Alain Finkielkraut (La posliteratura)

Revolución cultural

Enero de 2021: estalla un nuevo caso: se desenmascara a un nuevo poderoso; una nueva celebridad muerde el polvo; satisfaciendo el vicio del voyerismo como la virtud de defender a los indefensos, un nuevo libro pulveriza todos los récord de ventas. En La familia grande, Camile Kouchner revela que, cuando eran adolescentes, su hermano gemelo fue víctima de abuso por parte de su padrastro, el muy mediático profesor de Derecho Constitucional Olivier Duhamel. Como este no presentó ningún desmentido a esa acusación, la opinión pública quedó conmocionada y horrorizada. Nada más legítimo. «Un hombre se reprime», dijo una vez el padre de Albert Camus. Si Olivier Duhamel, por la razón que fuera, no quiso, no supo o no pudo reprimiese, es totalmente inexcusable. Tanto si hubo violencia física o verbal como si no, la autoridad moral que ejercía sobre el adolescente, debería haberle impedido dar ese paso.

Al mismo tiempo, nuestra época consume con voracidad al menos un M, el vampiro de Dusseldorf por trimestre. En lugar de regodearse sin fin en su vigilancia e intransigencia, debería empezar a hacerse preguntas sobre su extraño régimen alimentario. «M. el vampiro», me permito recordarlo, es un asesino de niñas que aterroriza la ciudad de Düsseldorf. Atrapado por los mafiosos, cuyos negocios perturba, termina juzgado y ejecutado de una manera atroz. Tal es la lección de la genial película de Fritz Lang: la justicia puede reprimiese, asumir su responsabilidad, controlarse y disciplinar por medio del derecho. El derecho representa el esfuerzo grandioso de la civilización para arrebatar la justicia a la pasión justiciera. El derecho no conoce la verdad, la busca tratando los asuntos caso a caso y sometiendo a las partes a la prueba del principio de contradicción. Para saber, en este caso, si ha habido violación o agresión sexual, hace las preguntas más delicadas (en particular, sobre el consentimiento), entra en los detalles: ¿Qué edad tenía la víctima en el momento de los hechos? ¿Qué ha sucedido exactamente? Y, aunque considere que hay incesto en ambos casos, no olvida la diferencia entre padre y padrastro. No se trata en modo alguno de que el juez exonere de responsabilidad al adulto, sino de que, después de un largo proceso de investigación y de confrontación, dicte la sentencia más adecuada posible. En los momentos de exaltación, la moral común entra en conflicto con el derecho. Sus escrúpulos la impacientan, sus limitaciones la oprimen, sus gradaciones la exasperan, sus minucias la escandalizan. Un abismo se abre entre la justicia penal y la justicia popular. La sabiduría práctica, inteligencia de las especificidades, está en el corazón mismo de la justicia penal. Para la justicia popular, matizar es debilitar; distinguir es minimizar; individualizar las historias es pactar con el Mal. La gran máxima de todos los sistemas jurídicos civilizados —que la carga de la prueba incumbe a la acusación— le resulta aborrecible, puesto que ese principio implica no dar por cierto sin más el testimonio de las víctimas. Pero estas dicen la verdad indefectiblemente. Su palabra basta. ¿Para qué sirven entonces la presunción de inocencia, la exigencia de pruebas, el principio de contradicción, los abogados, si no es para poner en igualdad de condiciones a la presa y al depredador? Se recusa la forma misma del tribunal. Como Michel Foucault no dudaba en afirmar en un diálogo con los maoístas publicado por Les Temps modernes en junio de 1972, los pretorios confiscan la justicia popular: «¿No es el establecimiento de una instancia neutral entre el pueblo y sus enemigos capaz de establecer la división entre lo verdadero y lo falso, el culpable y el inocente, lo justo y lo injusto una forma de oponerse a la justicia popular, de desarmarla en su lucha real a favor de un arbitraje ideal?».

Esa justicia popular no tuvo ocasión de ejercerse durante el periodo izquierdista. Hoy se extiende por las redes sociales, en nombre de la lucha contra la prohibición de prohibir y la complacencia por la pedofilia propia del espíritu de 1968. Los liquidadores del pensamiento del 68 están perpetuando lo peor que tenían. Amplían incluso el imperio de la radicalidad. Atemorizados y asqueados por lo que creen que es la inmoralidad esencial de la generación del baby-boom, los «despiertos» del tercer milenio pretenden ser sensible a todas las ofensas y a todos los sufrimientos. Pero esa sensibilidad es abstracta. No son seres de carne y hueso los que la conmueven y la ponen en movimiento, sino entidades. Una sensibilidad que, desbordante de consideración con la víctima en sí, no les presta ninguna atención a las verdaderas víctimas. Nos congratulamos, por lo tanto, de que l libro de Camile Kouchner haya liberado la palabra de todas y todos los que han sufrido incesto, olvidando que la víctima de la que se trata en La familia grande había optado por liberarse de su dolorosa historia negándose obstinadamente a hacerla pública y a presentar una denuncia. «No es muy difícil de entender, no quiero hablar de ello. Tal es el medio que imaginé para construir mi vida. Mi energía la empleo en otras cosas», le repetía a su hermana. Poco importa la piedad reinante. Basándome en la vulgata psicoanalítica que ha terminado por imponerse al sentido común, interpretar el rechazo a permanecer encerrado en su propio trauma como el síntoma mismo de ese encierro. Y pone tanto más empeño en rastrear a los pocos amigos de Olivier Duhamel que sabían y no denunciaron cuanto que es demasiado tarde para un juicio. Como quiera que el autor del crimen se ha librado de la cárcel, hay que asegurarse, haciendo el vacío a su alrededor, de que cuando le quede de vida sea, según la fórmula de Tocqueville, peor que la muerte.

En tiempo ordinario, hay dos antídotos contra la desaparición de lo particular en lo general: la literatura y el derecho. La atención a las diferencias y el rechazo a pensar en masas, que caracterizan al enfoque jurídico y al enfoque literario de la existencia, nos preservan de la ideología. En periodo revolucionario, esa humanidad y esa perspicacia quedan barridas por el aluvión de una piedad despiadada y, como la fiebre no perdona a ninguna institución, se aprueban apresuradamente leyes para poner la justicia penal al servicio de la justicia popular. La primera ya no le guarda respecto a la segunda y se ve obligada a jurarle lealtad. Para satisfacer la ira del pueblo, el ministerio fiscal llega hasta a vulnerar sus propias normas abriendo investigaciones sobre casos que han prescrito. Como me dijo un periodista entusiasta, estamos viviendo una revolución cultural.  Lo anterior es, en esencia, lo que dije el 11 de enero de 2021 en el canal de televisión donde tenía una columna semanal desde septiembre de 2020. Esa misma noche, algunos fragmentos cuidadosamente descontextualizados de mi sección circulaban por la red. Los internautas, con la delicadeza que caracteriza a los nuevos tiempos, manifestaron inmediatamente su descontento: «él y su madre, la puta que lo parió por el culo: Finkielkraut»; «propongo que nos juntemos y quememos a esa escoria de Finkielkraut»; «es hora de que el Covid se ocupe de esa mierda» etc, etc. Al día siguiente, al mediodía, la emisora de comunicación, que había elegido titular mi columna « Alain Finkielkraut en libertad», decidía interrumpirla y ponerme en la calle. Al intentar devolver la justicia al redil de la ley, había insultado a las víctimas y pisoteado la moral. La revolución cultural está en marcha. 

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