Juan Luis Suárez (La condición digital)

LO DIGITAL ES REAL

Lo que es racional, eso es efectivamente real; y lo que efectivamente real, eso es racional.

(G.W. F. Hegel, Fundamentos 
de la Filosofía del Derecho)

La vulnerabilidad apunta a lo que somos. Todo lo que tiene alguna importancia en la vida humana —la salud, el amor, los hijos, la dignidad— suele ser lo que nos hace sentir desvalidos. Por eso es tan importante, a nivel personal y colectivo, conocer muy bien cuáles son nuestras vulnerabilidades. Este conocimiento nos ayuda a protegernos del daño o quebranto que acecha en cada una de nuestras debilidades y nos pone ante el espejo de quienes somos, de nuestra condición humana.

Los jóvenes son los más vulnerables a la escisión entre lo digital y lo físico que el confinamiento marcó porque han pasado una gran parte de su vida, en muchos casos la mayor parte, conectados a aparatos digitales. Las nuevas generaciones son las que más han avanzado en el desarrollo de su condición digital hasta el punto de que conciben su identidad a partir de las experiencias digitales que tienen. Para ellos, las realidades física y social solo tienen sentido en sus manifestaciones y ecos digitales. Lo digital y lo analógico viven en contigüidad casi indistinguible. Por eso quitar una o la otra es traumático, ya que la que desaparece sigue sintiéndose, como ocurre con los miembros fantasmas de los amputados. 

Hoy en día muchos jóvenes se desenvuelven mejor en el mundo digital que en el de las relaciones físicas. Una de las ventajas de ser profesor universitario es que, conforme se envejece, uno sigue expuesto a las nuevas formas de las generaciones que van entrando en la universidad. Supongo que esto siempre ha sido así, pero ahora este privilegio es mucho mayor porque las diferencias entre generaciones son tan radicales que el cisma entre formas de entender y actuar en el mundo no solo se sienten entre los profesores y los estudiantes, sino cada vez más entre las propias cohortes de alumnos. 

[...] Una de las cosas para las que están diseñados específicamente los dispositivos digitales es para provocar la adopción de una serie de hábitos de acción y pensamiento sin los cuales no es posible vivir, o es muy difícil, en los ecosistemas digitales. A estas alturas la lista de estos comportamientos es muy numerosa y suele aplicarse cada vez que una nueva plataforma se impone a sus competidores y la bandada de usuarios traslada su tiempo hacia el nuevo monarca digital. El caso más reciente es el de TikTok, la plataforma china de intercambio de vídeos muy breves y repetitivos, en los que un usuario se graba haciendo un gesto, normalmente al compás de la música, con el objetivo de que se convierta en viral y sea imitado y transformado en muchos otros vídeos. 

Todas estas conductas, y las plataformas que los fomentan, se basan en una arquitectura digital cuyo recurso más reciente para la consecución de sus objetivos financieros es la explotación del yo, que se ha convertido en el último territorio colonizado por el capitalismo digital y de los datos. Jia Tolentino ha señalado 2012 como el año en el que se produce el cambio definitivo según el cual la libertad para ser nosotros mismos en internet se transforma en el encadenamiento a nuestro yo digital, y la promesa de una comunicación más libre, en un ejercicio de alienación masiva. Mientras que en el mundo analógico, adigital, una persona puede simplemente vivir su vida a los ojos de otros, en internet esto es imposible porque para que otros te vean, tienes que actuar. Y esta actuación permanente ha tenido un efecto directo en nuestra ética, ya que se ha vuelto facilísimo comunicar acerca de la moralidad de los comportamientos y conductas —los roles, las campañas morales y los discursos pontificadores en redes sociales son pruebas de ello— mientras sigue siendo igual de difícil, o más (¿cuánta gente abandonó sus residencias durante el confinamiento para trasladarse a zonas rurales, playas y segundas residencias?)

[...] Tim Wu ha descrito la batalla comercial por nuestra atención como una de las grandes luchas políticas y sociales de nuestro tiempo. Su recorrido por un siglo de industria de mercaderes de la atención y la publicidad, y su análisis de la misma como fuente de ingresos de las grandes plataformas de la era digital no dejan lugar a dudas: el objetivo de esta industria es influenciar nuestra conciencia y hacer de ello su modelo de negocio. Para Wu, lo que está en juego es nuestra capacidad para vivir vidas que en este momento no son nuestras como a veces pensamos. La cantidad de tiempo y atención que pasamos diariamente en estas plataformas preñadas de anuncios y reclamos de compras, y la dificultad después de años de entretenimiento para separarnos de ellas, muestran hasta qué punto lo que está en juego es, según Wu, la dirección de nuestras vidas y el futuro mismo de la humanidad.

Cuando se destilan los hábitos humanos que ha incubado la condición digital, observamos dos patrones entrelazados. Los hábitos y sus comportamientos subyacentes tienen que ser vitales para existir, porque si no es así, el ruido digital los condena a la desaparición. Además, esos hábitos no son inocentes. Tienen que contribuir directa o indirectamente al modelo de negocio de la plataforma en cuestión. Si tenemos en cuenta el número de seres humanos conectados diariamente a estas plataformas (miles de millones) y el tiempo que pasamos en ellas (casi todo el tiempo, durante todas las partes del día, haciendo casi todo en ellas), se entenderá el impacto que han tenido sobre esas nuevas generaciones que conciben la realidad a partir de lo digital.

El corolario de esta vulnerabilidad a la que nos expone la escisión entre lo digital y lo analógico se puede formular a partir de la famosa frase de Hegel en sus Fundamentos de la Filosofía del Derecho: «Lo que es racional, eso es efectivamente real». El modo de estar en la realidad de nuestra digitalidad es profundamente idealista. Este idealismo digital, más allá de las imágenes y espejismo que provoca, es radicalmente capitalista porque su última razón de ser en esta fase de la digitalización no es otra que la explotación de la subjetividad para la obtención de beneficios económicos. La condición digital instaura un nuevo principio de realidad: «Todo lo digital, eso es efectivamente real; y lo que es efectivamente real, eso es digital». Y si no lo es, debería serlo lo antes posible. 

Donatella Di Cesare (El complot en el poder)

 EL NUEVO ORDEN MUNDIAL

Justo al mismo tiempo que se iba consolidando, en los años que siguieron a la Guerra Fría, la globalización parecía estar desdibujándose, y yéndose ya de las manos. La unificación del capitalismo y de la técnica producía de manera paradójica un desorden inédito e imponderable.

No sorprende que, en semejante escenario y con esas aspiración suya a un todo bien ordenado, el complotismo se haya hecho tan presente e irrefrenable. ¿Qué se oculta detrás del caos aparente? El enfrentamiento de todos contra todos, la nueva guerra civil global, ¿acaso no es una forma de gobernar por medio del caos? ¿Quién teje la trama? ¿Quién tiene el control? Si ya en la «complosfera» ha resonado, perturbadora y terrible, la palabra «Sinarquía» para referirse al gobierno mundial oculto, que manipula a las naciones y subyuga a los pueblos, mucho mayor fortuna aún le ha cabido a la fórmula New World Order, introducida en 1972 por el ideólogo estadounidense Robert Welch y a la que después se ha recurrido tanto que, bajo el acrónimo NWO, se ha erigido un símbolo del nuevo complotismo. El helicóptero negro, fuerza de ataque del Nuevo Orden Mundial, que sobrevuela en las alturas, invisible e imperceptible, es el rostro del supercomplot planetario.

Este imaginario favorece y refuerza la pesadilla de un mundo uniformado, sin fronteras ni límites, modelado conforme a idénticos valores e idénticas normas, un mundo sometido a la tutela exclusiva de un poder ajeno y totalitario. Semejante pesadilla fue prefigurada ya por Ernst Jünger en el ensayo de 1960 El Estado mundial. El Telón de Acero, la aparente división del globo entre dos grandes potencias de la época, no le impide reparar en la creciente uniformidad que, por encima de las naciones, se extiende por doquier al ritmo de la técnica y sus rasgos cósmicos-planetarios. La cima que se destaca sobre el fondo es el Estado Mundial, que no es un imperativo de la razón alcanzado de común acuerdo, sino el sobrevenir de una forma inédita en que la vorágine del mundo parece adquirir estabilidad y orden. Jünger habla de Gestell para referirse a ese dispositivo que escapa a todo control, que supera el concepto tradicional de Estado y se abre a un inquietante paisaje anárquico. 

Si con su movilidad, su celeridad y su alteración el mundo globalizado suscita inquietud, la respuesta no es la cerrazón reaccionaria a la que alude Jünger, es decir, la restauración de la soberanía, el reforzamiento de las comunidades nacionales y de las culturas identitarias. Y mucho menos aún puede dicha cerrazón  ser la del complotismo. La acertada pregunta apuntada por Jacques Attali, «¿quién gobierna el mundo?», exige un análisis en profundidad que, partiendo de los «perdedores» de la globalización, se remonte hasta la gobernanza que administra la economía planetaria. Cuando la complejidad se anquilosa en la complicación, entonces la máquina del complot, esa red que se ha ido dilatando en el espacio y en el tiempo, es la respuesta más a mano. 

Sacar a la luz el poder oculto de la «casta» significa hacer que se transparente su carácter ajeno. Las élites están en el punto de mira en cuanto punta de la infiltración encubierta de los extranjeros. Por esa razón el complot por excelencia es el «complot judío», una acusación que ha tomado diversas formas y ha alimentado el odio antisemita a lo largo de los siglos. Las categorías políticas no son sino la traducción de un trasfondo religioso donde el Judío es el enemigo apocalíptico, poseedor de un secreto cósmico que es la llave del dominio del mundo.

El complot judío contra la sociedad cristiana no es otro que el que se construye, sobre todo durante la Edada Media, sobre la culpa de envenenar los pozos, imputado con mucha más vehemencia durante la epidemia de peste negra de 1348. Pero envenenar significa corromper, contaminar, infestar. Es decir, destruir para dominar. En esa habladuría local ya está contenida la denuncia del complot que se convierte en nacional en época moderna. Baste citar el tristemente famoso affaire en que, entre 1894 y 1906, se vio implicado Alfred Dreyfus, el joven capitán francés injustamente acusado de alta traición. El paso siguiente, favorecido a comienzos del siglo XX por la difusión de Los protocolos de los Sabios de Sion, en es el complot internacional que adopta diversas formas: el complot «judío-plutocrático», personificado por Rothschild; el complot «sionista», de Theodor Herzl; y, sobre todo, el «judeobolchevismo», el peligro rojo que representaba la inteligencia judía de izquierdas, entre León Trotsky y Rosa de Luxemburgo, capaz de tener al mundo en un puño ya con la Revolución de Octubre. 

Extranjeros no asimilables en las naciones, dispuestos para mantener lazos de reciprocidad allende las fronteras, exponentes de la antigua diáspora y del nuevo desarraigo, los judíos supuestamente tejen en torno al globo una red, la trama planetaria del «complot judío mundial». Pasa a ser la amenaza suprema, el superplot, el megacomplot que subsume en sí todos los complots pasados y alberga los venideros. La globalización favorece el mito del complot judío, que al tiempo que se deslocaliza, y a medida que la imagen del mundo se extiende, se potencia retirándose entretando al trasmundo, donde se tejen los hilos de la trama, lugar oculto donde el pueblo judío —esa supersociedad secreta especializada en las actividades criminales de infiltración y manipulación— dirige las suertes del mundo. 

La acusación de construir un «Estado dentro del Estado» es especular respecto a la de urdir una trama planetaria. Ya el filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte, no en vano un acérrimo nacionalista, arrojó la sombra de esta sospecha. Pero, además, a la luz del escenario actual, no debe ignorarse este punto: el complot menoscaba la soberanía estatal interna en la misma medida en que refuerza el gobierno mundial oculto. En uno u otro se trata del extraño que se infiltra en lo íntimo para dominarlo.

Se entiende mejor, pues, que hablando hoy de «Estado profundo» se hable a la vez de «Nuevo Orden Mundial». Son las dos caras del mismo complot. Se trata de aquellas fuerzas subterráneas —no importa bajo qué siglas: ONU, FMI, OTAN, BCE, OMS, UE— que constituyen los monstruosos vectores del mundialismo. Mejor leerlo todo bajo la supersigla NOM: Nuevo Orden Mundial. 

Elevado a los altares mediáticos gracias a Trump —quien, mientras el impeachment tomaba cuerpo, se jactaba de desenmascarar el gran complot del «gobierno en la sombra» cuyo objetivo era destituirlo—, Deep State no es un término nuevo. Traduce la expresión turca derin devlet, que en el período entre 1960 y 1980 hacía referencia a aquella parte de los servicios secretos llamada a hacer frente a una hipotética invasión soviética. Inicialmente libre de resonancias complotistas, el «Estado profundo» entra a formar parte de la terminología política para referirse a la continuidad de grupos de poder que, no obstante la alternancia democrática, terminan por ejercer una influencia notable. El Estado profundo se convierte, pues, en aquello que socava la soberanía popular. Es el poder de los despachos, es decir, de los burócratas y los administradores, que, como ya advirtiera Weber, con la proliferación de las normas, la excrecencia de reglas, maniobraban en los meandros de la máquina estatal. [...]

Di Cesare, Donatella (¿Virus soberano?) La asfixia capitalista
Di Cesare, Donatella (Sobre la vocación política de la filosofía)

Diego S. Garrocho Salcedo (El último verano)

 Carta a un joven posmoderno

Querido amigo:

Estás mal. Como todos. Como toda tu generación a la que algunos decidimos condenar a un consumismo también inmaterial. Dicen que la filosofía no sirve para nada, pero tú y yo sabemos que son libros de filosofía los que han legitimado parte de lo que te pasa. Hay todavía quien se atreve a sublimar tu trisreza, pero para ti ha dejado de ser un juego. Te prometieron que podrías vivir una vida en el absurdo, sin sentido y sin arraigo, pero tú ya estás cansado de sufrir. Creciste educado en un mundo en el que te dijeron que la verdad no existía, pero qué demonios, tu dolor actual es absolutamente cierto. Demasiado cierto.

Todo empezó en el instituto. Como buen adolescente creciste leyendo a Nietzsche y te fascinó el nervio indómito de su escritura. Aquella filosofía decía lo contrario de lo que advertían tus padres. Que todo fueran interpretaciones y que no existieran los hechos era, en aquellos días, una buena noticia. En cualquier caso, aquella lectura simplista era casi un imperativo biológico, porque lo que de verdad te abrió los ojos, así te gusta contarlo, fue Foucault en el primer año de carrera. 

Aún recuerdas a aquella profesora carismática que os enseñó unos libros en los que comparaba el poder disciplinario de un hospital, de una escuela y de una cárcel. Entonces lo viste clarísimo. Esa opresión siliente e invisible de las instituciones era la culpa de tu malestar y de la censura que te impedía expresar tu autenticidad. Tu narcisismo y tú sabías que no eras como los demás y empezaste a tirar del hilo. Creíste leer en aquellas páginas que la locura era una simple convención social y que cualquier ordenación de la realidad no era más que un trampantojo de normas ilegítimas. Había en aquellos textos palabras que te fascinaban: microfísica, biopoder, procesos de subjetivación... Con aquellos nuevos conceptos creíste que por fin podrías interpretar tu realidad, igualmente compleja y sutil, casi tan sublime como tú. Mientras pudieras repetir aquellas fórmulas —fatigar a fondo esa bibliografía era demasiado duro— pensaste que estarías a salvo.

En aquel tiempo estabas tan atrapado que decidiste pasar a mayores. Droga dura, te decían metafóricamente los compas de cursos superiores. Fue entonces cuando decidiste leer a Deleuze y Derrida. Tú no entendías nada, pero te aplicabas con un rigor masorético a entrreverar algún sentido en aquellas incomprensibles. Como el necio que ante un lienzo en blanco formula la hipótesis de lo que ahí podría haberse pintado, tú quisiste imaginar interpretaciones ocultas, sentidos velados o rumbos transitables en una escritura que, en el fondo de tu ánimo, te parecía un sinsentido. Pero era eso, el sentido de las cosas, lo que había que cambiar y revocar, por lo que no te importaba demasiado aquella sensación de extravío. Jamás entendiste nada, pero un profesor elegante y cómplice te propuso habitar en el desafío de la incomprensión, y tú cometiste el error de creerlo. Nunca podrás pasarle la factura.

Aquellas derivas teóricas, aunque fascinantes, seguían sin satisfacerte del todo, por lo que decidiste dar un paso más y vincular aquellas doctrinas con tu vida cotidiana. Hacer cuerpo de tus ideas, decías. Por aquel entonces arrastrabas ya algunos fracasos amorosos y nunca fuiste demasiado seguro en la cama (como todo el mundo, vaya). Fue en ese momento cuando leíste, por recomendación de una amiga, a Judith Butler y a Paul B. Preciado. De la primera no entendiste demasiado, pero intuías una sofisticación que volvía a resonar en ti con ecos de vanguardia liberadora. La prosa de Preciado, en su radicalidad explícita, te parecía más inteligible, más aplicable, y te tentaba la idea de convertir tu cuerpo en un laboratorio. La causa que protegían era tan indudablemente legítima que fue entonces cuando decidiste, en los que creías que era un ejercicio de liberación personal, experimentar con tu propio deseo, obligándote a sospechar de lo que siempre estuvo claro para ti. Ante la duda decidiste seguir acelerando. Encomendar el gobierno de tus pasiones a autores que ni siquiera conocías, y que hoy ruedan anuncios para Gucci, te pareció, por absurdo que pueda demostrarse ahora, una buena idea.

El tiempo ha pasado y has dejado de leer. Para poder pagar el pequeño piso donde vives, de escasos treinta metros cuadrados, contrapeas dos trabajos mal pagados y apenas tienes tiempo para hacer otra cosa que no sea ver tu ordenador tirando en la cama. Ahora es a través de YouTube y de artículos cortos como te aprovisionas de nuevos argumentos con los que intentar vertebral una vida que cada vez te resulta más inhabitable. Y comienzas a estar cansado porque ya no entiendes nada: lo hiciste todo bien de niño, cuando te obligaron a estudiar y a ser ordenado; y, sobre todo, lo hiciste todo bien de joven, cuando épicamente te invitaron a desafiar el relato normalizador que te habían impuesto.

Pasas tus días devorado por una incertidumbre y una ausencia de sentido sobre la que cabe poca hermenéutica. Para Baudrillard la guerra del Golfo pudo ser un simulacro; sin embargo, tu dolor es real, tan real como la caja de diazepam que llevas en mochila. Ya no te vale lo del hecho y la interpretación: la leas como la leas, tu vida es una mierda. Y es una mierda porque las cuentas no salen. Has pasado los últimos creyendo que reconstruías cánones, convenciones, normas y sentidos, pero, en el fondo, ya no puedes engañar a nadie, lo único que has destruido es tu propia vida. Y hay otra mala noticia: quienes te invitaron a hacerlo sí que están a salvo.

Despreciaste la idea de «normalidad», pero a una vida normal, en el fondo, es a lo único que ahora aspirarías. Empiezas a sospechar que esa normalidad podría haber existido y que así debe exigirse. Pero es quizá demasiado tarde. Una vida normal es aquella en la que con esfuerzos normales podría adquiriese una independencia económica también normal para tener, si te diera la gana, hijos a los veinticinco, o a los veintisiete. Lo normal vaya. Pero, ay amigo, te han arrebatado el concepto e incluso te invitaron a hacer una apología de lo anormal, de lo monstruoso y de lo desviado, como si esa opción redentora pudiera hacerte más feliz.

No solo te hemos arrojado a una vida desventurada, sino que, además, te hemos sustraído cualquier lucidez crítica que te permita enfrentar la miseria a la que te hemos condenado. No lo olvides nunca, el capital te ha hecho despreciar todo aquello que te ha arrebatado: una familia, un sentido para tu existencia y un catálogo de valores estables en torno a los cuales ordenar tus decisiones, que es tanto como ordenar tu vida. [...]

Francesco Boldizzoni (Imaginando el final del capitalismo) Desventuras intelectuales desde Karl Marx

 LAS CONSECUENCIAS DE GIDDENS

En este esbozo de la historia intelectual del capitalismo en la década de 1990 sigue faltando  un aspecto: la ideación política. Hacía falta una nueva política para lograr que se aceptara el nuevo espíritu del capitalismo, y la aportación más importante a esta política la efectuó la Tercera Vía. La Tercera Vía puede considerarse una interpretación concreta del «centrismo radical», la ideología nacida de lo que describió como el final definitivo de las ideologías del siglo XX. La descomposición del socialismo real había dejado el capitalismo sin alternativas creíbles. Pero también había agravado la crisis de la izquierda en los países occidentales. ¿Qué tipo de reforma podían los progresistas (ya fueran los socialdemócratas europeos, los laboristas británicos o los liberales estadounidenses) defender de manera creíble en un momento en que el capitalismo se estaba afirmando como el único sistema viable? La clave de la prosperidad mundial parecía radicar en que los países del antiguo bloque soviético se parecían más a las economías de mercado de estilo occidental, no al contrario. De ahí la idea de que, en las sociedades capitalistas avanzadas, hasta los problemas sociales podían resolverse con soluciones basadas en el mercado. 

[...] Fue precisamente para resolver la clara paradoja entre el libre mercado y la justicia social para lo que los estrategas del Nuevo Laborismo crearon la doctrina de la Tercera Vía. No era en absoluto una idea original. A lo largo del siglo XX se había teorizado y ensayado muchas «vías intermedias», tanto en el Este como en el Oeste. Incluso el compromiso histórico de la posguerra representaba una tercera vía entre el capitalismo y el socialismo. Este era todavía el sentido en el que Anthony Giddens, gurú intelectual de Blair, empleó el termino en 1994, para negar lo que para él era una búsqueda infructuosa. «No hay Tercera Vía de este tipo y, al comprenderlo, la historia del socialismo como vanguardia de la teoría política llega a su fin». Giddens ya dejaba claro, sin embargo, cuál debería ser el camino hacia delante. El objetivo no era alcanzar otro acuerdo entre el capitalismo y algo que se había dado por muerto. La Tercera Vía en el sentido giddensiano-blairista es una vía intermedia entre el neoliberalismo y la socialdemocracia. Esto implicaba, como expresaba el manifiesto de 1998, construir el quimérico «centro radical». Al exponer la filosofía política del Nuevo Laborismo, Giddens mostró explícitamente su profundo desacuerdo con el filósofo Norberto Bobbio, que había sostenido pocos años antes que izquierda y derecha no eran en absoluto categorías obsoletas. Podía tratarse de construcciones históricas, pero para Bobbio seguían encarnando la dicotomía moral de la igualdad y la jerarquía. Giddens objetaba que las grandes transformaciones económicas, sociales y tecnológicas no habían dejado mucho espacio para la lucha y el conflicto. En el mundo globalizado y unipolar, a las sociedades se les presentaban nuevos problemas, retos y posibilidades que convertían los límites entre izquierda y derecha en algo incierto.

[...] El acuerdo de posguerra se basaba en el consentimiento. Los trabajadores, regimentados todavía en el sistema fabril ofrecían su lealtad al capitalismo a cambio de protección social. La socialdemocracia era al mismo tiempo promotora y garante de este pacto que ligaba a trabajadores, capitalistas y Estado. El pactó se debilitó en la década de 1970, se agrietó en la de 1980, y finalmente se rompió en la de 1990. En este punto, por consiguiente, la cuestión central para cualquier fuerza progresista era la de proponer un pacto nuevo, que sonara creíble a sus interlocutores. ¿Qué podía haber sido creíble en una época en la que las relaciones de poder estaban decididamente a favor del capital y, además, el objetivo político era seducir a las clases medias? En primer lugar, hacía falta repudiar el viejo Estado de bienestar, presentarlo como obsoleto. Los ideólogos de la Tercera Vía tacharon de «bienestar negativo» el sistema de bienestar establecido tras la guerra, porque operaba desde la suposición de que el vaso estaba siempre medio vacío. Equiparaba erróneamente el riego a un mal del que la sociedad debía protegerse. Sin embargo, para disipar de manera permanente cualquier nostalgia por los buenos tiempos pretéritos, era necesario efectuar una operación intelectual preliminar: había que refutar la creencia de que el viejo sistema encarnaba el ideal de justicia social. El Estado de bienestar de posguerra, señalaba Giddens, no surgió como un remedio contra la injusticia, ni para promover la búsqueda de la igualdad; no era una creación genuina de la izquierda. Sus raíces se situaban en el paternalismo bismarckiano, la búsqueda de la cohesión social y el proceso de construcción del Estado. Este sistema «antidemocrático» basado en una «distribución vertical de beneficios», había obtenido su espacio de maniobra del Estado-nación, que ahora se derrumbaba ante las fuerzas de la globalización. La igualdad podía y debía buscarse de otras maneras. Más aun teniendo en cuenta que no era un valor en sí mismo, sino su importancia derivaba de la medida en la que fuera «relevante para las oportunidades vitales, en bienestar y la autoestima de la gente». )El lector atento observará aquí un eco de Dahrendorf).

El nuevo bienestar teorizado por Giddens no era ya en esencia un concepto económico, sino uno psíquico, que atañe, como lo hace, al estar-bien». Era un poco como decir que el problema no está en tus bolsillos sino en tu cabeza; en efecto, la afirmación llegaba a sugerir que «el asesoramiento, por ejemplo, puede ser en ocasiones más útil que el apoyo económico directo». Fuera o no el caso, ciertamente al Estado le saldría más barato. Giddens tenía en mente un Estado de inversión social más comprometido con potenciar el desarrollo de capital humano que con garantizar a sus ciudadanos un nivel de vida aceptable. Su principio rector era que no podía haber derechos sin responsabilidades, lo cual recuerda a cierta pasión inglesa del siglo XIX por la formación en autoayuda. Sus programas se efectuarían en cooperación con una variedad de sectores del sector privado, como voluntarios, asociaciones, empresas y sector financiero. Como por arte de magia, el «bienestar positivo» convertiría a los viejos aspectos negativos en oportunidad de mejora: «En lugar de Indigencia, autonomía; no Enfermedad, sino salud activa; en lugar de ignorancia, educación, como elemento duradero de la vida; en vez de Miseria, bienestar; y en lugar de Indolencia, iniciativa». Tal es la superficialidad exudada por el lenguaje de la nueva modernidad. En retrospectiva, no podemos evitar preguntarnos cómo pudieron argumentos de este tipo ejercer un poder tan hipnotizante sobre una generación. 

[...] En conclusión, el Nuevo Laborismo adoptó una visión benévola del capital, considerándolo un recurso inmaterial del que todo trabajador podía apropiarse fácilmente. Veía en la nueva economía «poscapitalista» la realización del sueño de mercantilización del capital y desmercantalización del trabajo. Partiendo de la suposición de que «el conocimiento es una especie de capital localizado dentro del trabajador» se deducía la idea tranquilizadora de que «si el capital está dentro de nosotros, ¿cómo puede explotarnos?» 

José Errasti y Marino Pérez Álvarez (Nadie nace en un cuerpo equivocado) Éxito y miseria de la identidad de género

Financiación. ¿Y esto quién lo paga?

Jennifer Bilek, cuyos trabajos serán en buena medida la base de este apartado, lo tiene muy claro:  la mayor parte de la lucha contra la identidad de género se realiza desde un punto de vista ideológico, centrándose en el análisis de conceptos como «género» o «identidad», pero las auténticas raíces de este problema son estrictamente económicas, relacionadas con un crudo capitalismo donde se entremezclan cifras con muchísimos ceros que involucran a grandes empresas médicas y farmacéuticas, algunas de las principales corporaciones bancarias a nivel mundial, industrias de alta tecnología y lobbies formados por fundaciones supuestamente filantrópicas dedicadas a la defensa de los derechos de las personas trans. 

La conversión del transgenerismo es un estilo de vida habitual y ampliamente extendido entre la población tiene muy importantes repercusiones económicas, dada la necesidad que tendría esta nueva condición humana de apoyarse en las empresas tecnológicas, farmacéuticas y médicas. No es de extrañar la presencia de empresarios acaudalados y familias multimillonarias estadounidenses, cuyas fortunas están relacionadas con estos sectores económicos, entre las fundaciones que financian de forma más generosa a las ONG transgeneristas y actúan sin ningún disimulo como lobbies de presión política para conseguir leyes que favorezcan sus intereses, por ejemplo, a través de la difusión obligatoria de esta ideología de género en las escuelas. En ocasiones, algunos miembros de estas familias pertenecen al propio colectivo trans.

Bilek detalla en varios de sus trabajos este entramado, y ahí el lector podrá encontrar los pormenores de las relaciones entre familias multimillonarias como los Stryker, a los Pritzker, con fundaciones como Arcus, Tides o Tawani, la Open Society Foundation de George Soros, las cifras de las donaciones y becas que entran y salen de estas constituciones, y las cercanísimas relaciones que estos individuos mantienen con puestos importantes de la Administración estadounidense a todos los niveles. La página web Contra el Borrado de las Mujeres publicó en junio de 2021 una recopilación exhaustiva, clara y ordenada de todas las fuentes de financiación mundial del lobby queer que necesariamente deja boquiabierto al lector. 

El rastro del dinero, que arranca en estas fundaciones y empresas, señala cómo éste termina dedicándose a promocionar esta ideología de la identidad de género entre asociaciones religiosas, deportivas o culturales, llega en forma de cursos a todo tipo de ámbitos, desde policías y fuerzas armadas hasta los currículos de centros educativos de todos los niveles. La Fundación Estadounidense de psicología, la principal asociación estadounidense dedicada a financiar investigaciones en los momentos iniciales de la carrera académica de los psicólogos, perteneciente a la Asociación Estadounidense de Psicología (APA, American Psychological Association), ha recibido donaciones por parte de la Arcus Foundation para desarrollar guías que orienten las prácticas de las terapias afirmativas ante los problemas de incongruencia de género. 

A resultas de todo eso, la financiación para asuntos relacionados con las personas trans se multiplicó por ocho en el período comprendido entre 2003 y 2013, lo que es un crecimiento tres veces mayor que el que experimentó la financiación relacionada con las personas pertenecientes al colectivo gay, lésbico o binario. A medida que el fenómeno trans se va implantando en la cultura occidental, los niños se empiezan a educar en esta metafísica y se aprueban leyes que sancionan esta forma de ver la condición humana, el negocio de la industria de la identidad de género pasa en cinco años de valer ocho mil millones de euros anuales a valer más de tres billones de euros. [...]

Otra idea de ser humano es posible

Pero claro que hay otras interpretaciones de la condición trans, y de la condición humana en general, más allá de la metafísica y el individualismo. Desde la visión neoliberal que vemos promocionada en los medios de comunicación, se entiende que la sociedad es un conjunto de individuos amontonados, autogenerados y ensimismados, que han de utilizarse mutuamente los unos a los otros para su desarrollo personal, intentando molestarse lo menos posible en este proceso. El mercado, la tecnología, las aplicaciones de los móviles ya proveerán de cuantas herramientas sean necesarias para tal desarrollo. 

Pero de entrada cabe ya oponerse a la idea de que sociedad es el conjunto de individuos, y defender que la sociedad es el conjunto de relaciones entre individuos. La sociedad no es el conjunto formado por Paula, Marta, Edu, Miriam, Toño, Carla, Ana y millones de personas más, sino por el conjunto que forma la relación paternofilial entre Edu y Miriam, la relación vecinal entre Paula y Toño, la relación comercial entre Miriam, Carla y Ana, y millones de relaciones más. Justamente, desde este punto de vista, el individuo no es más —¡ni menos!— que el punto de cruce donde se unen todas las relaciones que definen a una persona, y la idea de una esencia interna autooriginada están tan desencaminadas como la idea de un nudo en una red que fuera previo o aislable de los hilos que lo forman. 

Dicho ahora de una forma no ya antropológica sino psicológica, el «yo» es una construcción social colectiva, no una mera emanación del individuo cuya armonía pueda ser puesta en peligro por la sociedad. Cada persona es únicamente uno de los muchos constructos de su yo, y es a la vez constructor de otros muchos yoes, el de todas las personas con las que se relaciona, y tanto más cuanto más significativa sea esa relación. Contra la metáfora del desarrollo de una planta, cuya forma final ya está prefigurada en la semilla —de modo que las influencias ambientales sólo pueden afectar a aspectos coyunturales y circunstanciales—, cabe entender que la vida personal es más una evolución que un desarrollo, donde la forma final no está dada de entrada, sino que la propia persona se va construyendo día a día a través de las relaciones que mantiene con el mundo que la rodea, especialmente con el mundo de las otras personas que la rodean, y a cuya evolución ella misma contribuye. La metáfora botánica se encuentra muy presente en la explicación queer de la identidad de género, y, en el colmo de la candidez, en ocasiones oímos que cuestionar esta visión de las personas como plantas es falta al respeto a las personas. 

Desde esta visión de la condición humana centrada en la construcción colectiva del «yo» y en la responsabilidad que todos tenemos respeto de todos, se desvela ahora que las apelaciones a la no intervención, a dejar que las personas sean ellas mismas, a una idea de respeto más propia del trato con lo ajeno que del trato con lo común, no son en verdad más que eufemismo tras el que se oculta la pereza intelectual, la cobardía o la despreocupación por el vecino, tan propias de las sociedades urbanas modernas. Que la sediciente izquierda abrace este discurso esencialista y reaccionario, en abierta discrepancia con su historial de análisis materialista y progresista, no es un asunto menor dentro del problema al que se refiere este libro, y está siendo señalado cada vez por más autores. La ciudad actual no es el escenario de una tolerancia, sino el de la indiferencia, por más que ésta tienda a disfrazarse de aquélla.

«¿Quién soy yo para opinar sobre lo que tienen que hacer los demás?» Pues eres un n miembro consciente y responsable que comparte sociedad con la otra persona, que la reconoce como una igual en una empresa común que trasciende a los individuos, y que por supuesto aceptarás de igual grado que los demás opinen sobre lo que tienes que hacer tú. «¿Hace falta ser algo más que una persona dotada de juicio, que lo somete a debate junto a los juicios de las demás personas?» «¿A ti qué te importa lo que hagan los demás?» Pues me importa, como espero que a los demás les importe lo que haga yo, y me importa muy especialmente si lo que hacen los demás obliga a redefinir jurídica y socialmente de forma confusa conceptos básicos que hemos ido construyendo entre todos para mejorar nuestra convivencia colectiva. En esta república, el poder lo tienen el pueblo, no los individuos. Esto es una democracia, no una idiocracia. 

Porque también la realidad es una construcción colectiva, aunque esta afirmación no tenga en absoluto el significado que se le podría dar desde la filosofía posmoderna, como se verá en los siguientes capítulos. En vez de entender que el debate es una confrontación en la que una postura se impone a la otra, sería preferible verlo como la dialéctica en marcha, la única vía para la búsqueda colectiva de una verdad que se lleva mal con los nombres posesivos. Al fin y al cabo, en los debates se da una paradoja deliciosa, según la cual aquel que lo «pierde» esa a la vez el que «gana» algo al término de la confrontación de ideas, ya que es mucho más enriquecedor corregir un error que mantenerse en un acierto. Nada más demoledor contra el irracionalismo queer que el viejo proverbio del maestro Antonio Machado, del que pronto se cumplirán cien años, más necesario que nunca en la sociedad actual. «¿Tu verdad? No, La Verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela» ¿Se podría considerar un delito de odio la petición que el poeta sevillano hace a su interlocutor: guárdate tu verdad y vamos justos a buscar la verdad?

El neoliberalismo, con su permanente labor de trituración social y su enaltecimiento del individuo autorreferido, conlleva la derrota de la sociedad como construcción de lo común gracias a la objetividad que compartimos y nos une. La crítica a una visión ingenua y simplista de la racionalidad —a su vez ella misma siempre una crítica racional— no puede ser confundida con la defensa de un irracionalismo subjetivista más ingenuo y simplista aún, y que termina convirtiendo nuestras sociedades políticas en regímenes demagógicos en los que no quedan claras las fronteras entre los centros comerciales y la Administración del Estado. La polémica trans es únicamente la punta de un iceberg en el que se está jugando el triunfo de una sociedad indeseable, un patio por donde transitan un montón de individuos separados, rumiando sus ensoñaciones, sólo a salvo gracias a un pacto de indiferencia mutua. Una sociedad de individuos especiales que dedican su vida a cultivar todo lo que les hace únicos. Una distopía.

analytics