Alessandro Baricco (The Game)

Venían de un desastre. Dos generaciones de padres, antes de ellos, habían vivido dando y recibiendo muerte en nombre de principios y valores que se habían revelado tan sofisticados como letales. Lo habían hecho bajo la guía indiscutible de élites implacables que habían sido formadas con esmero y lúcida programación. El resultado fue un siglo atroz y la primera comunidad humana capaz de autodrestruirse con un arma total. Era el paradójico patrimonio que una civilización en apariencia refinadísima estuvo a punto de legar a sus herederos: el privilegio de un trágico final.

Fue en ese momento cuando una especie de inercia instintiva empujó a una parte de esa gente a la fuga. Una evasión de masas a trompicones, casi clandestina: en el fondo, era de ellos mismos, de su propia tradición, de su propia historia, de su propia civilización. Se veían acosados por dos enemigos: 1) cierto sistema inquietante de principios y valores; 2) la granítica élite que los custodiaba. Ambos habían arraigado fundamentalmente en las instituciones, con la solidez de una firmeza secular, y con la fortaleza de una forma de inteligencia acreditada. Si querían desafiarlos podían elegir entre un choque frontal, y se trataría por tanto de producir ideas, principios, valores. Más o menos lo que habían hecho, en otros tiempos y en una situación parecida, los ilustrados. Una batalla ideológica en el campo abierto de las ideas. Pero los que inventaron el plan de la fuga habían visto tantas veces «las ideas» dando a luz desastres que albergaban con respecto a ellas cierto recelo instintivo. Además veían generalmente de una élite masculina, técnica, racional, pragmática, y si tenían algún talento era en el campo del problem solving, no en la elaboración de sistemas conceptuales. De manera que, instintivamente, afrontaron el problema a fondo, INTERVINIENDO SOBRE EL FUNCIONAMIENTO DE LAS COSAS. Empezaron a resolver problemas (cualesquiera, incluso el mero envío de una carta) ELIGIENDO SISTEMÁTICAMENTE LA SOLUCIÓN QUE ELIMINABA LA TIERRA BAJO LOS PIES A LA CIVILIZACIÓN DE LA QUE PRETENDÍAN EVADIRSE. No era la mejor solución o la más eficaz: era la que erosionaba los pilares fundamentales de la civilización de la que querían liberarse. Venían de una civilización que se apoyaba en el mito de la firmeza, de la permanencia, de los límites, de las separaciones: ellos empezaron a afrontar los problemas adoptando sistemáticamente la solución que aseguraba la máxima cantidad de movimiento, de movilidad, de fusión entre los diferentes, de demolición de barreras. Era una civilización que se mantenía en equilibrio sobre el punto fijo de una élite sacerdotal a la que se le había confiado un tranquilizador sistema de mediaciones: ellos se pusieron a adoptar de forma sistemática la solución que se saltaba el mayor número de pasos posibles, hacía inútiles las mediaciones y dejaba en fuera de juego a todos los sacerdotes que existían. Hicieron todo esto de una forma depredadora, feroz, rapidísima, y con una cierta dosis de urgencia, desprecio y hasta de venganza. Más que una revolución, fue una insurrección. Robaron toda clase de tecnología que estuviera a disposición (lograron robar Internet a los militares, es decir, al enemigo). Se servían de las universidades como almacenes en los que quedarse el tiempo necesario para llevarse todo lo que podían resultarles de utilidad. No tenían compasión alguna hacía las víctimas que dejaban a sus espaldas (nadie a visto nunca a Bezos conmoverse por las librerías a las que llevaba a la ruina), no tenían ningún manifiesto ideológico, una explícita perspectiva filosófica y ni siquiera las ideas guías especialmente claras. No construían, de hecho, ninguna TEORÍA SOBRE EL MUNDO: estaban estableciendo una PRÁCTICA DEL MUNDO. Si queréis los textos fundacionales de su filosofía, aquí lo tenéis: el algoritmo de Google, la primera web de Berners-Lee, la pantalla de inicio del iPhone. Cosas, no ideas. Estaban huyendo de una civilización ruinosa y lo hacían con una estrategia que no necesitaba de particulares teorías: consistía en resolver problemas eligiendo sistemáticamente la solución que boicoteaba al enemigo, es decir, la que favorecía el movimiento y desmantelaba las mediciones. Era un método ilícito, pero inexorable y difícilmente cuestionable. Aplicado a cualquier asidero de la experiencia —desde la compra de un libro, al modo de hacer fotografías en las vacaciones o a la búsqueda del significado de «mecánica cuántica»—generaba una especie de erosión que, burlándose de los grandes palacios del poder (escuelas, parlamentos, iglesias), invadía el mundo desde abajo, liberándolo de un modo casi invisible. Era como excavar subterráneos por debajo de la piel de la civilización del siglo XX: tarde o temprano todo se derrumbaría.

Lo que ahora alcanzamos a comprender es que la aplicación en serie de soluciones elegidas sistemáticamente por su capacidad de facilitar el movimiento y de desmantelar las mediaciones, generó, en primera instancia, nuevos instrumentos que más adelante serían las bases del manual de conducta digital: digitalización de los datos, ordenador personal, Internet, Web. También sabemos que, en un segundo momento, el uso de estos instrumentos generó escenarios completamente inéditos e imprevisibles donde anidaba una auténtica revolución mental: la desmaterialización de la experiencia, la creación de un ultramundo, el acceso a una humanidad aumentada, el sistema de realidad de doble fuerza motriz, la postura HombreTecladoPantalla. Y ahora la pregunta es: ¿deseaban escenarios como estos? ¿Era el mundo que se habían propuesto construir previamente? ¿Encontraban ahí la idea de hombre por la que habían liado una buena? Podemos contestar seriamente que no. No tenían una idea del mundo que perseguían: tenían una idea del mundo del que huir. No tenían un proyecto de hombre: tenían la urgencia de desintegrar lo que los había jodido. De todas formas tenían, en su ADN de problem solver, una formidable capacidad de actualización: de vez en cuando, solución tras solución, se encontraban sobre el tablero escenarios que no se habían buscado y hay que reconocer en ellos una formidable capacidad de convertirlos en figuras eficientes que continuaran persiguiendo el objeto último de la insurrección, es decir, desarmar al hombre del siglo XX. En esto, es necesario admitirlo, eran geniales. De tanto en tanto se equivocaban, iban por callejones ciegos, emprendían direcciones sin futuro. Pero en la mayor parte de los casos (la famosa columna vertebral) la constante corrección de la línea maestra de la insurrección es sorprendente. Eran pioneros, no lo olvidemos, y sin embargo lograron diseñar un tablero de juego que no era en modo alguno casual, sino que describía exactamente la partida por la que habían empezando a jugar. Cuando empezaron todo aquel follón, no podían imaginarse ni por asomo algo como Google: pero cuando lo tuvieron delante de sus ojos entendieron perfectamente que era un producto exacto de su revolución mental y tardaron poquísimo en adoptarlo como fortaleza estratégica que dejaba fuera de juego para siempre el grueso del ejército enemigo. 

[...] Con sorprendente determinación se sirvieron de una estrategia que quizá a muchas personas podía pasar desapercibida, pero no a lo más perspicaces de ellos. La resumió, de modo fantástico, uno de ellos en cierta ocasión: a ver si sabéis quién. Stewart Brand. La resumió en tres líneas que no sin motivo deberían aparecer en el epígrafe de este libro: «Muchas personas intentan cambiar la naturaleza de la gente, pero es realmente una pérdida de tiempo. No puedes cambiar la naturaleza de la gente; lo que puedes hacer es cambiar los instrumentos que utilizan, cambiar las técnicas. Entonces, cambiarás la civilización.

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