Christophe Guilluy (No society) El fin de la clase media occidental

LA FUGA DE VARENNES O LAS NUEVAS CIUDADES ESTADO
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[...] Los movimiento independentistas suelen ocultar un proceso de secesión social y cultural que en realidad se propone desmantelar las solidaridades nacionales y validar el modelo territorial desigualitario de la globalización, el de las grandes ciudades, Más que una renovación del nacionalismo, es antes que nada la secesión de las burguesías que lleva en estado latente la balcanización de los países desarrollados. 

Sobre esto, la región-metrópolis catalana es ejemplar. Cataluña es una región rica (genera el 20% del PIB español , donde vive el 15% de la población). Integrada en la economía-mundo, se estructura alrededor de su gran ciudad, Barcelona, que concentra a cerca de la mitad de la población catalana. En un país debilitado por un modelo económico globalizado que está viendo desaparecer a su clase media, parece la excepción. Presentado como un caso de irredentismo cultural, el separatismo de los catalanes revela en primer lugar una reacción de las regiones ricas a la crisis económica y el hundimiento de las clases medias españolas. 

Aunque en la geografía electoral catalana hay, en menor medida, un voto nacionalista de derechas en la Cataluña periférica de las ciudades pequeñas y de las zonas rurales, la dinámica independentista catalana es, sobre todo, el fruto de una región-metrópolis dirigida por las fuerzas liberales y progresistas. Este voto nacionalista es característico de las regiones ricas (como Escocia o Flandes) que desean preservar su posición dominante liberándose de cualquier solidaridad nacional. Lo dirige fundamentalmente una ideología liberal-libertaria característica de las nuevas burguesías. Así, a los nacionalistas catalanes los apoyaba una parte de la burguesía catalana que deseaba reforzar su posición mediante la independencia fiscal, pero también una juventud de izquierdas o de extrema izquierda que abandera valores libertarios, y los dos grupos apoyaban el proceso de globalización y de apertura al mundo y a los demás. Las fuerza que dirigen el nacionalismo catalán son las mismas que encontramos en los territorios beneficiados por la globalización, se apoyan en la alianza ideológica del liberalismo económico y del liberalismo social. Bajo el barniz nacionalista, de hecho, reencontramos los fundamentos ideológicos de las clases dominante y de la nueva burguesía. También aquí el antifascismo se usa como arma de clase. 

Las clases dominantes utilizan un sentimiento nacionalista real para imponer un modelo neoliberal que, en consecuencia, perjudica a las clases populares en España, pero también en Cataluña, donde la concentración de las riquezas y de los empleos en Barcelona ha operado en detrimento de las clases populares catalanas. En las regiones ricas, los movimientos independentistas no son más que la careta de la secesión de las burguesías que intentan salirse de los marcos nacionales (donde hay que ejercer la solidaridad) y unirse a los marcos supranacionales (donde se ejerce la ley del mercado). Este ejemplo catalán ilustra la fiebre de una burguesía dispuesta a cualquier cosa para abandonar el bien común. Consciente de este riesgo, el estado español, ya sobreendeudado, detendrá el proceso. 

Quizá presintiendo el mismo destino trágico que el rey Luis XVI, las clases dominantes y superiores occidentales, mientras esperan la hipotética creación de ciudades Estado, desmantelan discretamente el Estado del bienestar mientras se guardan bien las espaldas. Prudente, el creador de Facebook, Mark Zuckerberg, compró en el año 2014 una <<zona autónoma permanente>> en el archipiélago de Hawái... un bastión, sin duda, más seguro que Varennes. 


LA ACTITUD MORAL DEL MUNDO DE ARRIBA HA MUERTO


Durante mucho tiempo la clase dirigente ha legitimado su dominio económico en nombre de la moral. En nombre de la sociedad abierta, la nueva burguesía ha justificado todos los cambios económicos y sociales. El mundo académico, mediático y cultural estaba en lo más profundo de este entramado de dominio cultural. Pero hoy, la actitud moral del mundo de arriba no convence ya a nadie. La desconfianza de las clases populares hacia los medios de comunicación, el mundo académico o el de los expertos anuncia el fin del magisterio de los pretenciosos. 

Desde el mundo político al de los medios de comunicación, del mundo académico al del cine, los agentes de difusión de la ideología dominante van perdiendo poco a poco legitimidad y se van haciendo invisibles para la mayoría. En Europa, pero también en Estados Unidos, a la industria del cine le cuesta cada vez más producir proyectos rentables. En Francia, simbólicamente, el canal de cine Canal +, que ha llevado a lo más alto la cultura dominante exagerando el postureo moral y llevando a las clases populares al ostracismo, ha perdido toda su influencia.

Desde la caída del imperio Weinstein al del <<izquierdismo cultural>> francés, ahora la falacia moral de la nueva burguesía se ha hecho bien visible. Hoy en día las clases populares están hartas de las lecciones de moral de los millonarios californianos o de los bobos (bohemios burgueses) londinenses que, mientras predican la apertura y la diversidad, no dejan de reforzar su exclusivismo. Marginada por la opinión pública, a la nueva burguesía no le queda gran cosa con la que mantener su dominio cultural. Por eso ahora sobreactúa con un antirracismo de opereta tratando de sumar a su causa a minorías que cada vez abren más los ojos ante el engaño. El discurso de apertura al mundo y a los otros ya no se sostiene en una burguesía cuyas estrategias residenciales y escolares contradicen por completo la opinión que exhibe. En este sentido, la instrumentalización del inmigrante y de los pobres por la clase dominante, el mundo del espectáculo y una parte del mundo intelectual ahora se muestra como lo que es: una escenificación indecente que trata de ofrecer a la nueva burguesía un barniz social en un momento en que está abandonando el bien común. Del negocio de la diversidad a la propaganda del miserabilismo social, la clase dominante no ha dejado de organizar los márgenes para ocultar mejor los efectos del modelo al mayor número de personas. Pero ahora esta farsa ya es demasiado visible, ya no funciona. Al perder su hegemonía cultural, la clase dominante ya no tiene los medios para imponer sus representaciones. Una vez más, recuperemos la perspectiva: el cambio no es la victoria del reaccionarismo sobre el progreso, de la derecha o de la extrema derecha, sino la victoria de un soft powe invisible en manos de las clases populares.

François Bouquet (El puto san Foucault) Arqueología de un fetiche

EL <<BREVE NEW WORLD>> NEOLIBERAL

Los foucaultianos no se detienen mucho en el episodio americano de su ídolo. Los Estados Unidos jugaron, sin embargo, un decisivo papel en la reprogramación de su obra. Su primera virtud fue la de permitirle repensar la gubernamentalidad a la luz del neoliberalismo, al tiempo que le ayudaban a liquidar definitivamente los grandes relatos hegeliano-marxistas, los famosos <<monopolios teóricos>>. Con conmovedor fervor descubre tardíamente que la economía es mucho más que la economía, cuestión en la que estuvo bien ayudado por las cabezas pensantes de la Escuela de Chicago (Milton Friedman, Gary Becker), que le dejaron entrever, bajo la doctrina del laissez-faire, una utopía postorwelliana, susceptible de dar nacimiento a todas las formas de vida, desde las pom pom girls hasta los bares de cuero. Se comprende por qué cayó bajo el encanto de ese continente, país de la Frontera (hay que empujarla cada vez más lejos), biotopo ideal del neoliberalismo. 

[...] No sin euforia, Foucault descubre un insospechado potencial de subversión en las normas del modelo neoliberal y en el tipo de sociedad que éste promete: una sociedad <<en la que se dejaría libre campo a los procesos oscilatorios, en la que habría una tolerancia concedida a los individuos y a las prácticas minoritarias>>. ¡Hemos ahí! Como siempre Foucault, nunca está lejos de la defensa pro-domo -no me atrevo a decir pro-homo. Incansable, el pequeño Geoffroy de La Ganacherie añadiría a la lista los <<individuos ."infractores">>, imaginándose sin duda ser uno de ellos.

De un extremo a otro de su obra, Foucault escenifica la progresiva desposesión de la soberanía, su captación por las luchas de las minorías: los gays, las feministas, los pasivos, los activos, las clitoridianas, los dominados (a) de toda ralea, que dominan ahora el campo simbólico de lo prohibido -el control de lo lícito e ilícito- después de haber conquistado el universo de la moda y de la cultura, la industria de la publicidad y la del entretenimiento. Estudiar a Foucault es poner constantemente al descubierto las estrategias de estas culturas otrora marginales. O cómo las prácticas minoritarias (algunas) van a constreñir los usos mayoritarios (casi todos) mediante una permanente vigilancia policial. Porque ¿sobre qué ejercen hoy los procedimientos de control? Sobre la presunción de homofobia, sobre la sospecha de machismo, sobre el racismo subliminal. El culpable es el macho malo blanco occidental, heterocéntrico, racista inconsciente, homófogo y filócrata, que va a ser objeto de una castración léxica, textual y finalmente jurídica, a falta de ser química. ¿No es ésta la versión masculina de una nueva caza de brujas?

La tiranía de lo minoritario ha tomado el poder. No es solamente obra de una élite tecnocrática o financiera, es el trabajo cotidiano de las nuevas feudalidades que enmiendan las leyes y restauran en sus intersticios una sociedad de privilegios. La democracia está muerta: ha llegado el tiempo de la minoritocracia dirigida por las <<minorías activas>>, cuyo campo de intervención ha delimitado Serge Moscovici y que se caracteriza por ese <<devenir minoritario>> (tendente a hacerse mayoritario) que Deleuze tanto aprecia. Moscovici y Deleuze se sumirán ampliamente en el elogio foucaultiano de los márgenes. Para funcionar a pleno rendimiento esta minoritogracia necesitará una condición previa: la liquidación de la cuestión social, la cual nunca preocupó a Foucault, por más que a principios de los 70 hiciera apología de la dictadura del proletariado (como se ve, estaba dispuesto a cualquier cosa). En verdad, los comunistas lo habían irritado después de su estancia en Varsovia en 1958, pues la pudibundez de los camaradas no podía colmar sus demonios personales. Ninguna fibra obrerista había en él. Defendía el cierre de las cárceles, no de las fábricas (<<¡La palabra a los detenidos!>>, se clamaba en tiempos del GIP). Su religión estaba clara desde hacía tiempo: el lumpenproletariado -preludio de las políticas contra la exclusión y las discriminaciones- antes que el proletariado. 

[...] En su estela, la lucha contra las discriminaciones sustituirá a la lucha de clases; el léxico de la exclusión se impondrá sobre el de la explotación; y la paridad expulsará a la igualdad de la agenda de los izquierdistas. De ahora en adelante serán <<plurales>>, <<motiva@s>>, <<solidari@s>>, <<sin>> y, pronto <<trans>>. ¡Sed realistas, pedid lo imposible al neoliberalismo!

Marcelo López Cambronero (La edad virtual) Vivir, amar y trabajar en un mundo acelerado

¿Y si la realidad fuese una mierda de la que resulta imposible escapar?

El consumo de opiáceos, alucinógenos o psicoanalépticos derivados de sustancias naturales o sintetizadas artificialmente y consumidos de muy distintas formas creció desproporcionadamente en los Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial. Volvió a hacerlo al final de la Guerra del Vietnam y otra vez en los años ochenta del siglo XX. El desastre provocado por las drogas en aquella década de los ochenta fue causado en buena medida por el crack —una variante de la cocaína mezclada con bicarbonato sódico que era barata, extraordinariamente adictiva y muy popular en los barrios marginales—, pero también contribuyeron la cocaína y opiáceos como la heroína. De las urbes americanas saltó a todo el mundo provocando una catástrofe que se llevó por delante a buena parte de una generación, como bien sabemos en España. 

Los que ronden o superen los cincuenta y los que, aun teniendo menor edad, mantengan su admiración por algunos de los muchos cantantes o artistas en general que sucumbieron en la epidemia de drogas de finales de los ochenta recordarán los rostros degradados, desdentados, demacrados...

Entonces, y aunque muchos conocían los efectos devastadores de estas sustancias, en consumo de drogas quedó ligado a una cierta forma de diversión, a una «filosofía de vida»m a las corrientes de izquierdas, a la rebeldía y a la transgresión sexual. Fue a partir de aquella experiencia cuando las autoridades sanitarias de un buen número de países empezaron a crear una cultura antidroga a través de la educación, en los centros sanitarios y en los medios de comunicación, con programas públicos de gran calado.  

[...] En Estados Unidos, por ir al centro y origen del terremoto, las muertes por sobredosis de aquellos años se acercaron peligrosamente a la barrera psicológica de las 10.000 anuales. Pues bien: en 2016 las estadísticas feederales indican que esta cifra ascendió por encima de 63.000 y el último estudio del Center for Disease Control and Prevention contabiliza 72.237 en 2017. Los datos de 2018 apuntan a que el número de muertes se ha estabilizado o incluso decrecido ligeramente en los Estados con estadísticas más altas, mientras que en otros que históricamente tendían a tener cifras más bajas, como Nebraska, las muertes han aumentado cerca de un 50%. Tenemos que pensar que en los Estados Unidos las muertes por accidentes automovilísticos son muy inferiores (cerca de 40.000 en 2017), mientras que las ocasionadas por armas de fuego rondan las 34.000. 

[...] McDonell muestra cómo se comportan y afrontan la cotidianidad un grupo de adolescentes de la alta burguesía de Manhattan. No son afroamericanos que se comunican en jerga y pasan horas aburridos en los bancos de los parques, ni intelectuales ardientes como los miembros de la generación beat. Son chavales perfectamente integrados, diríamos que los hijos de la élite de la sociedad neoyorquina, futuros hombres y mujeres de éxito que se esfuerzan en asegurar las estupendas calificaciones que les llevarán a ser aceptados en universidades de renombre. No quieren defraudar a sus padres, todos ellos graduados en Yale, Harvard, Columbia, Cornell o Princeton y soportan para ello un día a día de tensión y sacrificio. Después, cuando de vez en cuando pueden salir de esa vida localizada y tener un fin de semana «loco», o empiezan las vacaciones, se lanzan como vampiros sedientos en la noche para recuperar el tiempo perdido, ese tiempo en el que se les obliga a competir pero—desde su punto de vista—no a vivir. Cuando al fin tienen la posibilidad de escapar se arrastran frenéticamente a fiestas sin control abundantemente regadas con alcohol, todo tipo de drogas (cuando más novedosas y de diseño mejor) y sexo salvaje y sin restricciones. 

No es que todos los jóvenes se comporten de esta manera, pero esta mentalidad, se llegue más o menos lejos en la búsqueda desenfrenada y brutal de sensaciones límite, es ya habitual. De hecho, según los datos de la Encuesta Nacional de Salud y Uso de Drogas, cerca de un 10% de los mayores de 12 años que residen en Estados Unidos toman algún tipo de droga ilegal de manera no esporádica, incluyendo en las estadísticas sustancias populares como la marihuana, el hachís y similares, que son las puertas habituales de la drogadicción. 

La raíz del problema se encuentra, por lo tanto, en considerar que la vida normal, la habitual, la que la sociedad prescribe como apetecible o incluso como inevitable, no es suficiente y, de hecho, si fuese la única vida, no se podría soportar. 


La vida virtual

La pasón por la vida se transforma en cierto momento en hastío y la lucha contra el aburrimiento o, mejor, la ansiedad por usar el tiempo de forma significativa, se convierte en el problema decisivo de la existencias.

Usualmente este fenómeno se explica apelando a ciertas crisis existenciales, a la omnipresencia del mercado y del consumo, a la presión laboral, a la despersonalización de las relaciones o al individualismo que prima en las sociedades contemporáneas, etc. Y no es todo eso no sea síntoma. De hecho, lo es de una manera o de otra, como causa o como síntoma. Sin embargo, también hay que añadir que en la actualidad, al menos en los países más desarrollados, gozamos de mayores oportunidades, bienestar, comodidad, lujos y placeres. Los índices de seguridad, salud y libertad son incomparables a los que se tenían en épocas pasadas o a los que existen en las zonas más desfavorecidas del planeta. No parece justificado, por lo tanto, que se registre tanta amargura, tanta depresión, que se extienda la melancolía y el deseo generalizado y perentorio de escapar con frecuencia de la rutina ya sea de forma temporal (el turismo o el consumo) o de manera más decisiva, cambiando de pareja, de residencia o de estilo de vida. 

¿Qué es lo que nos está pasando?

Lo que nos está pasando es algo sencillo, pero ha provocado y sigue provocando la transformación completa de nuestras sociedades. El hecho es que hemos dejado de creer en cualquier sentido de la vida humana que, ligado al pasado y proyectado hacia el futuro, exija vivir de una manera concreta, sea lo que sea aquello en lo que consista dicha concreción. 

Francis Fukuyama (Identidad) La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento

El último problema, y quizá el más importante, de la política de la identidad tal y como la practica actualmente la izquierda es que ha propiciado el auge de la política de identidad en la derecha. La política de identidad produce corrección política, cuya oposición se ha convertido en un importante argumento movilizador para la derecha. Dado que este último término se convirtió en un asunto central durante las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2016, debemos retroceder un poco y reflexionar sobre los orígenes de esta expresión. 

La corrección política habla de aquello que no se puede decir en público sin tener un fulminante aprobio moral. Todas las sociedades albergan ciertas ideas que van en contra de sus conceptos y principios fundamentales de legitimidad y, por lo tanto, están prohibidas en el discurso público. En una democracia liberal, uno es libre de creer y decir en privado que Hitler hizo bien asesinando a los judíos, o que la esclavitud era una institución benefactora. Amparado en la Primera Enmienda de Estados Unidos, el derecho a decir este tipo de cosas está protegido constitucionalmente. Pero, con razón, cualquier figura política que apoyara tales puntos de vista recibiría una inmediata reprimenda moral, ya que, al manifestarse así, se enfrentan al principio de igualdad enunciado en la Declaración de Independencia de Estados Unidos. En muchas democracias europeas sin la misma visión absolutista de la libertad de expresión que Estados Unidos, las declaraciones de este tipo se han penalizado durante muchos años. 

[...] Las formas más radicales de corrección política se limita a un número relativamente pequeño de escritores, artistas, estudiantes e intelectuales de izquierda. Pero los medios conservadores las recogen y amplifican, como si representaran a la izquierda en su conjunto. Esto quizá explique uno de los aspectos más sorprendentes de la elección presidencial de Estados Unidos de 2016, como es la popularidad persistente de Donald Trump entre su núcleo central de simpatizantes, a pesar de que su comportamiento hubiera acabado con la carrera de cualquier otro político. En su campaña se burló de un periodista discapacitado; los medios revelaron que se jactaba de poder manosear a las mujeres; y llamó violadores y criminales a los mexicanos. Aunque muchos de sus partidarios no aprobasen todas y cada una de sus declaraciones, les gustaba que resistiera la presión de lo políticamente correcto. Trump era el perfecto exponente de la ética de la autenticidad que define nuestra era: puede ser que sea mendaz, malicioso, intolerante e impresentable, pero al menos dice lo que piensa.

Al enfrentarse a la corrección política de manera tan firme, Trump ha jugado un papel fundamental en la transición de la política de la identidad desde la izquierda, donde nació, hasta la derecha, donde ahora está arraigando. La política de la identidad de la izquierda tendía a legitimar sólo ciertas identidades a la vez que ignoraba o denigraba otras, como la etnia europea (es decir, la blanca), la religiosidad cristiana, la residencia rural, la creencia en los valores familiares tradicionales y otros asuntos relacionados. Muchos de los partidarios de Donald Trump de clase trabajadora se sienten ignorados por la élites nacionales. Hollywood hace películas con destacados personajes femeninos, negros o gais, pero pocos crean personajes que se les parezcan, excepto ocasionalmente para burlarse de ellos (como en Pasado de vueltas, de Will Ferrrel). La gente del mundo rural, la columna vertebral de los movimientos populistas en Estados Unidos y también en Gran Bretaña, Hungría, Polonia y otros países, suele creer que las élites cosmopolitas y urbanas ponen en peligro sus valores tradicionales. Se sienten víctimas de una cultura secular que se cuida de no criticar el islam o el judaísmo, pero que critica la intolerancia de su cristianismo. Sienten que los medios de la élite los han puesto en peligro con su corrección política, como cuando, por miedo a avivar la islamofobia, la prensa generalista alemana evitó informar durante varios días de un asalto sexual masivo por parte de una mayoría de hombres musulmanes durante la celebración del Año Nuevo de 2016 en Colonia. 

De las nuevas identidades de derecha, la más peligrosas son las relacionadas con la raza. El presidente Trump se ha cuidado de no defender puntos de vista abiertamente racistas. Pero ha aceptado sin problemas el apoyo de individuos y grupos que los sostienen. Como candidato, se mostró evasivo al hablar de David Duke, antiguo líder del Ku Klux Klan, y tras el acto <<Unidad de la Derecha>> en Charlottesville, Virginia, en agosto de 2017, hizo responsable de la violencia a <<ambos bandos>>. Se ha tomado el tiempo y la molestia de escoger como dardos de sus críticas a celebridades y deportistas negros. El país está más polarizado sobre si se deben eliminar las estatuas que homenajean a los héroes de la Confederación, un problema que Trump ha explotado sin ningún disimulo. Dado su nacimiento, el nacionalismo blanco ha pasado de ser un movimiento marginal a ser mucho más generalizado en la política estadounidense. Sus defensores argumentan que es políticamente aceptable hablar de Blach Lives Matter o de los derechos de los homosexuales o de los  votantes latinos, grupos con derecho a organizarse en torno a una identidad específica. Pero, en cambio, si se utiliza el adjetivo blanco como elemento de identificación o, peor aún, alguien se organiza políticamente en torno a los <<derechos de los blancos>>, es inmediatamente identificado, señalan los nacionalistas blancos, como racista e intolerante.

Cosas parecidas ocurren en otras democracias liberales. La historia del nacionalismo blanco es larga en Europa, donde se le llamó fascismo. El fascismo fue derrotado militarmente en 1945 y ha estado cuidadosamente reprimido desde entonces. Pero los acontecimientos recientes han debilitado algunos de los frenos. Como resultado de la crisis de refugiados de mediados de la década de 2010, en Europa del Este a surgido el pánico ante la posibilidad de que los inmigrantes musulmanes puedan alterar el equilibrio demográfico de la región. En noviembre de 2017, en el aniversario de la independencia de Polonia, aproximadamente sesenta mil personas se manifestaron en Varsovia a los gritos de <<¡Polonia pura, Polonia blanca!>> y <<¡Refugiados fuera!>> ( a pesar de que en Polonia hay un número relativamente pequeño de refugiados. Ley y Justicia, el partido en el Gobierno, de corte populista, se distanció de ellos, pero, como Donald Trump, envió señales ambiguas que sugerían que no era del todo insensible a los propósitos de los manifestantes. 

Los defensores de izquierda de la política de identidad dirán que las afirmaciones de identidad de la derecha son ilegítimas y no pueden colocarse en el mismo plano moral que las minorías, las mujeres y otros grupos marginados. Dirán que reflejan el punto de vista de una cultura convencional dominante, una cultura históricamente privilegiada y que sigue siéndolo.

[...] La solución no es abandonar la idea de identidad, concepto fundamental para entender la manera en que las sociedades modernas piensan acerca de sí mismas. La solución pasa por definir identidades nacionales más amplias e integradoras que tengan en cuenta la diversidad de facto de las sociedades democráticas liberales.

Bertrand Russell (El poder) Un nuevo análisis social

EL PODER REVOLUCIONARIO

Observamos que un sistema tradicional puede originarse de modos diferentes. Puede ser que las creencias y los hábitos mentales en lo que se basaba en viejo régimen dejen lugar al simple escepticismo; en ese caso, la cohesión social solamente puede ser preservada por el ejercicio del poder desnudo. O puede suceder que una nueva creencia, que implica nuevos hábitos mentales, adquiere un creciente arraigo en los hombres y al final se haga lo bastante creciente para sustituir a un gobierno en armonía con las nuevas convicciones que sustituyen a las que resultan ya anticuadas. En ese caso, el nuevo poder revolucionario tiene características diferentes de las del poder tradicional y de las del poder desnudo. Es cierto que si la revolución tiene éxito, el sistema que establece se convierte pronto en tradicional; es cierto también que la lucha revolucionaria, si es severa y prolongada, degenera con frecuencia en una lucha por el poder desnudo. Sin embargo, los adherentes a un nuevo credo son psicológicamente muy diferentes de los aventureros ambiciosos y sus efectos pueden ser más importantes y más permanentes. 

Ilustraré el poder revolucionario considerando cuatro ejemplos: I) la cristiandad primitiva; II) la Reforma; III) la Revolución francesa y el nacionalismo; IV) el socialismo y la Revolución rusa.

I) El cristianismo primitivo: Me refiero al cristianismo solamente en cuanto afecta al poder y a la organización y no, excepto incidentalmente, en lo que respeta a la religión personal.

El cristianismo fue en los primeros tiempos enteramente apolítico. Los mejores representantes de la tradición primitiva en nuestro tiempo son los cristadelfianos, que creen que es inminente el fin del mundo y se niegan a tener participación alguna en los asuntos seculares. Esta actitud, sin embargo, solamente le es posible a una pequeña secta. Según creció el número de los cristianos también su deseo de influir en el Estado. La persecución de Diocleciano debió fortalecer mucho ese deseo. Los motivos de la conversión de Constantino siguen siendo más o menos oscuros, pero es evidente que fueron principalmente políticos, lo que implica que la Iglesia se había hecho ya políticamente influyente. La diferencia entre las enseñanzas de la Iglesia y las doctrinas tradicionales del Estado romano eran tan grandes que la revolución que se produjo en la época de Constantino deben ser contadas entre las más importantes de la historia. 

En relación con el poder, la más importante de las doctrinas cristianas era: «Debemos obedecer a Dios más bien que al hombre». Nunca había existido antes un precepto análogo a éste, excepto entre los judíos. Existían, es verdad, deberes religiosos, pero no se hallaban en conflicto con los deberes para con el Estado, excepto entre los judíos y los cristianos. Los paganos consentían voluntariamente en el culto al emperador, aun cuando consideraban que su pretensión de divinidad estaba totalmente desprovista de verdad metafísica. Para los cristianos, por el contrario, la verdad metafísica era de la mayor importancia: creían que si realizaban un acto de adoración a alguien que no fuera verdaderamente Dios incurrían en el peligro de condenación y preferían el martirio como un peligro menor.

El principio de que debemos obedecer a Dios antes que a los hombres ha sido interpretado por los cristianos de dos maneras diferentes. Los mandamientos de Dios pueden ser transmitidos a la conciencia individual, ya sea directamente, ya indirectamente por medio de la Iglesia. Nadie, excepto Enrique VIII y Hegel, ha sostenido hasta nuestros días que puedan ser trasmitidos por medio del Estado. La enseñanza cristiana ha implicado, por consiguiente, un debilitamiento del Estado, ya sea en favor del derecho al juicio privado, ya sea a favor de la Iglesia. Lo primero, teóricamente, implica la anarquía; lo último implica dos autoridades, la Iglesia y el Estado, sin principio alguno de acuerdo con el cual sean delimitadas las dos esfera. ¿Cuáles son las cosas que pertenecen al César y cuáles son las que pertenecen a Dios? Para un cristiano es seguramente natural decir que todas las cosas pertenecen a Dios. Las pretensiones de la Iglesia, en consecuencia, es probable que sean tales que el Estado las encuentre intolerables. El conflicto entre la Iglesia y el Estado nunca ha sido resulto teóricamente y continúa hasta el presente en materias como la educación. 

Pudo haberse supuesto que la conversión de Constantino llevaría a la armonía entre la Iglesia y el Estado. Sin embargo, no fue ése el caso. Los primeros emperadores cristianos fueron arrianos, y el período de los emperadores ortodoxos en Occidente fue muy breve, debido a las incursiones de los godos arrianos y de los vándalos. Últimamente, cuando la adhesión de los emperadores de Occidente a la fe católica fue incuestionable, Egipto era monofisita y gran parte del Asia occidental era nestoriana. Los herejes de esos países acogieron a los seguidores del profeta y les persiguieron menos que el gobierno bizantino. La Iglesia resulta en todas partes victorioso en las disputas con el Estado cristiano; únicamente la nueva religión del islam dio al Estado poder para dominar a la Iglesia. 

[...] Toda revolución conmueve la autoridad y hace más difícil la cohesión social. Así sucedió con la revolución que dio el poder a la Iglesia. No solamente debilitó mucho al Estado, sino que dio el modelo para las revoluciones subsiguientes. Además, el individualismo, que fue un elemento importante de la enseñanza cristiana en los primeros días, subsistió como una fuente peligrosa de rebelión teológica y de rebelión laica. La conciencia individual, cuando no podía aceptar el veredicto de la Iglesia, podía encontrar apoyo en los Evangelios para negarse a someterse. La herejía podía ser molesta para la Iglesia, pero no era contraria al espíritu del cristianismo primitivo. 

Esta dificultad es inherente a toda autoridad que debe su origen a la revolución. Debe sostener que la revolución original era justificada y no puede, lógicamente, pretender que todas las revoluciones subsiguientes sean malas.

El fuego anárquico se mantuvo en el cristianismo aunque profundamente enterrado, a través de la Edad Media; con la Reforma surgió repentinamente a la superficie, produciendo un gran conflagración.

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