En pleno ascenso del nazismo, el filósofo alemán Edmund Husserl escribió su última obra, La crisis de las ciencias europeas (1934-1937), para denunciar el divorcio suicida entre la ciencia y el humanismo, entre el progreso tecnoeconómico y el proceso éticopolítico, y para exigir a los filósofos que asumieran no ya el papel de tábanos de la pólis, como había defendido Sócrates ante el tribunal ateniense que lo condenó a muerte, ni el de profesores del estado-nación soberano, como propuso Hegel en su elogio del Reich germánico, sino el de «funcionarios de la humanidad» y garantes de la razón como lengua universal y patrimonio común de todos los seres humanos.
Unos años antes, en la Rebelión de las masas (1930) y en Misión de la Universidad (1930), el filósofo español José Ortega y Gasset atribuyó la crisis de Europa al poder adquirido por los «nuevos bárbaros», es decir, los científicos, técnicos y profesionales que poseían un saber especializado, pero que carecían de la formación cultural necesaria para vivir «a la altura de los tiempos», como ciudadanos libres y responsables, capaces de afrontar los retos que les planteaba su propia época.
Husserl y Ortega hicieron este diagnóstico en los años veinte y treinta del siglo XX, en una época en la que estaban triunfando los movimientos de masas y los estados totalitarios (el fascismo italiano, el nazismo alemán, el estalinismo ruso, etc). Según estos dos filósofos, se había producido una subordinación catastrófica del lógos, de la ratio, en una palabra, del libre pensamiento humano a la mera capacitación profesional, al mero saber científico especializado, a la mera utilidad técnica, a la mera fuerza coactiva de la máquina, fuese la de la producción económica o la de la destrucción bélica. Durante los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, otros pensadores alemanes de origen judío, como Horkheimer, Adorno, Benjamin y Arendt, denunciaron también el triunfo de la racionalidad tecnocrática como una moderna forma de barbarie, que no solo había traicionado los ideales emancipatorios de la Ilustración, sino que también había hecho posible la monstruosidad de los campos de exterminio.
Hoy, a principios del siglo XXI, vivimos un nuevo retorno de la barbarie. Pero la principal amenaza no proviene ya de tal o cual estado totalitario, sea de ideología fascista, comunista, islamista o de cualquier otro tipo, sino de un capitalismo cada vez más globalizado, desregulado y depredador. No solo estamos ante la más grave crisis económica y social desde la década de 1930, sino también ante una crisis ecológica global, una crisis de legitimidad de las democracias parlamentarias y una crisis civilizatoria que afecta al conjunto del pensamiento occidental.
La filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum, que en 2012 recibió en España el premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales, ha llamado la atención sobre esta «crisis silenciosa» del pensamiento occidental, una de cuyas manifestaciones es la progresiva reducción de los estudios de artes y humanidades en Europa, en Estados Unidos y, en general, en los países que han adoptado la ideología neoliberal y, con ella, una concepción mercantilista y tecnocrática del conocimiento y de la educación.
La humanidad se enfrenta hoy a retos inmensos que ponen en riesgo la libertad, la justicia, la convivencia e incluso la supervivencia de miles de millones de seres humanos. Pero carecemos de una «razón común» que nos permita afrontarlos. Vivimos una globalización de facto, pero no de iure. Por eso, hemos de repensar la relación entre éthos, pólis y kósmos, para adecuarla a las condiciones de una sociedad cada vez más compleja, interdependiente e incierta. Necesitamos repensar las nuevas formas de convivencia familiar, generacional e intercultural. Necesitamos repensar la democracia en sus diferentes escalas y esferas de interacción social. Necesitamos repensar el papel de los saberes científicos, humanísticos y artísticos, y el modo en que deben contribuir a la modelación de la experiencia humana.
En resumen, necesitamos renovar profundamente el ejercicio del pensamiento. Por eso, lejos de ser un oficio anticuado e inútil, la filosofía tiene ante sí una gran tarea y una gran responsabilidad: ayudar a reconstruir la «razón común», para que la humanidad viviente, entretejida ya de una sola sociedad planetaria, se haga cargo de su pasado múltiple y se enfrente al porvenir con una actitud reflexiva y cooperativa.
En las páginas que siguen, voy a analizar la relación entre la filosofía y la globalización en un doble sentido: por un lado, cómo pensar la sociedad global, cómo elaborar una narración histórica y una reflexión filosófica que nos permita no solo comprender el mundo en que vivimos, sino también contribuir a preservarlo como un mundo habitable para el conjunto de la humanidad; por otro, cómo pensar en la sociedad global, es decir, cómo está afectando esta nueva sociedad a la propia actividad de pensar, al libre ejercicio del pensamiento, y, en particular, a la situación intelectual e institucional de la filosofía, a su relación con los distintos saberes científicos, humanísticos y artísticos, y al modo en que debería ser entendida y practicada.
Para analizar esta relación de ida y vuelta entre la filosofía y la globalización, tomaré como hilo conductor el concepto de tierra de nadie, que, como veremos, tiene una larga historia y una muy reveladora diversidad de significados.