Eudald Espluga (No seas tú mismo) Apuntes sobre una generación fatigada

Felicidad empresarial y otras pasiones posfordistas

Tras este rodeo alrededor del concepto de neoliberalismo, podemos volver de nuevo a la cuestión del dogma del trabajo, al imperativo de autorrealización que ha impregnado toda la esfera laboral, pues quizá ahora seamos capaces de comprender mejor hasta qué punto la articulación discursiva de esta pasión por el crecimiento personal en la empresa depende del mandato neoliberal. ¿Por qué debemos disfrutar trabajando? ¿A quién le conviene que la labor productiva deje de ser una desgracia, un lastre bíblico, para convertirse en una fuente de bienestar y florecimiento humano? ¡En qué momento la vieja vocación por el oficio dejó de ser una herencia protestante para justificar nuestra servidumbre diaria y se ha convertido en un hedonismo entusiasta e hiperactivo?

Tomemos como ejemplo uno de los mantras laborales más cursis, pero también uno de los más repetidos: «love what you do, do what you love». Estamos hartos de verlo estampado en tazas, en camisetas, en carteles adhesivos, en ornamentos de madera, en lámparas de neón, en postales motivacionales, en fundas de móvil, en cojines, en pulseras. De entrada, parece una tautología inofensiva, una versión dulcificada del carpe diem que nos invita a exprimir nuestro día a día, a ocupar nuestro tiempo con algo que nos enamore, que nos haga gozar o que por lo menos no nos aburra mortalmente. Y aunque no se refiere de forma explícita al mercado laboral, se sobreentiende que no se habla de un hacer cualquiera, sino de una actividad estructurada, sostenida, profesional. 

Lejos de ser una bobada autoayudesca, un lema vacío que podemos ignorar sin más, «love what you do, do what you love» está en el corazón mismo de la nueva cultura productiva que en el último medio siglo ha transformado por completo el mundo del trabajo: el posfordismo. A partir de los años sesenta, el modelo de producción dominante entró en una crisis profunda: la creciente globalización de las economías occidentales, así como los constantes avances tecnológicos, obligaron a las empresas a replantear las estrategias de gestión con las que aseguraban el rendimiento de sus empleados, pues ya no les bastaba con acortar los tiempos de trabajo mediante la especialización y la producción en cadena. El fordismo era incapaz de sobrevivir a la inestabilidad constituyente de los mercados globales desregulados, en los que la sociedad de masas había dejado paso a un consumo fragmentado. Era necesario descentralizar el modelo de producción para ajustarse a la balcanización del mercado de trabajo, y se necesitaba un nuevo régimen discursivo que justificase el compromiso de los empleados en una situación tan desfavorable como la que poco a poco iba emergiendo: menos contratos, menos estabilidad, mayor temporalidad, salarios más bajos y aumento general del desempleo.

Por contradictorio que pueda sonar, es en este contexto en el que hizo aparición de forma explícita la figura del trabajador feliz, casi en los mismos términos en que lo imaginaba el utopismo socialista: como un individuo radicalmente libre, auténtico, que puede dedicarse a aquellas labores que realmente le interesan, que se desenvuelve movido por el amor a la profesión y que, en vez de someterse a una actividad enajenante y cosificadora para obtener un salario, elige consagrarse a una ocupación que le permite florecer como persona y conquistar una vida buena. La diferencia es que para los reformistas y socialistas del siglo XIX, e incluso para el propio Marx, esta situación era la consecuencia de una transformación radical de la organización del trabajo, que los desligaba de la miseria, la explotación y la alienación, pues este ya no era el único medio para cubrir las necesidades básicas: para ellos el trabajador feliz solo era posible fuera del sistema capitalista.

Sin embargo, la recuperación de la idea de satisfacción laboral en el entramado posfordista está lejos de ese modelo de emancipación revolucionaria. Si el trabajador feliz se presenta como el fundamento último de este nuevo espíritu capitalista, y se convierte en el personaje estrella de la autoayuda empresarial a partir de la década de 1990, es en la medida en que permite canalizar en una sola experiencia los dos aspectos del neoliberalismo que hemos visto hace un momento: los cambios estructurales de la economía mundial y los cambios estructurales de la economía del sí mismo. A menudo se señala como antecedentes claves los experimentos de Hawthorne, liderados por el psicólogo Elton Mayo. Debemos buscar el origen del culto al trabajador flexible y desregularizado en las fábricas de Western Electric, en el Chicago de los años treinta del siglo pasado: en sus investigaciones Elton Mayo descubrió que si se atendía al bienestar de los trabajadores, se les motivaba desde la gerencia o se mejoraba el confort y las relaciones grupales dentro de la propia compañía, la productividad de los empleados podía llegar a aumentar de forma notable. Así, frente al paradigma mecanicista de las teorías tayloristas de la producción en serie, que trataban a los trabajadores como engranajes de una máquina gigante que debía funcionar cada vez más rápido, los estudios Hawthorne proponían atender a la dimensión efectiva, ralentizando los tiempos, atemperando la explotación, colocando las necesidades sociales y psicológicas de los empleados en el centro. Menos presión y más motivación: era el inicio de un nuevo humanismo empresarial que se concretaría primero en un boom de literatura managerial sobre la importancia de los efectos en los negocios —El aspecto humano de las empresas— de Douglas McGregor, se convirtió en un clásico —y en la transformación de los departamentos de recursos humanos, que abandonarían el estilo autoritario y disciplinario para dejar paso a un modelo de liderazgo basado en la confianza, la comunicación y la escucha. Es útil comprender que este proceso se desarrolló durante las transformaciones económicas y culturales de la década de 1960: como ha explicado Thomas Frank, sería enormemente reduccionista creer que la contracultura se vendió sin más al capitalismo y sirvió tan solo para vender furgonetas Volkswagen a millones de hippies; por el contrario, en ese periodo el capitalismo sufrió una metamorfosis brutal, y fue capaz de fagocitar sus contradicciones estructurales, asumiendo el tipo de crítica social que procedía de la contracultura: «el capitalismo necesitaba la ayuda de sus enemigos, de aquellos a quienes indigna y se oponen a él, para encontrar puntos de apoyo morales que le faltan e incorporar dispositivos de justicia». Esta reforma, en el mundo de la empresa, consistió en incorporar la perspectiva humana, colocar la creatividad en el centro y poner en valor la felicidad de los trabajadores.

La hegemonía cultural de este nuevo modelo es avasalladora en la actualidad, una propuesta harto más radical que la más radical de la tesis de Elton Mayo. Recuerdo la primera vez que en un trabajo me presentaron al coach de la empresa. De hecho, no lo llamaban así, pues desde la dirección utilizaban una expresión aún más inquietante, aunque también ajustada a este nuevo estilo de gestión creativa: flow designer. Literalmente su función era tutelar el clima emocional de los trabajadores, incluso cuando esto implicaba situaciones tan embarazosas como abrazar a los empleados que acababan de ser despedidos en un ERE. Este flow designer —todavía no puedo escribir la expresión sin sentir un escalofrío de vergüenza ajena— era una traducción más o menos directa de la figura del CHO, el Chief Happiness Officer, un tipo de gestor de felicidad que desde hace años prolifera en grandes multinacionales como Google, Lego o IKEA. La empresa en cuestión era un claro ejemplo de sociedad que había abrazado este nuevo espíritu de administración descentralizada, flexible, y emocionalmente inteligente sustentada sobre la ficción de la libertad y la autonomía incondicionadas de cada trabajador. En nuestro contexto, la figura del flow designer resulta más violenta si cabe, en cuanto que hacía visible el abismo que se extendía entre la precariedad galopante de los empleados y los ideales empresariales de autorrealización y crecimiento personal. 

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