, la democracia y el socialismo como ideas correlacionadas que se derivan de una y la misma interpretación de la naturaleza del hombre y la sociedad. No hemos tenido dificultad en identificar esta interpretación como la cristiana.

Sin embargo, en este orden de cosas no solo hay que considerar la naturaleza sociológica del movimiento fascista, sino también la del sistema fascista. Obviamente, el fascismo debe aspirar a algo más que a la mera destrucción de la democracia; debe tratar de establecer una estructura de la sociedad que eliminaría la posibilidad misma de su reversión a la democracia. ¿Pero cuál es exactamente la naturaleza de las tareas que supone tal intento?

Y por qué ello obliga al fascismo a persistir en esa actitud de radical anti-individualismo que constituye la ideología necesaria de su fase militante? La respuesta implica al menos una rápida ojeada a la naturaleza del Estado corporativo.

La mutua incompatibilidad de democracia y capitalismo está casi generalmente aceptada hoy en día como el origen de la crisis de nuestro tiempo. Las diferencias de opinión se limitan a la formulación y el énfasis. La Dottrina de Mussolini afirma sucintamente que la democracia es un anacronismo, «pues solo un Estado autoritario puede resolver las contradicciones inherentes al capitalismo». Tiene la convicción de que el tiempo de la democracia ha pasado, mientras que el capitalismo esta solo al comienzo de su camino. El discurso de Düsseldorf de Hitler, al que ya hemos hecho alusión, proclamaba que la principal causa de la crisis actual se encuentra en la absoluta incompatibilidad entre el principio de la igualdad democrática en la vida política y el principio de la propiedad privada de los medios de producción en la vida económica, puesto que «la democracia en el ámbito de la política y el comunismo en el ámbito de la economía se basan en principios análogos». Los liberales de la escuela de Mises insisten en que la interferencia en el sistema de precios que ejerce la democracia representativa reduce inevitablemente la suma total de bienes producidos; el fascismo es aprobado como la salvaguarda de la economía liberal. La convicción común de los fascistas «intervencionistas» y «liberales» es que democracia conduce al socialismo. Los socialistas marxistas pueden diferir de ello en la razones, pero no en el hecho de que el capitalismo y la democracia han llegado a ser incompatibles entre sí; y los socialistas de todas las corrientes denuncian la embestida fascista contra la democracia como un intento de salvar por la fuerza el sistema económico actual. 

Básicamente, hay dos soluciones: la extensión del principio democrático de la política a la economía o la completa abolición de la «esfera política« democrática.

La extensión del principio democrático a la economía implica la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, y con ello la desaparición de una esfera económica autónoma separada: la esfera política democrática se convierte en el conjunto de la sociedad. Esencialmente, esto es socialismo. 

Después de la abolición de la esfera política democrática solo queda la vida económica: el capitalismo organizado en las diferentes ramas de la industria se convierte en el conjunto de la sociedad. Esta es la solución fascista. 

Ni lo uno ni lo otro se ha realizado aún. El socialismo ruso está todavía en la fase dictatorial, aunque la tendencia hacia la democracia se ha vuelto claramente perceptible. El fascismo solo avanza de manera reluctante hacia la creación del estado corporativo; tanto Hitler como Mussolini parecen pensar que no se puede confiar en que una generación que ha conocido la democracia esté madura para la ciudadanía corporativa. 

En líneas generales, el contenido sociológico del socialismo es la realización más completa de la dependencia del todo respecto de la voluntad y los propósitos individuales, así como de un aumento correspondiente de la responsabilidad del individuo por su participación en el todo. El Estado y sus órganos trabajan en la realización institucional de este fin. El fomento de la iniciativa de todos los productores, la discursión de los planes desde todos los ángulos, la supervisión integral del proceso de la industria y del papel de los individuos en ella, la representación funcional y territorial, la capacitación para el autogobierno político y económico, la democracia intensiva en pequeños círculos y la educación para el liderazgo son las características de un tipo de organización que pretende convertir a la sociedad en un medio cada vez más plástico de relación consciente e inmediata entre las personas. 

Jeremy Naydler (La lucha por el futuro humano)

 [...] Desde los filósofos mecanicistas del siglo XVII como Thomas Hobbes hasta los científicos de mediados del siglo XX como Jacques Monod o, más recientemente, Richard Dawkins, se puede detectar un fervor antirreligioso que resulta casi religioso en su determinación de demostrar que la vida se reduce a procesos físicos. El deseo de explicarlo todo sin recurrir a Dios fue una de las fuerzas impulsoras de la revolución científica, como expresó sucintamente el matemático y físico del siglo XVIII Laplace cuando, en una conversación con Napoleón, se dice que declaró que Dios era una «hipótesis innecesaria». En la filosofía mecanicista de Descartes y Hobbes, entre otros, que sentó las bases del marco filosófico de las ciencias, sólo se consideran válidas las explicaciones mecanicistas. De este modo, el cuerpo físico es visto como una máquina sin el menor rastro de alma.

El punto de vista de que el cuerpo humano es sólo una máquina ha sido uno de los grandes motores del reduccionismo científico. «La cédula es una máquina». El animal es una máquina. El hombre es una máquina», afirmó el bioquímico y premio Nobel Jacques Monod. Lo cual da a entender que el concepto de la vida y del organismo vivo es una ilusión: lo vivo en realidad está muerto. El reino de la vida debe por tanto abordarse desde la experiencia del ingeniero. Kevin Warwick, un distinguido profesor británico de ingeniería, argumentó hace mucho que los seres humanos son «simplemente un tipo de máquina, una forma biológica y electroquímica». Al cabo de cuatrocientos años de dominio de la filosofía mecanicista, en la segunda mitad del siglo XX (Warwick escribió esas palabras en 1997), las opiniones de ese tipo ya no se consideraban radicales: simplemente expresaban las convenciones científicas del momento.

Tengo un manual de biología para niños titulado The Human Machine [La máquina humana] (1990) cuyos destinatarios ya estarán bien entrados en la edad adulta y, en muchos casos, incluso tendrán hijos. La introducción se abre con la frase siguiente: «El cuerpo humano es una máquina fascinante y notable. Su diseño es mucho más complejo que el del ordenador más avanzado». La autora subraya que es únicamente «más complejo»: sigue siendo una máquina, sólo que de gran complejidad. Al pasar las páginas se ven imágenes de las diferentes articulaciones del esqueleto humano, dibujadas con el trazo limpio de cualquier manual de ingeniería básica: articulaciones de pivote, de bisagra, de bola y cavidad, etcétera (fig.2.6). Me pregunto si quienes se vieron obligados a leer el libro cuando eran jóvenes lo recordarán con cariño o sentirán cierta incomodidad por haber conocido esas cuestiones antes de que fueran capaces de pensar por sí mismo. 
 
Si el cuerpo es una máquina, entonces puede ser tratado como uno trataría a una máquina. Cuando una pieza se desgasta, basta sustituirla por otra nueva. La cirugía de «piezas de repuesto» cubre cada vez más partes del cuerpo, desde nuevas articulaciones de cadera y fémur hasta reemplazos de arterias y transplantes de órganos. Pero la consecuencia lógica de este punto de vista podría ser la sustitución del cuerpo orgánico por una máquina, si se demostrara que ésta es más eficiente, duradera y fácil de mantener. Esta idea ya la sugirieron en el siglo XX científicos respetables como el eminente físico e historiador de la ciencia J.D. Bernal en la década de 1920 o el profesor de ingeniería en el MIT Hans Moravec en los años ochenta.

Fig. 2.6.

¿Ha ido demasiado lejos la revolución digital?

Muchas personas se están cuestionando adónde nos conduce la revolución digital y, lo que es más importante, cuál debería ser nuestra respuesta. Como ocurrió con la Revolución francesa, al principio la revolución digital fue bienvenida. Para muchos, la transición de las tecnología analógicas a las digitales, que comenzó en la década de 1970 —en grabación de sonido, fotografía, comunicaciones, almacenamiento de datos y demás— fue un excelente avance. Las tecnología digitales, pertenecientes a la nueva era informática, permitían una precisión y un control muy superior en nuestra relación con el mundo. Pero en la actualidad existe un creciente sentimiento de aprensión respecto al alcance de la revolución digital, cuyas redes inalámbricas están alterando el tejido de nuestras vidas y cuyas nuevas tecnología buscan estrechar la relación entre los seres humanos y las máquinas, junto con la perspectiva de que el mundo que habitamos se transforme en un mundo «ciberfísico» cada vez más híbrido.

El actual despliegue de la quinta generación de redes de comunicación inalámbrica, o 5G, ha centrado la atención y ha aumentado hasta niveles sin precedentes la ansiedad que suscita la dirección que está tomando la revolución digital. En cierto modo recuerda al momento de la Revolución francesa en que el uso de la guillotina aplacó la euforia inicial y ya nadie pudo sentirse a salvo. El 5G traerá una intensificación masiva de la contaminación electromagnética que ha acompañado el crecimiento de las comunicaciones inalámbricas. Dotará a los sistemas de inteligencia artificial de un poder y una autonomía aún mayor que afectará a todos los aspectos de nuestra vida. Su despliegue extremadamente rápido, sin ningún análisis previo de sus potenciales efectos en la salud ni de su impacto medioambiental, es un síntoma de que la revolución digital ha adquirido, a semejanza de la Revolución francesa en su día, un impulso propio que va más allá de las restricciones de cualquier consideración racional o moral. ¡Adónde nos conduce? ¿Hacia qué final? ¿Cuál es la meta? ¿Y al servicio de qué verdaderas necesidades humanas?

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